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Fernando de la Luz

...De sobra sé que fui, soy y seré siempre el mismo...

...De sobra sé que fui, soy

y seré siempre el mismo...

Muerte en el río

Pobre Filemón, le dieron a bocajarro. En la meritita frente. Cuentan que le dijo “Te vengo a matar”, y con la pistola le hizo un hoyo que le atravesó el cráneo. Se le regaron los sesos. Dicen que fue una treinta y ocho; otros, que con una cuarenta y cinco. ¡Vaya usted a saber! Cuando cayó ya estaba nuerto. No se dio cuenta de nada. Su novia se quedó inmóvil, sólo un leve temblor en los labios dejaba asomar el pánico que se había apoderado de ella. Tenía la blusa manchada  y los huaraches, blancos, se le tiñeron de rojo.

—¿Quién fue?

—¿Qué pasó?

—¿Qué?

—¿A quién?

—¿… a Filemón?

—¡Mataron a Filemón!, ¡mataron a Filemón!

Y el murmullo se convirtió en pregón; la angustia, en histeria colectiva.

—Lo mataron a puñaladas.

—Le dieron un machetazo.

—Fue con una carabina.

—Con una escoopeta.

Platican que andaba metido en eso de la droga y que le gustaban harto las mujeres casadas. Cuando la noticia llegó a los manantiales, después de haber remontado todo el río, hablaban de varias muertes y de que la sangre había corrido a borbotones hasta oscurecer el agua.

Cómo les gusta el chisme. De boca en boca se enteró todo el pueblo, que se había reunido en un remanso del río, sobre una pradera de tréboles y berros, para asistir a la celebración de la misa de Resurrección. Iban a dar las doce, mediodía. El reloj del templo de Santa María Magdalena marcaba las once cuarenta y cinco.

—¡Háblenle al señor cura! —gritaban.

—Que le den los santos óleos.

—¡Auxilien a este pobre hombre!

—Ya para qué, si está bien muerto —gritó una mujer.

—Mejor ofrezcan la misa por él; sabrá Dios en qué líos andaría metido éste —comentó otra.

Del brazo de Alicia, Filemón brincó las piedras del río con los pantalones arremangados para pasar a la otra orilla, donde compraron dos helados de limón; de pronto, ante la sorpresa de ambos, tropezaron con un perro muy fino. Era un pastor alemán que, por lo bien cuidado y la placa que colgaba de su collar, debía pertenecer a personas adineradas; por supuesto el animal no era del lugar, Alicia nunca lo había visto y mientras se agachó a acariciarlo, el muy desvergonzado se comió su helado; lo engulló de un lengüetazo.

—Se ve que lo tienen muy consentido.

Cuando se incorporó, al oír los gritos y el alboroto de la gente el perro corrió río abajo, espantado por las detonaciones de la pistola. Todo sucedió en segundos. Cuando Filemón se desplomó, ella no sabía a ciencia cierta qué pasaba; alzó la cabeza y fijó la mirada en un hombre que vestía de manera estrafalaria, quien en ese momento arrojaba unos guantes de cuero al río y luego, a grandes zancadas, como trastabillando, se perdía entre la multitud. En medio de aquella confusión, el asesino los tomó por sorpresa y se escabulló en el monte. Nadie lo vio.

El día, caluroso y sin niebla, anunciaba buen tiempo después de un norte de cinco días.

—Nos van a salir hongos de tanto llover —comentaban algunas personas.

La tierra, empapada por la lluvia, vaporizaba con el calor del sol; una capa blanca de bruma cubría los campos. Los paredones y los muros de las casas sudaban y el tejemanil de los techos se ponía más claro al secarse. Por dondequiera se veía a las mujeres tender ropa y colgar las cobijas en los cercos para que se les saliera la humedad. Era domingo y todo mundo andaba en la calle desde temprano para comprar su recaudo y poder conseguir en las carnicerías los imprescindibles chicharrones y carnitas, que se acaban luego, para el almuerzo. Nadie se imaginaba lo que había de acontecer por el rumbo de Pancho Poza, allá donde el río se desliza por la pequeña cascada de Ahueyahualco.

Ese día, la luna se ocultó ya tarde, bien entrada la mañana. Los que la divisaron de noche aseguran que lucía un color rojo escarlata y la rodeaba un halo de resplandor brillante.

—¡Malo! Eso trae calamidades y se mueren los animales. Enfermedad, codicia y muerte son los malos presagios que se ciernen alrededor del halo de mala suerte en tres círculos concéntricos, y anoche los tenía —aseguró doña Catalina, que echa las cartas y lee los asientos del café a los parroquianos que frecuentan la cantina “El Chamizal”.

Ese día, Filemón no las traía todas consigo. Al levantarse temprano, como era su costumbre, sintió escalofríos y un intenso dolor de cabeza.

—Me va a dar gripe —murmuró entre dientes, mientras movía con la mano los visillos de la ventana para divisar cómo había amanecido el tiempo. Se pasó la mano por la frente y sintió que tenía temperatura, ¿o acaso sería porque acababa de levantarse?—. ¡Uf, qué flojera! —exclamó, al tiempo que se estiraba. “De buena gana me quedaba en la cama y me seguía de largo”, pensó; no en balde se sentía molido después de quince horas de camión desde Ciudad del Carmen, Campeche.

Aún somnoliento y cansado por el viaje, se sentó sobre la cama y dejó volar la imaginación, como solía hacerlo con frecuencia, fijando la vista en el calendario que colgaba de la pared de enfrente.

“Hoy acaba la Semana Santa”, pensó, y seguramente habría misa solemne en alguna margen del río, pues el cura había instituido la costumbre de oficiar la misa de doce del día al aire libre en el barrio de Pancho Poza, dizque para que vieran los protestantes y las otras sectas la cantidad de gente que se juntaba. Y él tendría que asistir y llevar a su novia, como lo había hecho los años anteriores.

Era pasante de medicina y prestaba sus servicios en una plataforme petrolera ubicada dentro de los límites de la Sonda de Campeche. Sólo contaba con un permiso de setenta y dos horas para bajar a tierra firmea y el se había aventurado hasta Altotonga; pasaría el día con su novia y por la noche saldría en el autobús de las doce.

“Ya era hora se sentar cabeza”, pensaba mientras caminaba de la mano de su novia. No le agradaba mucho la idea de ir a hablar con su abuela; en el pueblo eran muy chismosos y seguramente la señora tendría malas referencias de él. Nunca había ido a casa de Alicia. La conoció un domingo por la tarde en el parque y fue amor a primera vista. ¿Y si la convencía de que se fuera con él? Que no dijera nada. Así no habría necesidad de conocer a su abuela y mucho menos de hacer viaje especial  hasta donde vivían los padres de Alicia.

La idea no era descabellada. Si Alicia en verdad lo amaba, se iría con gusto; más aún, ahora que había logrado su planta en la empresa y su cambio a Salina Cruz, Oaxaca, había que iniciar una nueva vida. Partir de cero, sobre todo en un lugar donde no tenía mujeres ni se había metido con nadie. Todo esto meditaba. Se cuestionaba y se respondía en silencio. ¿Aceptaría Alicia? Después de comprar el helado se sentaría sobre el pasto a platicar y la convencería. Ya no hubo tiempo, la muerte se le adelantó.

Lo llevaron al hospital para hacerle la autopsia y lo tendieron sobre la plancha. La bala, de calibre cuarenta y cinco, le perforó el frontal y le salió bajo el occipital, por el cuello, atrás del cerebelo, en trayectoria inclinada, explicó el forense; posr tal motivo, se deduce que el asesino o era más alto que el occiso o le disparó desde un promontorio.

—¡Pero si fue a quemarropa!

—Seguramente el tipo debe ser de buena estatura —comentó el médico forense.

—Muerte instantánea —asentó el agente del Ministerio Público en el acta que levantaba sobre los hechos en una máquina de escribir desvencijada, que se encontraba sobre una mesita en un rincón del cuarto donde yacía sin vida el cuepo de Filemón.

—Nombre del finado: Filemón González González; sexo: masculino; edad: treinta años; estatura: un metro sesenta y cinco; piel: blanca; pelo: castaño oscuro; y como señas particulares, una cicatriz muy grande en el abdomen.

—¡Sí, hombre!, este pobre muchacho es el mismo que hace tres años por poquito matan

—intervino el médico—. Sí, yo mismo suturé las heridas. ¿No te acuerdas? Fue aquel que…

—Ah, sí, al que apuñaló en Jalancingo el maestro Andrés porque lo sorprendió en la cama con su mujer.

—Sí, el mismo, ya ni me acordaba. ¿Y qué fue de esa esposa infiel? Casquivana como ella sola.

—Dirás puta.

—No, no le digas tan feo, que ya es difunta también.

—¡Cómo!

—Se  murió el mes pasado, de una hepatitis mal cuidada.

—Oye, ¿y la muchacha no va a declarar?

—Ya declaró, pero eso y nada es lo mismo; pelo largo, un arete en la oreja y gafas negras para el sol. Eso fue lo único que declaró y se quedó muda. No habla nada. Quién sabe qué piense y lo que recuerde, porque ya ni llora, se le secaron  las lágrimas. Sólo observa por la ventana en dirección a Las Truchas, la congregación de donde vino hace dos años, Allá quedan sus padres y dos de sus hermanos.

—¿No tendría ésta un novio en la sierra? Todo puede ser. Esos campesinos de la montaña son muy atravesados y a lo mejor uno de ahí lo mató.

—¡Cómo crees! Ella lo hubiera reconocido de inmediato.

—¿Y si lo está encubriendo? ¿Y si fue uno de sus  hermanos?

—No, definitivamente no. Esa posibilidad no me parece acertada. Búscale por otro lado.

—No te olvides de la bien ganada fama de mujeriego y deshonesto del muertito. Habrá que solicitar infomación confidencial a Ciudad del Carmen. Yo no sé qué le vio esa pobre muchacha, ¿o no sabría ella la clase de fichita que era su novio?

—Bueno, tanto como fichita, no lo creo —asentó el médico.

—¿No? Tú mismo acabas de recordar cuando se salvó de milagro de que lo mataran por andar de seductor de mujeres casadas. Y no sólo eso, también se decía que era bueno para el chantaje.

—¡Oye, párale ya! Con el cuento de que ya está muerto y no tiene quién lo defienda, ahora sí le van a salir todos los defectos. Afuera aguarda la abuelita de la muchacha, doña Consuelo; hazla pasar para que declare.

—¿Para qué ¿Y qué va a declarar la pobre anciana, si ella no estuvo en el río? Además, tengo entendido que la señora conocía al muchacho sólo de referencias, por cierto nada halagüeñas. Tú ya lo sabes, así que no hay necesidad de ninguna declaración por parte de ella.

—Bueno, tal vez tengas razón, pero de todos modos déjala pasar, necesita acompañar a su nieta y convencerla para que duerma y descanse. Hoy ha sido un día terrible para esta inocente criatura. ¡Qué impresión!, que le maten al novio de esa manera y sin poder hacer nada. Se calcula que a esa hora y en ese tramo del río, en la ribera, había más de mil personas y nadie pudo ver nada. Todo pasó inadvertido.

Ya de salida, después de tantpo ajetreo, llegó el comandante de la Policía Municipal y detrás de él, unos policías traían a otro muerto en una camilla.

—Pónganlo ahí, muchachos. ¿Eso qué fue? Alguna borrachera, de seguro. ¿O lo mataron en algún baile? —preguntó el agente del Ministerio Público.

—No, mi jefe —repondió el comandante—, con la novedad de que en la carretera que va a Perote, a la altura de la congregación de Estanzuela, un tráiler sin frenos  chocó con un camión de pasajeros de la línea Papantecos. Hubo varios heridos y éste, que resultó muerto —dijo, al momento que jalaba la sábana que cubría el cadáver—. El chofer del camión se dio a la fuga.

El muerto traía en la bolsa de la camisa su credencial de elector, que lo identificaba como Anselmo Pérez Martínez, de cuarenta y cinco años, con domicilio en la calle de Juárez número setenta y ocho, de Ciudad del Carmen, Campeche.

—Ah, y como dato curioso, jefe —agrega el comandante—, aparte de que el difunto trae una arracada de oro en la oreja izquierda, tal parece que era cieguito. Se le rompieron los lentes y los ojos se le ven bien marchitos, como si los tuviera secos ya de antes. Si los revisa el doctor él verá que no miento.

—¿A qué hora fue el accidente, comandante?

—Pues como a eso de la una de la tarde; pero como no llegaba la patrulla de la Federal de Caminos, y usted dijo que estaba muy ocupado con otro caso, se complicaron los trámites. Ahí les dejo el muerto, yo me voy, tengo que pasar el reporte de todo a Xalapa, rendir el parte de novedades del día y aún no he comido. ¡Ah, se me olvidaba! Luego me da una copia con la informaciópn del muertito del río, porque el cabo que lo auxilió en las diligencias no ha regresado. Con tanto borlote ha de haber agarrado la jarra otra vez.

Los familiares se llevaron al muerto. Vinieron su padre y sus hermanos en la carroza de la funeraria. En su casa, se encerraron a piedra y lodo y no dejaron entrar a nadie. Lo velaron ellos solos, únicamente la familia. En el cementerio no llegaban a veinte los deudos. ¡Qué irónico! Una muerte pública y un entierro privado.

Después que lo enterraron, todos sus familiares se fueron del pueblo. No pusieron moño negro a la entrada de la casa y no hubo rezos ni nueve días. Nadie sabía nada. Algo andaba mal.

A los ocho días, por las calles del pueblo, desde las bocinas de un coche se dejaba escuchar:

“Entérese de la misteriosa muerte de un conocido joven profesionista de aquí, de Altotonga, al que mataron a balazos el domingo en el río de Pancho Poza… ¡Noticia, noticia! Lo insólito de este caso es que el asesino estaba ciego… ¡Noticia, noticia! Compre usted su ejemplar, sólo cuesta un peso a las puertas de este carro de sonido… ¡Noticia, noticia!”. Las gentes empezaron a juntarse alrededor del carro.