La tierra húmeda no es un lugar común, no sólo en la Literatura Mexicana, sino en gran parte de nuestro país, donde predominan el altiplano seco, las grandes llanuras semidesérticas y el desierto propiamente dicho. Comala, Ixtepec, Zapotlán el Grande, Parral, por ejemplo, son muy diferentes a Comitán y a san Cristóbal de las Casas, no obstante que las siete poblaciones han sido inmortalizadas por los grandes de nuestras letras. Es evidente que en México prevalece el paisaje que describen Juan Rulfo, Elena Garro, Juan José Arreola y Nellie Campobello, sobre del que nos narra Rosario Castellanos. El agua no es un recurso natural que abunde; además está mal repartida; en realidad, es un regalo de los dioses que la ubicación geográfica de nuestro territorio, entre dos mares, y su orografía escarpada, hacen posible con la ayuda de tormentas, ciclones y huracanes que, año con año, recargan nuestros mantos acuíferos.
Altotonga, dicen los geógrafos, es un puerto enclavado en las estribaciones de la Sierra Madre Oriental y comienza donde el altiplano inicia su bajada hacia el mar. Ahí donde chocan las nubes y el aire caliente se mezcla con el frío, al influjo de las corrientes de sur a norte y de norte a sur que bendicen la tierra llenándola de humedad. La lluvia, menuda y constante, ese chipi chipi que determina el medio ambiente y produce la feracidad del suelo, imprime un sello especial a la cultura mestiza de sus gentes, a todos sus usos y costumbres.
Al escribir estos diecisiete cuentos —que se desarrollan en Altotonga, ciudad y municipio del mismo nombre— y agruparlos bajo el título De la Tierra Húmeda, he querido rescatar un poco las maneras de pensar, ser y actuar de las gentes de esa amada región de la zona centro-norte del estado de Veracruz y plasmar su cotidianidad para que no pase desapercibida, ahí donde mis raíces se remontan a más de cinco generaciones atrás de mí: las de Rodrigo Bello Bello, Rodrigo Bello Toscano, Luis Bello Arcos, Emiliano Bello Rodríguez y Luis Jorge Bello Rojo y, a las cuales, mis hijas: María Eugenia y Esther y, mis nietos: Luis Fernando, María Gabriela, María Fernanda, Guillermo de la Luz, María Esther y Adriana, le han agregado dos más; comenzando por introducir al lector, especialmente a las nuevas generaciones de altotonguenses, a ese ambiente festivo, religioso y pagano de los días de plaza que envuelven, no sólo a todos los pueblos de México, sino del mundo entero.
Fernando de la Luz