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Fernando de la Luz

...De sobra sé que fui, soy y seré siempre el mismo...

...De sobra sé que fui, soy

y seré siempre el mismo...

Toda una vida...

A Pilar y Nacho, con cariño, que saben que
Altotonga, aún siendo tierra húmeda, tiene

mucho de Manchega y Castellana, en especial
por lo que se refiere a sus usos y costumbres
gastronómicos.

El ruido estruendoso del gran reloj despertador de metal lo sacó del sueño y sopor en que había estado sumergido por más de doce horas, después de una noche de juerga y alcohol que lo llevó a la cama al filo de las tres de la madrugada. Otra despedida, para qué, tal ves estaría de regreso en cosa de días. A tientas, tratando de alcanzar el buró, de un manotazo lo apagó y por un instante, en un lapso interminable, su mente quedó en blanco sin saber quién era o qué hacía acostado sobre la cama sin destender, en ropa interior y calcetines, cubierto sólo con el pantalón y un pesado suéter de lana que despedía un agrio olor a vómito. Se restregó los ojos con los puños de las manos haciendo a un lado las lagañas y la luz del sol de mediodía, ya en franco descenso hacia la tarde, formando un vistoso caleidoscopio al filtrarse por el vidrio biselado de la ventana, lo hizo incorporarse como resorte al recordar el viaje en puerta. Hurgó en el pantalón donde, de la bolsa trasera derecha, extrajo un sobre con un boleto.

Al meterse al baño, de pie frente al escusado, con el pene en la mano, pujó fuerte y sintió un intenso dolor al orinar que lo llevó a encogerse y con la otra mano apretarse el bajo vientre.

—Me lleva el cargo, otra vez los riñones— gritó con fuerza. Orinó a intervalos y el dolor y el dolor cedió y, con la vista fija en el deteriorado espejo de cuerpo entero que tenía al lado, exclamó: “Pinche cruda que te traes”, mientras que se revisaba de pies a cabeza. “Qué jodido, estoy”, pensó. “Te están haciendo viejo, Jaime”, balbuceó.

Al salir del baño, miró con detenimiento el reloj y se dio cuenta de que sólo tenía dos horas para acabar de arreglar su maleta; ya eran las tres de la tarde y el camión salía a las cinco. Entró en la cocina y de un estante sacó un frasco con pastillas, lo abrió y sirviéndose un vaso con agua, ingirió dos, por si el dolor se repetía y, de plano, el frasco lo echó a un maletín de mano, no se le fuera a ofrecer en el camino. En la pequeña sala del apartamento, se recostó en un sofá, estiró pies y brazos y, de pronto, decidió encender la radio, seleccionó FM y comenzó a mover el sintonizador hacia la izquierda y hacia la derecha sin ton ni son hasta que encontró en el cuadrante el 92.9 de la XEQ, precisamente en el momento que daba comienzo la segunda hora del programa “Voces y Guitarras” y el locutor daba la hora y la fecha. Eran las tres y cinco de la tarde del caluroso lunes 9 de mayo de 1970. Le asaltó la duda y fue a la recámara, donde había quedado su pantalón, a verificarla fecha del boleto, no haya sido que se hubiera confundido y la prisa salí sobrando Sí, el boleto marcaba 17 horas, lunes 9 de mayo de 1970. Ni modo, había que apurarse. Se desnudó y, camino a la ducha, le subió el volumen para escuchar bien la radio, aún dentro de la regadera, en el momento que Los Panchos interpretaban su bolero favorito: “Toda una vida”. Y con ellos, comenzó a cantar a dúo: “Toda la vida me estaría contigo, no me importa en qué forma ni cómo ni cuándo pero junto a ti. Toda una vida te estaría mimando, te estaría cuidando, como cuido mi vida que la vivo por ti…”   El agua fluía y mientras cantaba, sopesó si su decisión era la acertada, pues ese mes, el 22, cumpliría treinta y cinco años. Toda una vida, se dijo a sí mismo.

Después de diez años de ausencia voluntaria, decidió regresar en el mes de mayo, el más bonito en su pueblo. No hace frío —reflexionó—  y se puede disfrutar de un agradable paseo a pie por los alrededores y, en el kiosco del parque, saborear un delicioso amantecado doble o un helado de limón.

Todos los días, de jovencito —recordó— salía a correr por el rumbo de Champilico y de regreso se daba un buen chapuzón en la poza de Tecopahuas. En otras ocasiones, con la palomilla de los amigos del barrio de Atalpas, remontaban todo el pueblo hasta llegar al río de Pancho Poza y nadaban y hacían ejercicios calisténicos durante toda la mañana aprovechando los ratos de sol.

—Como el río nace dentro de una cañada, por la que sopla el viento con fuerza, cuando sales del agua —platicaba a sus amigos de la oficina—, si no te arropas de inmediato, comienzas a temblar de frío.

Dicen que Altotonga es puerto y que por eso por ahí suben las nubes del mar. Cuando llueve fuerte durante el verano y al terminar de llover sopla el viento, se divisan a lo lejos los cerros azules y la línea blanca de la playa, donde revientan las olas y se une el cielo con el océano.  De noche brillan los mecheros ardientes de los pozos petroleros, que se vislumbran a lontananza temblando por el aire frío que los mueve y hace zigzaguear. Si no hay luna y la oscuridad refleja un horizonte cuajado de estrellas, desde algunos cerros se alcanza a divisar la ciudad de Martínez de la Torre, que semeja miles de luciérnagas zumbando por encima del río de Bobos, al arrullo del cántico de los grillos.

Muy temprano, al despuntar el río, el pueblo se llena de sonidos y olores y las recuas de mulas que vienen de tierra caliente hacen tremendo alboroto al repiquetear sus cascos en las piedras boludas de río que adornan las calzadas. Es un cascabeleo sonoro que sirve para despertarte después de una noche de sueño en medio de la neblina. Con el sol sudan las tejas y, de los techos, sale una bruma que se acuesta sobre el pueblo y le dan a uno ganas de volverse a dormir nomás de verla.

Después del susto y de que por poco me quedo dormido, llegué a buena hora al edificio que alberga las oficinas de la línea de autobuses, allá por el rumbo de Buenavista.  Verifiqué los datos de mi boleto, el cual había comprado con anterioridad, y esperé a que anunciaran la salida. Me sentía nervioso e impaciente a la vez y mientras aguardaba el momento de subirme al autobús, buscaba, entre los pasajeros que se encontraban en la sala de espera, a algún conocido, alguien que fuera para el rumbo.

Regresar no era fácil, más aún a sabiendas de que el motivo de mi ausencia estaba ahí todavía.

—¡Cómo pasa el tiempo!— pensé. Diez años atrás, a punto de casarme, todo se vino abajo y se desbarató . las heridas la cura el tiempo y la distancia ayuda, por eso busqué refugiarme en la ciudad de México, en su inmensidad, en su anónimo y cotidiano quehacer; solo, en medio de tanta gente. Pero ahora estaba decidido a volver y buscar un reencuentro conmigo mismo, con mi infancia y juventud, con mi familia, con mis recuerdos. Pensaba y divagaba en tantas cosas cuando, de pronto, escuché por la bocina instalada en la sala de espera: “Autobuses de oriente anuncia su salida de las diecisiete horas con destino a Perote, Altotonga, Teziutlán, Tlapacoyan, Martínez de la Torre y Misantla; señores pasajeros, sírvanse abordar el autobús setenta y cinco por el andén número cuatro”.  Por fin, el momento tan esperado había llegado.

—Disculpe, yo tengo el asiento veinticinco y es ventanilla. ¿Me permite pasar?

—¡Claro, hombre!, no faltaba más. Pase, joven, pase. ¿Va usted a Misantla?

—No, yo nomás voy a Altotonga, la segunda escala de la ruta.

—¡Altotonga!, por supuesto. Conozco bien, o mejor dicho, conocía bien; porque figúrese, tengo mucho que no voy por ahí.

—¿Es usted de Misantla?

—Si, pero hace tiempo que salí de mi tierra. Ahora vivo aquí en la ciudad de México y como ya tengo cuatro años que no voy a ver a mi hermana a Misantla, me animé; cuando ya está uno viejo, como yo, no como quiera se aventura uno a salir de su casa, ¿no crees? Oh, disculpa, qué igualado soy, ya te estoy hablando de tú, aunque tengo la edad para hacerlo; podrías ser mi hijo, y no sólo eso, incluso mi nieto, ¿no crees?

—No hay problema, hombre, no se preocupe, por favor.

—Yo tenía unos amigos en Altotonga: don Prócuro y don Ciro Millán: Eran tenedores de libros, lo que ahora se conoce como contadores; don Desiderio Álvarez…

—¿Don Desiderio Álvarez?

—Sí, el mismo que le puso su nombre a su casa; hasta arriba, con letras grandes de cemento, dice: “DESIDERIO ÁLVAREZ”. Era muy buen boticario y sus recetas eran tan famosas en toda la región, que un médico inglés, el doctor Richard E. Keatige, quien vivió en Altotonga a principios de siglo, lo relata en sus memorias. A mí me tocó conocer a su hijo, el médico Desiderio Álvarez también. Era mucho mayor que yo, pero tenía un sentido del humor estupendo y era un gran conversador. En varias ocasiones jugábamos ajedrez y nos amanecíamos platicando. Según me contó en una de tantas tertulias, que su padre murió allá por el mil novecientos doce en la ciudad de México, poco después de que los dejaron en libertad. ¡Ah!, déjame contarte esa anécdota. Una vez que Francisco I.  Madero hubo tomado posesión como Presidente de la República, un grupo de ciudadanos notables de Altotonga —don Manuel González, los Ríos, don Melesio Guzmán, don Porfirio Aburto y unos señores Villegas de Jalacingo; además, claro está, del propio don Desiderio Álvarez— se trasladó a la capital del país para expresarle su apoyo y colaboración al señor Madero. Todos ellos se hacían llamar a sí mismos “evolucionistas”. De ninguna manera estaban de acuerdo con la revolución, porque ello implicaba un retraso y el derramamiento de sangre. Habría que buscar por todos los medios una evolución pacífica y no una revolución, decían. Cuando se encontraban en México, listos para ponerse a las órdenes del señor Madero, los detuvieron y fueron encarcelados, no obstante que ninguno de ellos fuera militar, en Santiago Tlatelolco. Se les tomó por anarquistas, contrarios al régimen y a las ideas maderistas. Poco después se aclaró todo y, con el consabido “usted disculpe”, quedaron en libertad y pudieron expresar al mismo Presidente, sus ideas evolucionistas.

¡Qué te parece!, a que no sabías esas andanzas de las gentes de tu pueblo. Lo de las letras grandes de cemento, según contaban sus hijos, las mandó colocar ahí su padre en el año de 1902, cuando terminó de construirla casa. Hasta arriba tenía una terraza que hacía las veces de mirador y que posteriormente mandó cerrar su viuda porque la casa se cimbraba mucho cuando soplaba fuerte el viento. Puestas ahí se veían desde cualquier ángulo de la plaza principal del pueblo, para demostrar que su nombre también valía y era de prosapia y abolengo. No nada más el de don Melesio Guzmán o los Ríos, dueños de la Hacienda de Santa Cruz. Muchas personas pensaban que lo de las letras obedecía al anuncio de la farmacia, pero no, pues más abajo está el anuncio de “Botica Mexicana”.

Deberías haber conocido ese local: la de frascos de porcelana, vidrio, morteros, estuches de cristal y botellas de vidrio de todos tamaños llenos de jarabes, tomas, ungüentos y aguas del tiempo, todos de diferentes colores de acuerdo con la fórmula y la enfermedad parala que servían. Los anaqueles eran de madera de cedro, lo que resultaba gratificante a la vista y al olfato. Ojalá se conserve algo de eso.

También conocí a don Febronio Ladrón de Guevara y a su hermano, don Primitivo; a don Julio Herrera, a don Emiliano Bello Rodríguez, a don Ricardo González, a don Horacio Mota, a don Ramón Mora.

Fíjate, don Ramón era un excelente fotógrafo, tan bueno que me atrevería a decirte que en la región no había otro con su profesionalismo y talento. Era un artista de la lente y, gracias a él, sabemos cómo era tu pueblo en épocas pasadas. . Yo guardo algunas de esas fotografías como recuerdo. Hay una panorámica con un gran maguey en primer plano y al fondo se ve el pueblo. Simplemente maravillosa. Desfiles, fiestas religiosas, tertulias, días de campo, grupos de escolares, retratos de familia, revolucionarios con sus rifles, paisajes de todo tipo. Toda una historia gráfica del pueblo; pocos como él. Ah, y además, era una persona muy emprendedora; imagínate, importaba de Bélgica, de Francia, de Holanda, semillas y bulbos de begonias tuberosas, de cyclame, de hortensias, de tulipanes; era todo un experto floricultor, con la visión de impulsar, en Altotonga, la industria de la flor. Lástima que cuando personas como él fallecen, no hay quien se haga eco de esas brillantes ideas, ¿no crees? Ah, y si mal no recuerdo, también fue un político destacado: se desempeñó como diputado local.

Conocí a mucha gente en ese entonces. Bueno, y tú, ¿qué opinas? Has de pensar: este viejito loco, habla y habla sin parar de pura gente que ya pasó a la historia, pero debes saber que yo iba mucho a Altotonga porque tenía una novia que vivía allá por la calzada, rumbo al barrio del Paraíso. Leonides se llamaba. Bonita muchacha, de apellido del Moral Aparicio, pero murió de influenza española, allá por el treinta y ocho, y jamás regresé. ¡Ah!, de tanto hablar ni nos hemos presentado. Francisco Benavides Ortiz, para servirte.

—Jaime Arcos Alfonso, don Pancho, a sus órdenes, y como ve, regreso a Altotonga después de diez años de ausencia y no crea que soy tan joven, más bien soy tragaños, porque algo he oído de las gentes que usted mencionó, y de la casa de don Desiderio, ¡claro que me acuerdo! Siempre, desde niño, me llamaba mucho la atención que una persona pusiera su nombre al frente de su casa como marquesina de cine; pero ahora caigo en cuenta, con lo que usted apuntaba, que el nombre no era por lo de la farmacia. Yo conocí a un señor llamado Mario Guevara, hijo, según sabía, de don Febronio, ese mismo que usted mencionó como Ladrón de Guevara. ¿O me equivoco?

—No, de ninguna manera; es el mismo, el mismo, sólo que ya sus hijos se quitaron el “Ladrón de”. Y conocí también a Mario, hijo de don Febronio y sobrino de don Primitivo Guevara, que era todo un personaje de leyenda.

—¿Quién, don Primitivo o Mario?

—Los dos, hombre, los dos. Pero cuando te digo que era todo un personaje de leyenda me estoy refiriendo al tío, a Primitivo, pues a Mario lo conocí y traté mucho, era de mi camada; si vive tendrá la misma edad que yo.

—Pues no, yo al que en realidad conozco y he tratado es a don Mario Guevara y puedo decirle que es todo un inventor. “Se le guisa aparte”, como luego dicen. ¿Conoció usted sus inventos?

—¿De quién?

—¿Pues de quién habría de ser? De don Mario.

—No, acuérdate que te dije que lo conocí de muchacho y que tengo más de cuarenta años que no sé nada de tu pueblo.

Era sorprendente observar la vitalidad y carisma de mi interlocutor y compañero de viaje, quién no dejaba de hablar y hacer ademanes. Debería andar frisando los setenta años, o lo mejor más, porque en realidad se veía muy bien conservado, sobre todo por su cutir terso y la vivacidad de sus ojos. Con todo su pelo, peinando ya algunas canas entreveradas, vestía de manera pulcra y el aroma de su loción, discreto, lo hacían una persona afable, culta y dueña de la situación. De complexión delgada, tez blanca y facciones finas; a lo que se veía, pues iba sentado, de buena estatura, debía de ser una persona de posibilidades económicas con el futuro resuelto.

—Bueno, sí— le contesté, haciendo un intento por terciar en la conversación—, ya me quedó claro, pero déjeme que le platique de los inventos de don Mario. Los tiene de todo tipo: lo mismo inventa una cafetera novedosa que elabora un extracto de café de greca, que con solo tres gotas tiene usted para preparar un excelente café con leche. Construye, él personalmente, unos ceniceros increíbles. A mí me lo demostró una tarde que me invitó a saborear su delicioso licor de café. “Toma un cigarro —me dijo, y él mismo me lo encendió—. Ahora inhala bastantes veces, dale el golpe, pero no lo muevas ni tires la ceniza”. Cuando ya tenía consumido casi la mitad del cigarro, con cuidado y tratando de que no se desprendiera y cayera la ceniza, me acercó un cenicero de madera que más bien parecía un receptáculo para lápices y me dijo: “Mete aquí el cigarro y cuenta hasta tres”. Así lo hice y quedé sorprendido al ver que no salió nada de humo, se apagó en segundos y, cuando lo saqué, la ceniza estaba dura, como petrificada. “¿Qué te parece —me dijo—. ¿verdad que son ideales para lugares cerrados y se acaba el humo y no huele a tabaco?”.

—También inventa encendedores. Yo guardo uno en mi casa de Altotonga y no es sino un simple soldadito de plomo apuntando con su rifle adherido a una base de madera. Usted sólo tiene que presionar un botón que lleva a un lado de la base y el soldadito lanza una llamarada por el cañón del rifle. Ingenioso, ¿no es cierto? Destila licores de todo tipo, construye máquinas para buscar tesoros y agua y para él nada es imposible. A una cafetera que inventó cuando nació Chabelita, la primogénita de su segundo matrimonio la bautizó como a la niña: Isabel, con la diferencia de que la cafetera lleva el nombre de “Isabel-Mex”.

—En una ocasión que estuve con él hasta altas horas de la noche, jugando dominó y conociendo algunos de sus trucos de cartas, probé todas las muestras de licor que tenía a mi alcance: de cereza, de café, de guanábana, de nanche, de ciruela, de azahar, de naranja, de todos. El de naranja era todo un Grand Marnier y el extracto de café supera con creces al famoso Kalhúa de patente. Aquella madrugada llegué a mi casa a gatas y no podía subir las escaleras. ¡Ah!, don Mario tiene otra cosa muy interesante: es un gran ajedrecista y, como además es todo un consumado radioaficionado, juega partidos de ajedrez por radio hasta Argentina. ¿se imagina usted, jugar ajedrez por radio de Altotonga a Buenos Aires? Sólo Mario Guevara es capaz de hacer esas cosas.

—Oye, por lo que veo, tú y yo hemos hecho buenas migas. Todavía ni se mueve el autobús y a nosotros no nos para la boca.

—Mucho mejor, así el viaje nos será grato y el recorrido ni siquiera lo sentiremos.

—Me estaba acordando, ahora que me platicas de Mario Guevara, ¿sabes tú por qué a ese barrio donde viven ellos se le conoce como el barrio de La Palma?

—No, en realidad no sé y da la casualidad de que yo vivo, o mejor dicho, mi familia vive en ese barrio.

—Pues a que ese es o era el barrio de los maridos oprimidos. Ahí, según reza la conseja popular, las mujeres les pegan a sus maridos. Ellas mandan. Por eso es el barrio de La Palma, pero de la palma de la mano, porque en Altotonga nunca han existido las palmeras. Eso no quiere decir que no se pueda dar o aclimatar algún tipo de palma, sólo que la del barrio de la Palma, no se refiere al reino vegetal, sino a la palma de la mano de las señoras opresoras de sus maridos. Cómo me acuerdo cuando le comenté a don Emiliano Bello la anécdota, porque él vivía en el centro del barrio de la Palma. Se me quedó viendo directamente a los ojos con una risita burlona y una mirada pícara y me dijo: “Así es, amigo Benavides, así es, la excepción confirma la regla y yo soy la excepción”. Le provocó tanta risa mi ocurrencia, que le dio un ataque de hipo. Según los díceres del pueblo, aquel buen señor era algo serio con las damas.

Este don Emiliano Bello era un hombre de empresa porque, aparte de poseer varios ranchos, era muy emprendedor. Él, junto con don Pedro Niembro, un español radicado en Altotonga, echó a andar una hidroeléctrica sobre el río de Pancho Poza, que proporcionaba energía eléctrica, además de a Altotonga, a Perote y Las Vigas. También incursionó en la rama de hilados y tejidos, cuando, al estallido de la Revolución, los señores Pradal abandonaron la fábrica. No, si en tu pueblo había personas de gran valía. Si lo sabré yo, que cada mes pasaba, por lo menos, cuatro días por ahí echando novia.

Cuando yo visitaba seguido Altotonga me sucedió una cosa tan inexplicable, que ni al paso de los años he logrado descifrar el misterio. Figúrate que un día, para ser precisos un sábado por la tarde, sin acelerar el paso pero con cierta prisa porque sólo me quedaban unos minutos para abordar mi camión, ya de regreso a Misantla, me detuve al oír la mención del nombre Primitivo Guevara, con un aire de tristeza, por un grupo de personas congregado al terminar de subir la calzada del Paraíso. Estaban muy circunspectas y cuchicheaban de una manera extraña; algunas mujeres hasta sollozaban con sentimiento y las lágrimas les escurrían por las mejillas. ¿Qué pasaría?, me pregunté en silencio y decidí acercarme al grupo para escuchar de viva voz lo que acontecía:

—Dicen que le entró rete harto sueño—   comentó doña Candelaria, una santa y devota mujer vecina de la calzada y amiga de doña Petra, la esposa de don Primitivo.

—La comida caliente le cayó pesada en los meses del calor— aclaró otra persona que no alcancé a distinguir entre el grupo.

—Se metió a la cama un mediodía del mes de junio, buscó su rosario y, con la parsimonia de un santo, comenzó a rezar el Ave María— asentó otra mujer.

—Sí, así tenía que ser, si era un santo el hombre.

—Y un consumado poeta, oiga usted— interpeló Santiago González.

—Se fue quedando dormido en el sopor de la tarde hasta que se le acabó el resuello— siguió diciendo la maestra Etelvina, prima de Leonides, mi novia. Actuaba, gesticulaba y más parecía que declamaba, con la vehemencia que expresaba las palabras.

—Se detuvo el reloj y, con él, los tiempos de antaño se quedaron grabados en los recuerdos de los habitantes— volvió a decir Etelvina en tono poético—. Se murió la memoria del pueblo y su gracia innata de juglar se apagó para siempre— terminó diciendo, al momento que el llanto ahogó sus palabras.

—¿Ya se enteró usted de la infausta noticia—  me preguntó doña Clara, una vecina de don Primitivo.

—¿De cuál?— le dije, fingiendo que no había oído nada de aquella emotiva y casi sesión literaria de plañideras y compungidas declamadoras.

—Se nos fue don Primitivo Guevara, se nos fue.

—¿Don Primitivo Guevara? No puede ser. Hoy por la mañana charlamos largo y tendido acerca de las tradicionales fiestas del barrio de la Palma, de los deslucidas que habían resultado en los últimos días de mayo. “Te voy a mostrar unos programas de los que yo mandaba imprimir, para que veas lo bonito que eran” —me dijo—. Tanto, que ni me despedí; quedamos de tomarnos un café por la tarde y continuar nuestra conversación.

—Pues el café se lo tendrá que tomar usted en el velorio, porque don primitivo se nos fue. Así es la vida, joven, acuérdese que para morirse el único requisito es estar vivo.

La plática se volvía amena y se desarrollaba con entusiasmo cuando el autobús, que ya transitaba sobre la carretera de México a Puebla, hizo una parada a la altura de Río Frío.

—¿Qué sucede?, ¿adónde llegamos?

—no lo sé, debe de ser una parada de rutina para que los pasajeros que quieran ir al baño lo hagan, o a lo mejor se detuvo a revisar las llantas o algún desperfecto.

—¡Qué caray, tan bien que íbamos!

—Sí, pero esto es rápido, don Pancho, no se apure.

—Oye, ¿cómo me dijiste que te apellidas?

—Arcos Alfonso, don Pancho.

—¿Tú papa seguramente se apellida Arcos y Alfonso tu mamá? ¿O no?

—¡Ah, qué lógica la suya, don Pancho?

—No, lo digo porque tuve una novia de apellido Alfonso y la quise muchísimo. Tanto, que nos íbamos a casar, pero como sus padres no me querían se la llevaron lejos de Misantla.

—¿No se le murió a usted la novia en Altotonga?

—Sí, pero eso fue después de Leonides y sucedió en Misantla.
Alicia se llamó el amor de mi vida, Alicia Alfonso, por eso, siempre que escucho pronunciar el apellido Alfonso siento nostalgia por ella. Pero tu madre bien podría ser mi hija. No, no, qué disparates pienso. Además, me imagino que tu mamá no se llama Alicia, ¿verdad?

—No, mi madre se llama Luisa Fernanda. Y a todo esto, ¿a qué viene tanta pregunta acerca de mi familia?

—Nada, sólo que pensé que podría ser…

—¿…ser qué?

—Nada Jaime, nada. Es que desde hace rato vengo observándote y tu risa se me hace conocida, como si tuviera un aire de familia, pero olvídalo y volvamos a lo que te estaba contando. ¿Luisa Fernando, dijiste?

—Sí, Luisa Fernanda se llama mi madre.

—Bonito nombre, muy español y muy de zarzuela. A mí, de joven, me gustaba mucho la zarzuela y hay una muy alegre que se llama así. ¡Qué coincidencias! ¡Qué coincidencias! Incluso Alicia y yo, en nuestros planes, habíamos pensado que si algún día, ya casados, teníamos una hija, le pondríamos ese nombre ¡Qué coincidencias, no te parece!

—Pues no sé, don Pancho, en la vida siempre hay coincidencias. Fíjese, en Altotonga, yo conozco a dos muchachos de mi edad que, curiosamente, se llaman Jaime Arcos, sólo que yo soy Arcos Alfonso y ellos son Arcos Díaz y Arcos Luna, ¿no es una rara coincidencia, sobre todo en un pueblo chico?

—Mira que sí es una rareza eso que me platicas, pero volviendo a lo nuestro, como te decía, esa aventura o mala noche que tuve cuando murió don Primitivo Guevara todavía la recuerdo y, a veces, hasta siento escalofríos nomás de acordarme. Oye, y tu abuelo materno ¿cómo se llama?

—Sí, el papá de tu mamá.

—Ahora que lo dice, caigo en cuenta de que nunca conocí, tuve u oí hablar de él; ése es uno de los grandes secretos de la familia.

—¿Tu mamá nunca tuvo papá?

—No, aunque le parezca raro, no lo tuvo, ni le conoció; claro, alguien debe haber sido, pero ella reconocía como su papá a su abuelo, a quien llamaba Papá Joaquín.

—¿Papá Joaquín, dijiste?

—Sí, ¿acaso dije algo malo?

—No, no, no me hagas caso, son preguntas de viejo impertinente. ¿En qué me quedé?, ¿En qué estábamos?

—Se quedó en que supo usted de la muerte de don Primitivo Guevara

—¡Ah, sí!, ya me acordé. Pues ahí tienes que ya no me fui para Misantla, de inmediato me dirigí a las oficinas de teléfonos, que estaban en los bajos de la casa de don Grasciano Villa, y me comuniqué con mi madre para avisarle que me tenía que quedar al velorio de un amigo muy querido y que llegaría a allá como el martes o miércoles. Yo siempre avisaba, mi madre estaba primero.  A mí no me costaba trabajo avisar y sabía que, de esa manera, ella no se preocuparía. Antes de regresar pasé al hotel Sojo a comunicarles que no desocuparía la habitación y me encaminé hacia el Paraíso. La mamá de Leonides me invitó a comer y me hizo el favor de prestarme un saco negro y una corbata oscura de uno de sus hijos, porque antes qué esperanzas que se presentara uno a un velorio sin saco y corbata. Había que guardar la compostura, además de que el difunto merecía respeto y consideración.

Don Primitivo era gente muy querida y, en realidad, todos en el pueblo sintieron su muerte. Con él nunca te aburrías. Siempre estaba contando cuentos e historias y era el centro de atracción de todas las miradas en cualquier reunión y tertulia. A don primitivo le gustaba mucho declamar y componía versos que llegaron a ser del dominio público. Hay uno, en especial, que aparte de jocoso es ingenioso; a él le gustaba recitarlo cuando se echaba sus copiosas y andaba tomadillo, que era muy seguido:

Altotonga, ciudad bravía,
donde hay cincuenta cantinas
y ninguna librería.

—Así declamaba de cantina en cantina y mientras echaba las cartas, departía con los amigos su extenso repertorio de cuentos y chascarrillos al calor de un aperital batido. Le gustaba admirar a las muchachas jovencitas y,   cuando pasaba junto a ellas, respiraba hondo para aspirar su perfume y suspiraba de esta manera: “Ay, hijas mías, quién tuviera cincuenta años menos”. Y cuando alguna volteaba o se sonreía con él, les recitaba su verso favorito:

Lina flor de pitaya,
hermosa flor de garambullo,
este corazón es tuyo,
¡pero vaya!, ¡pero vaya!

—por eso la mayoría de las gentes del pueblo lo conocían como el “Tío pero vaya” y era todo un personaje que vivía en tu barrio, el de la Palma, también famosos, como ya te contaba, por ser el barrio de la nalgada. Esto lo sabía muy bien don Primitivo, pues cuando su mujer se daba cuenta de que no estaba en casa, se daba a la tarea de buscarlo en todas las cantinas del pueblo, a lo que él decía con mucha gracia e ingenio: “Si viene Petra, estoy perdido”, y casi siempre lo encontraba y lo llevaba de regreso a casa.

—ese día era una fecha triste para el pueblo. Altotonga había perdido a su relator y poeta lírico más auténtico. Con el verso de las cantinas, don Primitivo no andaba nada errado. En mis tiempos, cuando yo visitaba Altotonga, que ya te platiqué fue hace cuarenta años, eran de fama varias cantinas: la de doña Guadalupe Martínez; la de doña Estelita Aburto; la de doña Amalia Bello Sayago; la de Tía Cunda; la cantina del Toril; la cantina de La Frontera, que atendía Porfirio Romero y que era la que más frecuentaba don Primitivo Guevara; la cantina de la Pasadita, allá por el barrio del Puente Juárez, que administraba doña Gloria Enríquez, esposa de don Albino Jorge. Por cierto que la palomilla de amigos le echaba la broma a don Albino, pues decían que todas las mañanas su señora lo despertaba con el siguiente estribillo. “Párate, Albino” y le daban el sentido de chascarrillo. Es curioso, fíjate, la mayoría de las cantinas estaban administradas por mujeres. ¡Y vaya que eran de temple todas!   

—¡Ah!, pero a usted le faltó mencionar una cantina muy popular, la de doña Alicia. Sí, al empezar a subir para el barrio de la Loma. Ahí hay ahora una gran escalinata de concreto que conduce hasta el panteón y termina precisamente a un lado de la Cruz del Apostolado.

Esa gran escalinata se construyó gracias a la determinación de doña Consuelo Mora, una señora muy linda, amiga de mi abuelita. Ella organizó a la gente, colectó dinero, hicieron rifas, bailes y, con la ayuda de un importante funcionario de la Secretaría de Obras Públicas, que era amigo de doña Consuelo desde niño, pues ese señor ingeniero, según sé, de nombre Luis Bello Rojo, era de aquí coincidentemente, hijo de ese señor Emiliano Bello que usted mencionó, ¡fíjese, hasta de aquí de la Palma” él mandó a hacer los planos y les regaló el cemento; las gentes del barrio pusieron la varilla y pagaron la mano de obra.

—¡Vaya!, si que estás bien enterado, muchacho.

—también sé, que doña Consuelo es hija de don Ramón Mora, el famoso fotógrafo de quien me habló.
Hoy en día, cada Domingo de Ramos, al iniciarse la Semana Santa, de ahí parte la procesión solemne de las palmas, antes de misa de doce. ¡Si viera qué bonita se ve la escalinata llena de gente! Y también le faltó a usted mencionar, ahora que me acuerdo, la cantina de “El Nido del Jabalí”, de don Clemente Villegas, famosa por estar abierta desde las dos de la mañana, para salvación y alivio de los crudos. En eso, ¡vaya que tenía razón don Primitivo! En Altotonga, hay cuadras donde te topas hasta con cuatro cantinas. Para no ir más lejos, en mi barrio hubo un tiempo en que funcionaban cinco cantinas y eso sin tomar en cuenta todas las piqueras disfrazadas de fonda donde venden tés con aguardiente, aparte de las pulquerías, porque ésas son otro cantar.

—Bueno, don Pancho, pero pasando a la historia que según me iba usted a contar y que me comentó primero y que nunca acabamos, porque usted le da tantas vueltas al asunto y no llegamos a ningún lado, ¿qué sucedió?

Ya me platicó de don primitivo Guevara, de la zarzuela, de las cantinas y nada con lo que dizque le sucedió a usted aquella noche.

—Ya merito, ya merito, no seas tan desesperado. Estuve en el velorio como te decía, hasta pasadas las tres de la mañana y el sueño y el hambre me hicieron buscar un mesón que a esas horas estuviera abierto. Ya era la madrugada del domingo y, con tanto aire cálido que había bajado de sur a norte, comenzaba a subir la niebla fría del norte, de ésa que tú ya conoces. De una noche tibia y estrellada, pasamos a un amanecer frío, casi gélido, como resultado del rebote del aire. La brisa me azotaba la cara y, cubierto con un abrigo que me prestara Samuel, hermano de Leonides, caminé por las calles pegado a la acera y en cada esquina o bocacalle me subía la solapa del abrigo para que no se me congelaran las orejas. En pleno mes de junio, la temperatura había descendido a cero grados. Recorrí varias calles de subida y de bajada y, entre lo espeso de la bruma, no alcanzaba a distinguir ni los faroles del alumbrado público. Era una madrugada helada en la que, salvo el sueva silbar del aire que se deslizaba por las cornisas de los techos, no se veía ni oía nada. Perdí la noción del tiempo y la niebla me arropó en un helado manto blanco que me entumeció la conciencia. De pronto, no sé de dónde, crujió una puerta al abrirse y se escuchó el rechinido de las bisagras, oxidadas por la humedad y la falta de grasa. Pegué un grito y di un salto y, luego luego, se me puso la carne de gallina: chinita, chinita. Un escalofrío recorrió mi cuerpo entero y empecé a sudar de manera copiosa bajo aquel abrigo de lana.

—¡Quihubo, joven!, ¿Qué está haciendo tan temprano?— exclamó alguien. La voz, trémula, salió de una oquedad oscura y poco a poco se fue acercando y, en lo espeso de la niebla, comenzó a brillar la luz amarilla de una vela—. Todavía es de noche y está usted recuerdo, jovencito— me dijo. Armándome de valor le respondí.

—¡Híjole!, con esta oscuridad y esos ruidos, hasta siente uno que se le sale el corazón por la boca. No la amuele, amigo, me acaba usted de dar un susto enorme. Parece usted, con el debido respeto, ánima en pena —le dije—. Salir con este frío y en esas trazas. Con esa vela que trae en la mano parce un fantasma.

—¡Qué quieres, hijo!, ¡qué le voy a hacer! Es domingo, día de plaza, ni modo, no me queda otra que levantarme temprano.

—Sí, pero no tan temprano. No exagere la nota. Figúrese, en el reloj de la iglesia apenas acaban de dar las cuatro de la mañana y usted arriba.

—Como viene mucha gente de fuera, tengo que ayudarle a mi mujer a abrir. Tú sabes, los campesinos se levantan muy temprano y después de dos y tres horas de camino, a las seis de la mañana ya están tocando el zaguán del mesón porque quieren beber. Ni modo, hay que trabajar. ¿Y tú? ¡Por qué levantado tan temprano?

—¿Yo? ¡Qué va!, ni siquiera me he acostado, y precisamente andaba buscando un lugar donde tomar café y comer algo picosito.

—¡Vaya, hombre!, así que estás crudo, o mejor dicho, vas para crudo. Pues verás, café siempre hay en la cocina, algo de pan, pero de almorzar, lo que se dice almorzar, no. Necesitas esperar un poco a que llegue la molendera y comience a echar tortillas. A ti lo que te hace falta es una buena salsa con huevo y tortillas calientitas acompañadas de unos frijolitos de la olla con epazote, y hasta vas a sentir que resucitas. Pero pasa, hombre, pasa. Si te quedas ahí parado otro rato, aparte del susto, te congelarás con el aire frío que sopla. Tuviste suerte de que no te encontraran las viejas desveladas esas, las del Rosario de Aurora, que andan en la calle desde las cuatro de la mañana y ya ves que son rete argüenderas. No sabes la de cuentos que inventan y la de chismes que arman. Si te hubieran visto, la primera en saber que andabas de parranda, sería tu novia. Menos mal que cuando tú apareciste por aquí, ellas acababan de doblar en la esquina y bajaron por la calle de la Cruz Verde en dirección de la iglesia.

—Y a todo esto, ¡cómo sabe usted que tengo novia, si nos acabamos de conocer? —le dije sorprendido—. ¡Ah!, es usted adivino.

—¡No, hombre! Adivino no, pero si soy observador y ahora mismo estaba haciendo memoria de que te he visto en casa de mi hermana, precisamente la mamá de Leonides, mi sobrina.

—Oiga, pero yo a usted no lo había visto nunca y no recuerdo haberlo conocido en casa de Leonides.

—Tú a mí no, pero yo a ti sí. Así son las cosas. Yo soy Juan Sebastián Aparicio, hijo. Soy el hermano mayor de la madre de Leonides, tu suegra, bueno, tu futura suegra, porque supongo que se van a casar, ¿o no?

—¿Y a usted quien le dijo que yo ando de parranda? —le pregunté, más sorprendido aún—. Por eso se hacen los chismes. Vengo de un velorio, que es muy distinto. ¡A poco no sabe que falleció don Primitivo Guevara?

—¿Quién?

—Sí, don Primitivo Guevara, el “Tío pero vaya”.

—No, eso sí no lo sabía. Yo me entero cuando pasa el cortejo fúnebre frente a la casa y entonces pregunto: ¡Quién se murió? Y dependiendo de la amistad que haya yo llevado con el finado, decido si me sumo al cortejo o va mi mujer. Que de todos modos ella va a todos los rezos: a los nueve días, a la misa de nueve días, a la misa de cuarenta días, al cabo de año, y así sucesivamente, hasta los tres años. Hay familias que acostumbran celebrar hasta los cinco años de muerto y en cada celebración, aparte de los rezos y la misa, te invitan a comer. ¡Qué barbaridad con esto que me dices! Yo no sé cómo no me enteré. Me voy a apurar para ver si puedo a las cinco de la mañana, que es cuando menos gente hay y se requiere la presencia de los verdaderos amigos. Aunque te diré que tengo más ganas de dormir que de salir a la calle, pues con el escándalo que arma el viejerío del Rosario de Aurora, no he dormido. Hace rato, cuando pasaron por aquí, estuvieron tocando con una campana desafinada mero enfrente de la ventana de mi recámara y más que campana, sonaba como cencerro viejo. Luego empezaron con sus letanías y rezos rebuscados de “Virgen santísima antes del parto, en el parto y después del parto”, que la mera verdad, dan risa. Son re necias. A toda costa querían cargar con mi mujer en su peregrinar por las calles, hasta que salí y las puse en su lugar. ¿Y crees que una de ellas, la hermana del cohetero del barrio del Centenario, se me puso al brinco? “Ya, viejo caguamo —me dijo— . ¿No te alcanzó la noche entera para hacerle el amor a tu mujer?  Déjala salir, al cabo al rato te la regresamos”. —y de pura muina, que les echo un cuento. ¡Hey tú, Engracia!, ¿ya sabes lo que dice el señor cura de las rezanderas empedernidas como ustedes? Y, luego luego, se oyó una retahíla de maldiciones y chines. ¿Qué pasó?, les dije, ¿no que muy santas? ¡Ah!, pero déjenme platicarles: según se sabe, el padrecito anda contando que en la procesión del sábado, cuando ustedes llevaban en andas la imagen de la Purísima Concepción, les dijo: “¡Momento!, me hacen el favor de que la que no sea señorita, no cargue la imagen”.  Y dicen que un silencio sepulcral se apoderó del templo y, lentamente, un susurro de menos a más, que se convirtió en un secreto a voces, se escuchó por todo el lugar. Todas se miraban y se decían unas a otras:

“No, pos yo ya. Pos yo también ya. ¿Y tú? Pues también ya”. Hasta que no hubo quien cargara a la virgen. ¡Qué tal! Yo seré viejo caguamo, pero ustedes no son tan señoritas que digamos. Y rápido se marcharon echando a sonar su campana y encendiendo cohetes como para despertar a todo el vecindario. Dios nos coja confesados con esas mujeres, ¿no crees? Pero pasa, por favor que ésta es tu casa. Puedes echarte un sueñito y dormir la mona hasta que esté el almuerzo, pues con tanto aire frío, en cuanto pongas la cabeza en la almohada te vas a quedar dormido.

Al invitarme a pasar, crucé el umbral del viejo zaguán y al fondo, a un lado de los macheros, entre el humo del carbón y el vapor de una gran olla de café, me sorprendí al ver a tanta gente que, hacinadas unas con otras como para quitarse el frío, a esa hora departían en animado murmullo mientras tomaban café y revisaban la carga de sus costales, rejas de fruta y huacales repletos de loza de barro.

—Oiga usted —le dije, sin salir aún de mi asombro al ver tanta gente reunida—, ¿y éstos, de dónde salieron? Si acaba usted de abrir el zaguán y solamente estábamos nosotros dos. ¿O me equivoco? Yo no vi entrar a nadie y resulta que el lugar está repleto; por dónde, dígame, por dónde o de dónde sacó usted a estas personas.

—Pues por atrás, Francisco, por atrás.

—¡Por atrás!— respondí.

—Sí, claro, por la parte de atrás del mesón hay una puerta que comunica con la calzada del Paraíso, por donde toda esta gente entra y se evita la subida tan empinada de la calzada y, sobre todo, le permite a mis clientes descargar sus bestias sin ser vistos; en especial lo digo por los que transportan aguardiente. Ya ves, no falta algún soplón que le vaya con el cuento a los inspectores de alcoholes y me clausuran el negocio. Toda esta gente sabe que el mesón de Juan Sebastián Aparicio es seguro.

—Y mientras me explicaba aquella situación, que a todas luces me parecía sorprendente, poco a poco el murmullo informe se fue traduciendo en diálogos entrecortados, con un marcado acento de las congregaciones de  Mecacalco,  Coahuixtepec, Paxtepec, Chichicapa y Juan Marcos.

—¡Buenos días!

—¿Cómo amaneció su merced?

—Tantito bien, oiga usted. No nos podemos quejar.

—Vaya usted, que bueno. Tanto mejor si se ve usté sano.

—Sí, cómo no, cómo no.

—Digo, ¿viene usted de p’arriba o va p’abajo?

—Pase, pase, para que se entibie usté frente al anafre. Descanse y ponga los huacales por ahí en el suelo.  

—Oiga usté, ¿ya bebió? Venga usté a beber. Un cafecito caliente endulzado con piloncillo le caerá bien a usté. Ande, tenga usté su pocillo.

—este café está rete bueno.

—Ande, usté, beba. En esta canasta hay pan para que lo sopee. Tómelo con confianza.

—Merezca usté.

Todo aquello me pareció irreal y se me antojó imaginar que el tiempo estaba suspendido y que yo observaba todo desde otra dimensión, cosa que acentuaba el denso ambiente que percibía al respirar el sudor de los pies llenos de lodo, la humada, los humores de hasta ocho días sin baño mezclados con el olor del café y el aguardiente que amainaban el frío y quitaban un poco el cansancio.

—¡Qué locuras las mías! —pensé, en tanto que al mesón entraban y salían gentes, personajes sin nombre, caras sonrientes, rostros enigmáticos, pues sin duda el tiempo transcurrido sin darme cuenta desde mi legada hasta ese momento. No supe en qué rato Juan Sebastián se apartó de mi lado y me veía desde lejos. Al buscarlo entre la multitud, de repente su mirada se cruzó con la mía y, haciendo un ademán, me gritó para que lo escuchara: “¡Ahorita te atiendo, Francisco y seguimos platicando!”, y en cuestión de segundos se colocó a mi lado.

—¿Cómo ves mi negocio? —me dijo poniéndome las manos sobre mi espalda y, jalando un banco, se sentó junto a mí—. Aquí el tiempo pasa despacio y las horas rinden más que en la ciudad porque en el campo amanece más temprano; pero también temprano se acaba el quehacer. En el invierno, a las siete de la tarde se merienda y se mete uno en la cama para poder levantarse al otro día a las cinco de la mañana. Es una cansada y larga jornada que comienza en la penumbra del alba y se termina cuando la luz se ha ido. Hoy, aunque está nublado y hace frío, el sol saldrá a las cinco y pronto podrás ver las calles repletas de gentes que transitan con su carga al hombro, jalando sus mulas y sosteniendo sobre sus cabezas los huacales llenos de aguacate y los cestos de fruta. Van y vienen a lo largo de las calzadas de acceso al pueblo. Tú, ya sabes, pues Leonides vive precisamente en la calzada que sube del Paraíso.

—¡Qué frío! —comenté mientras un escalofrío recorría mi cuerpo y agregué—: Me tocó la muerte chiquita. No acabo de calentarme y seguro que esta humedad y niebla es un norte que durará varios días.

—No, para nortes, los de antes —terció Juan Sebastián—. ¿Te acuerdas?

—¿Te acuerdas de los nortes que duraban hasta quince y veinte días?

No, tú que vas a acordarte, si todavía está tiernito. En mis tiempos, cuando yo era chamaco y asistía a la escuela de párvulos, hubo un año allá por el noventa y siete; sí, pero del mil ochocientos noventa y siete, amigo, en que no le vimos la cara al sol en tres meses. Todo febrero, marzo y abril llovió a diario. Durante ochenta y nueve días la niebla y el chipi chipi sentaron sus reales en Altotonga y toda la región. Ese norte comenzó el meritito primero de febrero. Se humedeció tanto la tierra que salía agua de todas partes y escaseó la leña seca para cocinar; sólo los que tenían almacenado carbón en sus casas no sufrían por falta de combustible. La ropa no se secaba y había que colgarla en una especie de sahumerios o cerca de alguna hoguera encendida para el caso; o en una pieza cerrada, alrededor de una estufa de leña, sobre alambres guindaban toda la ropa. Era tal el frío y la humedad —agregaba con vehemencia— que mi mamá, todas las noches antes de acostarnos, pasaba una plancha bien caliente, llena de brasas al rojo vivo, para que cuando nos metiéramos a la cama no la sintiéramos mojada.

Hablaba y hablaba sin parar y no me dejaba pronunciar palabra. Cuando yo hacía el intento de hacer uso de ella, me la arrebataba de la boca, como se dice, y seguía platicando sin cesar.

—Ahora los días de plaza ya no son lo que eran antes. Ni sus luces de cuando yo era chamaco.

—Bueno —le dije—, de eso que usted platica ya ha llovido algo —y le dio risa.

—No, si figúrate que antes —siguió diciendo de manera eufórica— Altotonga era importante y tenía un teatro donde se presentaban buenas obras y hasta aquí llegaban las compañías de zarzuela. Los domingos, en el parque, a la salida de Misa de doce, tocaba la banda de música que dirigía don Guadalupe Pineda, gran músico, que era la misma que amenizaba las corridas en la plaza de toros. Esos sí que eran buenos tiempos, no como ahora.   

—¿Corridas de toros? A poco ahora me va a inventar que en este pueblo había plaza de toros.

—Sí, muchacho, teníamos plaza de toros y la afición era grande y conocedora, aquí no había villamelones.

Y al verme el cansancio reflejado en el rostro, bostezar y casi dormirme parado bajo el influjo delos cafés con piquete, me dijo:

—Te estás durmiendo, si desde que llegaste te hubieras recostado, ya estarías como nuevo. Ven, te voy a abrir un cuartito que tengo como bodega, donde guardo café en grano, piloncillo y aguardiente, para que duermas un rato.

Dicho esto, echó su brazo sobre mi hombro y subimos por una escalera de caracol a un zarzo de madera donde, también de madera, tenía una pequeña bodega. Abrió el candado, quitó la cadena y a la mera entrada del cuarto, debajo de una gran imagen de la virgen de Guadalupe, estaba un catre sobre el que me tendí, al momento que él me echaba encima algunas cobijas. “Que descanses”, me dijo y desapareció tras la puerta. No sé en que momento me venció el sueño, ni cuánto tiempo transcurrió hasta que desperté en medio de aquella horrible pesadilla.

—Pero, ¿cuál pesadilla, don Pancho, cuál?

—Ahora, verás: Al quedarme dormido, de repente, me vi envuelto en un gran manto de niebla, tan blanca que resplandecía con una luminosidad poco usual y no me dejaba ver. Me tropecé y al caer me di un fuerte golpe en la frente, y la sangre que me escurría por cara y cuello, al contacto con el frío me estiró la piel al congelarse sobre mi rostro. Al incorporarme, entelerido por el frío y el dolor, unos ojos inmensos, monstruosos, me miraron de frente y, con cierta ironía, se burlaban de mi estado. Corrí entre hierba húmeda que me cubría hasta la cintura y en segundos me dejó la ropa empapada; los ojos me seguían de cerca. Oía voces, risas, carcajadas, cascos de caballo, mientras, fatigado en mi desenfrenada carrera, perseguido no sé por qué o por quiénes, exhausto caí  sobre un montículo de piedras que me cortaron las manos; al incorporarme, me di cuenta que aquellas supuestas piedras no lo eran, estaba tirado sobre cientos de huesos humanos y calaveras que, desde lo profundo de sus cuencos, me miraban  con sus dientes entreverados y despostillado; los ojos aquellos salían de una y otra clavera, ahora con cola de serpiente, y como sanguijuelas  se prendieron de mi cuello, asfixiándome y succionando mi sangre.

Traté de incorporarme y una y otra vez resbalé en el intento mientras, con todas mis fuerzas, trataba de zafarme aquellos pegajosos e inmundos animales. Agotado, me desplomé sin fuerzas en medio de una intempestiva lluvia, que más que lluvia parecía aguanieve que se colaba entre mi ropa y me entumecía el cuerpo al borde de la congelación. El agua me refrescó la conciencia y, de pronto, me sorprendí al verme tirado sobre una plancha de mármol que me helaba la espalda. Sobresaltado, me incorporé lentamente hasta quedar de frente a una gran lápida que tenía la siguiente inscripción: “Juan Sebastián Aparicio Méndez. 1891-1935.” Menudo susto me llevé al desertar tendido sobre una tumba húmeda y fría del viejo camposanto en medio de un torrencial aguacero. Al reaccionar, corrí hasta los portales de la casa de don Febronio Guevara y de ahí, por la misma acera, llegué a la cantina de doña Amalia Bello, donde me bebí casi medio vaso de aguardiente que me devolvió el alma al cuerpo. Ya no asistí al entierro, porque hube de guardar cama en el hospital por quince días debido a una fuerte pulmonía que, de milagro, no acabó conmigo. Mis padres llegaron de Misantla y me acompañaron en mi convalecencia, no lo podían creer: yo que iba por un fin de semana a visitar a la novia me quedé casi veinte días.

Ya restablecido y antes de regresar a Misantla, acudí a casa de Leonides, donde su mamá me confirmó que Juan Sebastián Aparicio Méndez, su hermano mayor, había fallecido en el treinta y cinco y no obstante que el camposanto lo habían cerrado en 1905, a su familia, como tenían la propiedad de la cripta, les habían permitido darle sepultura ahí. Su hermano toda su vida se había dedicado al negocio de mesones, bodegas y macheros para las bestias de carga.

—Oiga, don Pancho, hasta me hizo sudar con su historia, realmente me ha dejado usted completamente anonadado. ¿Y fue cierto? ¡No estará usted tratando de tomarme el pelo? Pues la mera verdad, de milagro no se murió; ahora entiendo porque no le quedaron ganas de volver a Altotonga, y con sobrada razón. La mayoría de las gentes de las que me platicó seguramente han muerto; las casas, como la de los Guevara, son puros paredones completamente derruidos, y quedan por allí algunos apellidos y uno que otro descendiente; aunque don Mario Guevara, en su segundo matrimonio dejó varios hijos.

¿sabe una cosa, don Pancho? Debería escribir todo eso que me contó para sus nietos, hacer unas memorias, porque así como me lo platicó, escenificado y todo, con esa vehemencia y claridad, quedaría un libro increíble. ¿Qué le parece mi sugerencia?

—No está mal; Jaime, no está mal. Ya me lo he planteado, pero a quién le voy a legar mis memorias si soy solo. Solo y mi alma. ¿A mis hermanos?, ya son todos mayores, con mis sobrinos no existe una relación muy estrecha que digamos, a quién le voy a dedicar mis memorias, a quién, dime.

—No sé, pero no me va anegar que sería una estupenda idea.

—¡Tal vez!, hay más tiempo que vida.

—¿No se molesta si le hago una pregunta, don Pancho? ¿Por qué nunca se casó?

—¿por qué?, porque le juré a Alicia que si no me casaba con ella, no me casaría con nadie y aquí donde me ves, no pierdo la esperanza de encontrarla todavía. Vive, sé que vive. este corazón de padre soltero me lo dice.

—Huy, don Pancho, discúlpeme, yo con mis impertinencias lo estoy poniendo sentimental.

—Qué quieres hijo, así es la vida, pero dime, y tú, ¿Por qué regresas después de diez años?

—En mi caso no hay nada que contar; amores desafortunados hay muchos, más vale un grito a tiempo que cien años de arrepentimiento, ¿no cree?

—vaya, ahora el que se está poniendo sentimental es otro.

—No, qué va. Eso ya pasó; por eso regreso a enfrentar la realidad sin miedo.

—Ojalá, hijo, ojalá. Volviendo a lo de tu familia, y perdóname que sea yo el que insista, has de pensar: este viejito es terco hasta la pared de enfrente, pero me has dejado muy intrigado con ese secreto de familia del que me hablaste hace rato. ¿Tú mamá siempre vivió en Altotonga? ¿Nació allí?

—Sí, siempre, sólo cuando estudió la profesional vivió en Xalapa; porque ha de saber que ella es abogada recibida y ejerce su profesión en compañía de mi papá, que también es abogado; tienen un bufete de asesoría legal en Jalacingo. Ellos se conocieron en la facultad de Derecho. Ah, mi mamá cuenta que de niña se iba a pasar algunos días, incluso meses durante las vacaciones, a Misantla con sus abuelos y luego, cuando éstos se fueron a vivir a juchique de Ferrer, iba hasta allá.

—¿Té abuela vive?

—Sí, a un lado de nuestra casa está la suya. Vive en Altotonga. Curiosamente, no siendo oriunda del lugar, decidió radicar ahí desde que nació mi madre. Ella es maestra normalista, ahora ya está jubilada y en el pueblo la quieren mucho. Según sé, y en Altotonga es lo que se dice, llegó muy joven, ya para nacer mi mamá, sola porque acababa de enviudar y nunca se volvió a casar, aunque tuvo varios pretendientes.

—¿Nunca se volvió a casar?

—No y aunque está apunto de cumplir sesenta y tres años, es una señora encantadora y no porque sea mi abuelita, pero es realmente bella.

—Y a todo esto, Jaime, no me has dicho como se llama tu abuela.

—¿Mi abuela? Ah, sí, se llama Raquel, Raquel Alfonso Covarrubias.

—¡Raquel Alfonso Covarrubias, dijiste! No puede ser, son demasiadas coincidencias y emociones para un viejo como yo.

—¿Qué dice, don Pancho?

—Nada, hijo, nada. Qué coincidencias, sólo eso.

A partir de ese momento, don Francisco Benavides enmudeció. De parlanchín y vivaz, pasó a taciturno y reservado y se metió en sus pensamientos, cerrando incluso sus ojos. Al pasar frente a la población de Magueyitos, me percaté de que pronto llegaría a mi destino y fijando la mirada hacia afuera, a través de los amplios ventanales, como queriendo gravarme las imágenes que se iban sucediendo una a otra, el paisaje seco se fue quedando atrás y comenzamos a descender por un camino rodeado de pinos.

La noche, iluminada por los espectaculares rayos de una luna llena resplandeciente, dejaba ver a lo lejos los caseríos de Ahueyahualco y Tepiolulco, dispersos entre las huertas de ciruelos y manzanos. Al pasar por Zoatzingo, la claridad hizo resaltar el viejo encalado galerón de la antigua embotelladora de agua mineral y mi mente voló hasta Inglaterra, donde fabricaban las famosas botellas de vidrio, gruesas y pesadas que tenían en su interior una canica de vidrio que no dejaba que se escapara el líquido ante la presión del gas: eran las famosas gaseosas de agua mineral de Zoatzingo. Metros más adelante pasamos la ´casa de don Ángel Mota, el último trabajador de la embotelladora que cerró sus puertas treinta años atrás. Él se quedó aquí y su casa, de cuatro aguas y techo de tejamanil, aún resiste los embates del viento y de la lluvia.

Llegamos a Pancho Poza y el río estaba ahí, cristalino y de corriente constante, deslizándose hacia el pueblo. Cuesta abajo, después de pasar a un costado de la Capilla del Señor Santiago —donde se fundó en 1617, parte del pueblo—, el autobús enfiló rumbo al centro, adonde se encontraban las oficinas de la línea camionera. Las doce de la noche y la temperatura, pese a lo que yo esperaba, era cálida y un viento fuerte y seco del sur se colaba por las calles golpeando las ventanas de las casas. Todo mundo dormía, mas sin embargo aquel constante golpeteo y zumbido parecía darme la bienvenida. Al detenerse el autobús, ya frente a las oficinas, en plena calle, don Pancho, al despedirse, me dio un fuerte abrazo y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No me hagas caso, así somos los viejos de ridículos. Cuídate; Jaime, tienes que rehacer tu vida, mírate en este espejo— me dijo sonriendo, con un dejo de tristeza.

Le anoté en una tarjeta la dirección y el teléfono de mi casa de Altotonga y de mi departamento en México. Él me dio su tarjeta y hasta en ese momento del trayecto del viaje supe que era médico. Vaya, pensé, qué cosas. Al bajarme, me apretó la mano y me dijo: “Pronto tendrás noticias mías”

Ya en la terminal, con mi maleta en la mano, observé como me seguía con la mirada y me decía adiós a través del vidrio de la ventanilla, mientras el autobús reanudaba su viaje cuesta abajo, después de haber tocado la primera escala de su recorrido.

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Hoy, de nuevo en México y con las heridas, espero con ansiedad la llegada de las vacaciones para ir a pasar el fin de año a Altotonga; a mi hijo Francisco, de apenas tres años de edad, le encanta ir al pueblo. Ayer recibí carta de mi abuelo, quien acaba de cumplir ochenta y cinco. ¡Vaya que es de buena cepa! ¿Cómo pasa el tiempo! En Mayo se cumplieron ocho años del viaje en que lo conocí y seis de haberse casado con la abuela, pues en aquella ocasión, regresó a la semana siguiente a buscarme, a conocer a mis hermanos y a pedirle a su hija, mi madre, de la que ignoraba su existencia, la mano de su mamá, Raquel Alicia Alfonso Covarrubias, ahora de Benavides.