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Fernando de la Luz

...De sobra sé que fui, soy y seré siempre el mismo...

...De sobra sé que fui, soy

y seré siempre el mismo...

Grivaldo

A los eternos y siempre pintorescos viejos raboverdes de todos los pueblos del
mundo; a los presumidos e ingenuos mujeriegos; a los donjuanescos y caballerosos
cincuentones; a todos ellos, para que no estén tan seguros del recato, la tradición y
la fidelidad de sus amantísimas esposas.

Él nunca había visto a una mujer desnuda; a contraluz, sin distinguir los rasgos de la cara, miró cómo el cabello le caía hacia el frente, dejando oculta la parte de los pechos, de los que asomaban los pezones color púrpura como fresas silvestres maduras. Lo verde del pasto y la luminosidad del día hacían resaltar la blancura de su piel y acentuaban lo negro de su vello púbico sobre el monte de venus coronado de deseos. Despertó de manera precoz y aquella piel joven dio rienda suelta a su eros en busca de sensaciones nuevas. Tenía quince años y con ella se estrenó.  Jamás imaginó que le sucediera aquello. Salió temprano, como era su costumbre durante el verano, a nadar al río, y al mediodía, lo había iniciado y poseído por completo su vecina: una joven viuda que le doblaba la edad.

Lo siguió una mañana de julio en su largo caminar hacia el río. Saltaba entre las rocas y esquivaba con destreza los charcos. Ella se fue quedando a la zaga; sólo se guiaba por el sendero que dejaba tras de sí al pisar la maleza. Corrió río arriba y llegó hasta una gran piedra boluda donde la corriente hace un remanso, frente a una poza profunda. Se desvistió y, desnudo, se echó a aquellas aguas cristalinas que ceñían sus formas y dibujaban su silueta sobre la superficie como acuarela iridiscente que el sol del mediodía matizaba de colores ocre, hasta que, cansado de nadar, decidió alcanzar la otra orilla. Se tiró sobre la yerba; secó su cuerpo al sol y se quedó dormido.

Lejos de todo mundo, en la soledad del monte y al arrullo del constante fluir del agua, lo contemplaba y no se animaba a tocarlo por temor a que se despertara; mientras, él, sobre el mullido pasto, palpitaba en el sopor del sueño y dejaba al descubierto lo espléndido de su sexo.

Al abrir los ojos, sobresaltado, saltó de inmediato al agua y con las manos sobre el bajo vientre tapándose sus genitales, parpadeaba sin cesar en el estupor de aquel encuentro y con la voz ahogada, sin poder articular palabra, trataba más bien, con los ojos, de pedir una explicación al tiempo que la corriente lo llevó a la parte más baja de la poza y de nueva cuenta quedó completamente desnudo ante aquella mujer que de sobra conocía y que no entendía por qué, a esa hora, también desnuda, había ido en su busca.

Ya afuera, sobre el playón de arena parduzca, ella le tendió la mano con suavidad y lo atrajo hacia su cuerpo, deslizando sus brazos alrededor de su espalda hasta alcanzar sus nalgas, buscando presionar su pubis con el de ella hasta quedar abrazados frente a frente. Lo besó, se besaron y con timidez le dijo:

—¿Puedo tocarte ahí, de donde eres mujer? —le dijo, mientras ella le acariciaba ahí, de donde es hombre.

El día, con la abulia y el desgano del no hacer nada, se deslizaba despacio entre los peñascos, más allá de los manantiales y las caídas de agua. El ruido acompasado y sonoro de la cascada mayor los envolvió en un ritual sensual de brisa y murmullos, y sobre el nacimiento mismo del agua jugaron hasta bien entrada la tarde. Sus cuerpos flotaban abandonados a la deriva y se zambullían una y otra vez en su afán de rozarse y experimentar el vértigo de su eros. Era una búsqueda constante por sentir, por tocar y con las manos exploraban bajo el agua lo prohibido, lo pecaminoso, lo que las buenas costumbres impedían llamar por su nombre. La noche llegó y los empujó abajo, hacia sus casas. Y la oscuridad guardó y protegió su secreto e identidad. Caminaron por senderos diferentes y se perdieron entre las calles del pueblo.

Después, cada tercer día y en ocasiones a diario, si era posible, en la madrugada se brincaba la barda y entraba por una ventana a la recámara, donde ella lo esperaba y lo metía en su lecho hasta que lo dejaba exhausto y los despertaban los rayos del sol que les daban en la cara.

—¿Te gustó? —le decía al oído, mientras mordisqueaba su oreja y hacía a un lado las sábanas para contemplarlo. Tendido boca abajo, a lo largo de la cama y con el sol encima, le brillaba el dorso cubierto de un bello muy fino color dorado y el cabello le caía hasta los hombros de manera dispareja. Le gustaba verlo desnudo y, con las manos, lo recorría de abajo hacia arriba metiendo sus dedos por la entrepierna hasta llegar a las nalgas. Subía por las caderas, llenándolo de besos en la cintura y, cuando no podía más contener aquella pasión, se echaba sobre él, presionando sus pechos contra su espalda. Tenía la piel firme y su cuerpo entero despedía un olor que la enloquecía.

Tiempo atrás, su marido le hacía el amor a diario y el alba los sorprendía entregados el uno al otro. Cuando murió, la dejó tan acostumbrada que sudaba las noches enteras y el insomnio la consumía ante la falta de varón. Por eso se propuso seducir a Grivaldo e iniciarlo en los laberintos del amor; desde aquel día en los manantiales, todas las noches inventaban una nueva aventura llena de placer, pues su joven aprendiz la estaba superando con creces; no existían para él deseos o fantasías incumplidas. En ocasiones, ya en la cama y con la pasión encendida, le costaba trabajo creer que aquel jovencito de escasos quince años, entrados a dieciséis, era el mismo que ella había iniciado.

Su cuerpo pasó de líneas escuálidas y escurridas a músculos bien proporcionados. Los brazos con que la ceñía y abarcaba  estrechándola contra su pubis, día con día se volvían fuertes y seguros; le había crecido la espalda, se le había ensanchado el tórax y sus muslos llenos de sensual erotismo, enmarcaban un pene bien implantado, que ella no vacilaba en acariciar y hacer suyo.

El despertar que inició en la ribera del río, fluyó con desesperación impetuosa y creció hasta desbordarse sin medida. Al paso de las semanas y los meses, el sexo se llenó de hastío y el fuego del comienzo se convirtió en costumbre que el tiempo olvidó en una de tantas noches, cuando el flujo menstrual lo sacó de la cama y lo animó a aventurarse por otras casas que reclamaban los buenos oficios de un amante experimentado. Se fue y nunca más trepó por la ventana que se cerró para siempre cuando ella se marchó y jamás volvió. Sus caricias moldearon su cuerpo, sus besos le infundieron confianza y su amor entero, que todas las noches lo cubría de embrujos, le abrió las puertas de un mundo diferente.

De vez en vez, a intervalos, cuando su agitada vida se lo permitía, que no era muy a menudo, se iba al campo a caminar en compañía de su perro, y mientras escudriñaba el suelo golpeando la hojarasca y las barbas de pino con los zapatos, meditaba los sucesos y traspiés de su vida: …cuando le llegaron los primeros cambios, nadie le dijo nada. Se metía debajo de la cama y presionaba sus esfínteres porque sentía una cosa nueva que lo estremecía; nunca preguntó, recordaba. Le cambió la voz, le asomó el bigote y cuando se bañaba y frotaba el cuerpo con una esponja y jabón, el pene se le ponía duro. Un amigo le dijo cómo y lo enseñó a masturbarse. A veces lo hacían juntos y cuando se reunían varios, se pasaban el pomo de aguardiente y jugaban ganadillas a ver quién echaba más semen y quién lo hacía llegar más lejos. Bajo el colchón de su cama guardaba un calendario con mujeres desnudas y unas fotografías pornográficas que le trajo un primo que vivía en Estados Unidos. “Allá la onda es bien gruesa”, le decía, y hasta lo animaba para que se diera unos toques, pero a él no le gustaba el cigarro, mucho menos la mariguana.

—Te voy a llevar con una vieja pa’que te estrenes—  le dijo su primo, pero nunca se llegó el día y pronto Artemisa, la joven viuda que habitaba la casa contigua a la suya, lo había de introducir en los menesteres del sexo, dándole una marcada ventaja sobre los muchachos del barrio porque, desde muy joven, en vez de hacer pininos con alguna noviecita de su edad o menor, supo lo que era tener amante de planta y después no se daba abasto.

Cuando era más chico y asistía a la doctrina en compañía de sus hermanos y amigos, recordaba, un sacerdote que mandaron de Xalapa a darles unas pláticas les enseñó muchas cochinadas y les decía tantas cosas que, por la edad, aún ni se imaginaban. Todo era pecado y no podían ni debían mirar a una mujer porque era pecado u ocasión de pecado; sin embargo, el cura, sobre todo con él, se permitía toda clase de manoseos, llegando, dizque en son de juego, a meterle la mano en la bolsa del pantalón para hurgar si ahí tenía las llaves de la sacristía que le había encargado.

—¡Cuidado con tener noviecita y hacer cosas sucias!— les decía. Y si sentían algo raro en su cuerpo o se aficionaban a una sensación placentera, había que hacer penitencia y frenar esos instintos animales.

—No hay nada más hermoso que la pureza de un joven casto— les repetía con frecuencia. Todo lo demás era sucio y estaba prohibido. Por eso, con el tiempo dejó de comulgar, porque como se masturbaba seguido, se tenía que confesar a cada rato y el cura lo regañaba y le preguntaba tantas cosas, que el día que llegó al colmo de acosarlo y llenarlo de besos en la oscura sacristía, dejó de ir y abandonó por completo sus funciones de monaguillo. A él no le gustaba vivir con ese complejo de culpa y bajo el estigma de que su cuerpo y sus acciones eran sucias.

¡Qué casualidad!, pensaba, lo que él hacía o sentía eran cochinadas y acciones malas y lo que aquel hombre, enfundado en una sotana blanca, hacía con él al acosarlo, qué. . .

Él no tenía la culpa de sentir como sentía. Su padre nunca les habló de frente y con naturalidad de las cosas del sexo, siempre los trataba con picardías y malas palabras a él y a sus hermanos. ”¡Órale, güevones, levántense!”, les decía todas las mañanas para que se fueran a la escuela.

Semana tras semana, se emborrachaba y los mandaba a la vinatería de la esquina por dos o tres botellas que se tomaba con los amigos. “¡Tomen delante de mí, cabrones!” —les decía—, al cabo son hombres. ¡Aprendan a tomar, eh!, y les convidaba una o dos cubas. Cuando estaba bien borracho, se quedaba tirado en un sillón de la sala y lo tenían que llevar a su cuarto. Su madre se mortificaba mucho con todo aquello, pero no decía nada. Siempre sumisa y callada. Había temporadas hasta de tres meses en que su padre se ausentaba, porque trabajaba de trailero. Con frecuencia traía a una mujer consigo y a donde se le antojaba la botaba y subía a otra. Una vez que lo acompañó a un viaje, al llegar a una gasolinera, levantó a una mujer y a él lo bajó del tráiler. Cuando reanudaron el camino, después de un buen rato de silencio le dijo: “¡Usted se calla porque no ha visto nada! Ya llegará a hombre y entonces cogerá más hembras que yo”. Y se reía de buena gana, de manera vulgar. Ése era su padre: un reverendo cabrón, pensaba. Toda la vida traía dinero en los bolsillos, de las transas que hacía, pero a su madre y a ellos les daba lo indispensable; por eso a él le gustaba su oficio, porque sin gran esfuerzo ganaba dinero y le daba a su madre, quien jamás le preguntaba de dónde sacaba tanto.

Pasada la calentura de Artemisa, a quien por cierto se había aficionado, por no decir que se había enamorado, incursionó ya de plano como todo un gigoló con precios y tarifas, entre todas las recatadas y prestigiadas señoras del pueblo, entre quienes se había corrido la voz de que aquel muchacho, de cabellos rubios y figura espigada, sabía hacer bien su trabajo, las dejaba complacidas y, lo más importante, era de fiar; decían que el chamaco era muy decente e incapaz de cometer alguna bajeza o chantaje, era todo un hombre, pero qué hombre, suspiraban, y por eso, las tenía a todas anotadas en su libreta. Prefería a estas hembras sedientas de cariño y dispuestas a experimentar todas las fantasías y juegos sexuales, que las caricias lascivas a que lo inducían el sacerdote ese venido de Xalapa y su grupo de maricones.

Los miércoles le tocaba satisfacer a una clienta más exigente, con la que había establecido una relación difícil y temeraria, pues se aventuraba a hacerle el amor precisamente el día que, por la mañana, llegaba el marido. Ese día, martes para amanecer miércoles, una u otra vez se vino. Aquella mujer no tenía fin y con ella experimentaba toda clase de posturas. Más que darle gusto, había que saciarla y tratar de llenar el hueco de quince años de soledad y abandono que el marido nunca se preocupó por ocupar, pues siempre estaba entretenido con nuevas conquistas, coqueterías y deslices furtivos, de los que, según él, nadie conocía.

De un salto salió de la cama, se duchó con agua fría para despertar, se vistió, tomó de un cajón del buró el cheque con la paga y salió de prisa, antes de que despertara. Eso había sido lo convenido y, si no se apuraba, llegaría tarde a la escuela y la entrada era a las siete.

Ese día, después de haber salido descaradamente por la puerta principal, mochila al hombro, se recargó sobre la pared a revisar algunos cuadernos en el momento que, para su sorpresa, don Herminio González, el marido, estacionaba su auto frente a la acera. Al verlo, de reojo, un sentimiento de culpa lo invadió, pero poco a poco se serenó y, entonando un silbidito, se dio el lujo de saludarlo e intercambiar con él dos o tres frases intrascendentes, para cerciorarse de que el viejo no sospechaba nada.

Caminó despacio por la calle y, al alejarse, sacó de la bolsa del pantalón el cheque para corroborar que la cantidad era la correcta; después de todo, dos mil nuevos pesos no eran para despreciarse y el riesgo que corría bien valía el doble. En ese momento tomó la firme determinación de jamás volver a entrar en esa casa. Un minuto antes y no hubiera sabido que explicación darle al viejo.

En la lonchería “El Marqués”, donde preparaban licuados de frutas y jugos, pidió una polla con cinco yemas y un jugo de zanahoria con miel virgen  de abeja, para recobrar las fuerzas.  Con eso estaba listo para su próximo compromiso. A sus dieciocho años, aguantaba eso y más. Era precavido y no corría riesgos; por tal motivo, en su lista tenía puras señoras que frisaban los cincuenta, sin problema de embarazarse, cariñosas y con suficiente dinero para pagar bien.

—¡Ah, que vieja tan canija!— pensaba después del susto. Él, sus mismos amigos se lo decían, era un desmadre, pero la señora que por un año le triplicaba la edad y se veía tan decente y estirada, ¡quién lo iba a decir!, se moría por un escuincle y lo acosaba toda la semana. Lo malo es que ya comenzaba a celarlo y a verlo como propiedad personal y eso no le parecía. Ahí no cabían los sentimientos de viejas menopáusicas; además, un seductor no se podía dar el lujo de enamorarse de nadie, porque entonces se le acabaría su negocio. Todo comenzó sin querer y nunca se imaginó que tuviera tanta aceptación entre las señoras maduras.

Brincaba de cama en cama y hasta se compró una agenda para anotar las citas. Se hizo amigo de una lesbiana que presumía de gente decente y de sociedad, que le conseguía sus ligues con la condición de que, cuando hubiera oportunidad, le pasara una que otra conquista. Como todo pueblo pequeño, en Altotonga, cuando había discos y reuniones de onda, “se juntaba toda la mayatada”, y era tal el revoltijo que se hacía, que se metían lesbianas con homosexuales y los jotos adinerados pagaban una o dos horas más de música. De este tipo de reuniones no salía nada bueno. Casi siempre había un muerto al calor de las copas, como el día en que mataron al “Chuparrosa”, querer del dueño del local. Esa noche, Grivaldo se subió a bailar a la barra y no traía encima otra cosa que su trusa bikini, bailaba rock pesado y “El tacón dorado”, que moría por él, le pagó quinientos pesos por dejarse quitar los calzones.  Mientras se contoneaba con un vaso de jaibol en la mano, con los dientes le bajó la prenda y lo dejó encuerado, para deleite de las mujeres y de los lilos, que eran mayoría.

Así eran las orgías en ciertas discos, que organizaban todos estos personajes sui géneris que no pueden faltar en ningún pueblo; por eso, a este tipo de reuniones no dejaban ir a ninguna muchacha decente. Con el dinero de la desvestida pagó las medicinas de la bronquitis que lo tumbó en cama por más de una semana: con la llegada intempestiva de la policía, llegó a su casa en trusa pasadas las tres de la mañana.

La esposa del viejo rico, famoso por sus conquistas y por las mujeres feas que andaba cargando, le compró una motocicleta y seguido lo llevaba a una casa que tenía en la playa, donde le gustaba bañarlo y luego untarlo con agua de colonia, antes de hacer el amor.

Una tarde soleada de mayo, coincidió en uno de los moteles que hay alrededor del pueblo, con el pobre viejo ridículo de Herminio González. Mientras él le hacía el amor a su esposa en el cuarto contiguo, éste se metía con una mujer que trajo de un rancho y a la que tenía que pagarle por acostarse con él.

—¡No salgas! —le dijo Grivaldo a su ya madura benefactora—, que tu marido está en el cuarto de a lado.

—¿Cómo? ¿Y ahora, qué vamos a hacer?

—Bueno —replicó él—, no es para tanto. No te apures, yo me lo llevo y hasta me va a invitar a cenar, ya verás. Sólo espera a que nos vayamos y entonces tomas un carro de sitio y te vas.

Se vistió, tomó la paga convenida de la bolsa de la mujer, a la que para evitar sospechas ya no le aceptaba cheques, y salió al pasillo a esperar a don Herminio, con todo el cinismo del mundo.

—¡Qué tal, don Herminio! Con que anda de viejito sinvergüenzón. Mire, mire, ni se ponga colorado que yo lo vi entrar y pa’ lo arrugado que está usted, la muchachona que se trae no está mal.

—¡Oye!, no seas tan mandado. Respeta mis canas siquiera.

—No se enoje, yo nomás lo digo en son de guasa. ¿Oiga, don Hermi, aquí entre nos, a poco todavía se le …?

—Bueno, eso a ti qué te importa, chamaco majadero.

—No, yo nada más digo.

—Mira, Grivaldo, cuando se llega a mi edad y la mujer de uno no le hace caso ni quiere saber nada de sexo, no hay más remedio que salir a buscar a la calle. Ya llegarás a viejito y sabrás lo que es eso. ¿qué crees que me dijo la vieja esa con que me metí ahora? “Yo me acuesto contigo por pura necesidad, no vayas a creer que soy puta; lo que pasa es que no tengo quien me llene. Ya he pasado demasiada hambre y necesito quien me mantenga. Lo que caiga es bueno. No creas que estás tan bonito”- Imagínate , qué descaro de vieja, decirme eso.

—Y usted, don Hermi, ¿qué le contestó?

—Pues yo le dije que estábamos tal para cual. Ella lo hace por necesidad, porque necesita quién la llene, y yo también lo hago por necesidad, le dije, porque necesito quien me vacíe.

—Ja, ja , ja— se rieron a carcajada tendida.

—Tú quieres quien te llene y yo, quien me vacíe.

Se siguieron riendo los dos de buena gana y, en la camioneta del pobre viejo cornudo se alejaron del motel, donde su esposa, una vez más, había hecho el amor con su joven acompañante.

Los jueves le tocaba dormir con la dueña de una farmacia, de buenas carnes todavía, a la que un infarto al miocardio, había dejado a su marido en la banca. Llegaba como a las ocho de la noche, porque la mujer así se lo exigía; debía entrar por la puerta de atrás a la hora en que había más gente en la calle, para que su presencia pasara inadvertida. Tenía una clave para tocar que conocía uno de los empleados de la farmacia, que era quien le habría, y sin hacer ruido, se introducía hasta la recámara, se desnudaba y se metía en la cama con las luces apagadas. Siempre esperaba a que Carlotita rezara su rosario e hiciera penitencia por las almas impías. Cuando la mujer por fin se acostaba, había ocasiones en que él llevaba ya dos horas dormido. Sin nada de luz y a tientas, bajo la negra oscuridad de un cuarto cerrado, lo tentaleaba  y jugaba con su pene un buen rato, hasta que lo masturbaba; para que cuando le hiciera el amor no se viniera tan pronto y eyaculara de manera rápida. A ella le gustaba  que tardara mucho para poder alcanzar el orgasmo, imaginando que hacía el amor con su marido, que dormía en el cuarto de enfrente bajo los cuidados de una anciana enfermera. Se acostaba con ella todos los jueves y jamás le había visto ni el ombligo siquiera. Su cuerpo no sabía lo que era tener contacto directo con la piel de aquella mujer, que se enfundaba en un camisón grueso de franela al que le había hecho una abertura en el lugar preciso y sólo dejaba al descubierto lo indispensable para que él pudiera introducirle su pene en la vagina. Cada coito era lo mismo: con sus manos localizaba los labios mayores, abría la entrada de la vulva con los dedos y la penetraba; esas sesiones resultaban ser las más acaloradas de la semana: entre franelas, cobijas, colchas y edredones. Al día siguiente, se iba a los baños de vapor sudar el aroma a aceite rancio, a talco y a naftalina.

En ocasiones, al encontrársela por la calle, la mujer se hacía la disimulada y se cambiaba de acera para no darle la cara. Siempre madrugaba y, desde las cinco de la mañana, recorría las calles del pueblo cargando imágenes, según la ocasión. En cada esquina se paraba, sonaba una campana a los cuatro puntos cardinales, hacía oración y le pedía a la virgen que se acabara la maldad en el mundo. Se reunían más de cincuenta mujeres que, con velas encendidas, flores y estandartes, según la asociación a que pertenecían, daban a las desoladas calles del pueblo un aspecto de monasterio en el umbral de un nuevo día.

En la cofradía de las Hijas del Santo Nombre de Jesús tenía dos o tres clientas que, en ese peregrinar tan temprano, echaban ojo a ver si lo veían salir de alguna casa en sus acostumbradas visitas nocturnas. Cuando le tocaba acostarse con ella, tenía que pasar a la farmacia a cobrar al día siguiente y le pagaba en efectivo el empleado que atendía, con el pretexto de que surtiría un pedido de medicinas. Andrés, el encargado de la farmacia, le daba el dinero y, al mirarlo de frente, pensaba que ese dinero podría ser suyo. Pero le daba asco la vieja. En más de una ocasión le había insinuado que se acostara con ella y siempre la rechazó; por eso se acostaba con Grivaldo, quien le cobraba caro pero dejaba que le hiciera lo que fuera y, sobre todo, respetaba su condición de que todo debía ser a oscuras.

En las afueras del pueblo, en una casa de campo, se veía con Ingrid, una mujer millonaria de origen inglés que pasaba de los sesenta, quien con su afición a la fotografía lo había descubierto a través de su lente, desnudo, tendido al sol sobre la hierba, como era su costumbre en el verano. Alta y de figura esbelta, la mujer hacía mucha gimnasia y le gustaba la vida al aire libre. Llegaba de noche y se iba de madrugada y a él lo citaba en la carretera, en la desviación hacia una ranchería. Los segundos viernes del mes o cada dos meses, según se lo permitieran sus ocupaciones, citaba a Grivaldo y éste desaparecía del pueblo y se ausentaba todo el fin de semana. Era su trabajo más pesado: tenía que satisfacer los caprichos de esa mujer por cuarenta y ocho horas sin para, porque ella nunca se cansaba de tomarle fotografías. Desde que entraba en la casa, él sabía que sólo debería usar trusas bikini negras y rojas y en ocasiones tenía prohibido usar ropa. Se pasaba los días desnudo y, cuando hacía frío, prendían la chimenea y hacían el amor sobre unos cojines al lado del fuego, que había que atizar con frecuencia para que no se apagara.

Antes de hacer el amor, le daba a tomar bebidas afrodisiacas y le proporcionaba pastillas estimulantes que prolongaban los coitos más de lo debido. Le pagaba muy bien y hasta le había regalado un automóvil. Cuando hacía mucho sol y el bosque se llenaba de luz y colorido, lo fotografiaba acostado sobre el pasto, sentado en un tronco o trepado en algún árbol. Lo retrataba desnudo en actitud provocativa, con el pene erecto. Le fascinaba tomarle fotos porque dentro de aquel cuerpo de hombre sensual y masculino había un aire de ingenuidad y una mirada de niño.

Las fotos las vendía a buen precio y las publicaba en revistas pornográficas. Pasado un tiempo, la mujer dejó de ir y la finca la vendieron unos corredores de bienes raíces. Nunca más se supo de ella. Pero de lo que sí estaba seguro es de que la odiaba, porque las fotografías en que posó desnudo las conocían en el pueblo. Habían aparecido en una revista para mujeres. Desde entonces, lo asediaban los jotos del lugar y le salían invitaciones por todos lados. Las distinguidas y finas señoras con quienes se acostaba, cada una tenía una revista en su casa y llegaron a pagar cinco veces su valor, para beneficio del dueño del local donde se expendían revistas y periódicos.

La última vez que se vieron, después de largas y extenuantes sesiones fotográficas, de plano se vio en la necesidad de guardar cama en su casa por espacio de ocho días y después se fue a Casitas, al calor de la playa, para recuperarse; bien merecidas se tenía las vacaciones, pensaba.

Al final del otoño, doña Carlota, o Carlotita, como la conocían en el pueblo, ante la inminencia de los recios fríos y la aparición de los primeros nortes, que minaban la ya la de por si deteriorada salud de su esposo, le envió un recado informándole que se iba a ir de vacaciones por cinco semanas y que, por tal motivo, no se presentara hasta que le avisara; la sirvienta, quien llevó el sobre, se equivocó de casa y lo echó por debajo del zaguán de una bodega.

El jueves por la tarde, cerca de las siete de la noche, ya para oscurecer, se bañó y roció su cuerpo con un aceite perfumado que usaba para la ocasión. Se vistió con unos pants y se dirigió hacia la parte posterior de la casa de la farmacia. Tocó la acostumbrada clave y ante su extrañeza, el zaguán tardó en abrirse, tanto que pensó que a lo mejor se había equivocado en el número de toquidos; por fin, se abrió y, con sigilo, entró después de percatarse de que nadie había notado su presencia en la calle. Todo estaba oscuro, como de costumbre, pero conociendo el camino llegó sin dificultad hasta la recámara: se desvistió y de una mesita de noche contigua a la cama, donde siempre había una o dos botellas de agua con un vaso, se tomó un par de pastillas para el dolor de cabeza y así poder conciliar el sueño. Como estaba cansado y sabía que tenía que esperar, a veces hasta tres horas, se metió en la cama y se quedó profundamente dormido. Eran las once de la noche cuando de puntitas, sin hacer ruido y sin prender la luz, Andrés, el dependiente que se había quedado a cuidar la casa, entró a la pieza y cerró la puerta con llave. A tientas, en la oscuridad aquella, encendió una pequeña linterna de mano y, con sumo cuidado, hizo a un lado el edredón, dejando al descubierto el cuerpo desnudo de Grivaldo, el que aun en la flacidez del sueño tenía una apariencia seductora. De arriba abajo lo escudriñó con la tenue luz y después de contemplarlo por un buen rato, comenzó a besarlo por todos lados y lentamente después de desvestirse, se metió también en la cama y lo amó sin parar hasta el amanecer, bajo el acogedor calor de aquel edredón de pluma de ganso y el abandono anodino de los somníferos, en un frío y húmedo día de noviembre.