Con todo cariño y mi agradecimiento eterno a mi
querida doña Julia Preza Romero, mujer devota y
santa que me regaló esta historia.
Cuando hayas entrado en la tierra
que Yavé, tu Dios, te da, no imites
las malas acciones de aquellos
pueblos. Que no haya en medio de
ti nadie que haga pasar a su hijo o a su
hija por el fuego; que no haya adivinos,
ni nadie que consulte a los astros,
ni hechiceros, que no se halle a nadie que
practique encantamientos o consulte
a los espíritus; que no se halle ningún adivino
o quien pregunte a los muertos. Porque
Yavé aborrece a los que hacen estas cosas
y precisamente por esa razón los expulsa
delante de ti. Te portarás bien en todo con
Yavé, tu Dios.
Deutoronomio, 18: 9-13
Por toda la casa se oía el golpeteo de puertas y ventanas que producía el constante soplar del viento, de sur a norte. Había momentos en los que arreciaba y parecía temblar la tierra. Dieron las seis de la mañana y se escucharon las campanadas del reloj de la iglesia de Santa María Magdalena: precisas, de timbre ladino. Se oyeron caer una a una, por todo el barrio de Nahualaco. Una noche y una madrugada más terminaron. El sol brillaba con fuerza sobre una delgada capa de neblina que se escurría por el suelo y bañaba de rocío las plantas. La luz y la claridad del día fueron subiendo de intensidad, hasta penetrar en la recámara a través de los humedecidos vidrios de la ventana, donde todo un universo de figuras se recortaba; por la tarde, al oscurecer, se iniciaría de nuevo la misma pesadilla; por el momento, aquella luminosidad le daba confianza. Había que despertar bien y tratar de incorporarse.
Se miró frente al espejo, se pasó un cepillo por la cabeza, tomó un rebozo que se echó sobre los hombros y bajó lentamente los escalones en dirección de la cocina. Estaba débil, pálida, le temblabam las piernas al caminar. Se fue apoyando pesadamente contra los muros de la escalera y, a cada paso, la garganta se le secaba y le cortaba la respiración.
—Pero mira, mujer, cómo estás. Siéntate, muchacha, que te vas a desmayar. Hay que hablarle al doctor. ¡Hey tú, Roberto! Corre al hospita y traite al primer médico que encuentres, que Englantina está muy mal —exclamó doña Josefina con vehemencia y la angustia reflejada en el rostro—. ¡Siéntate! —le dijo, al momento que le arrimaba una silla—. Te voy a preparar un té de hojas de naranja para los nervios. Lo que tienes son rervios y, además, tanta cama te acaba. Ahora verás cómo pronto te vas a sentir mejor. Bébetelo despacio, sorbo a sorbo, para que de esa manera se te asiente el estómago y lo aproveches mejor. Lo voy a endulzar con miel de abeja para que te vuelvan las fuerzas al cuerpo.
Siempre le preparaba uno y hasta tres litros de té de hojas de naranjo para la enfermedad que la tenía postrada, pues los medicamentos le producían urticaria e hinchazón en todo el cuerpo.
A pausas, poco a poco, se bebió el té y sintió cómo le volvía el alma al cuerpo. A duras penas pudo llegar a la cocina, después de cinco días de estar tirada en la cama. Sentada en la silla, con la mirada extraviada, estiró sus piernas para que se le calentaran con las brasas de un anafre donde hervían agua.
—A esta agua le vamos a poner unas ramas de eucalipto, malva, yerbas del golpe y árnica, para darte un buen baño y que sudes esa enfermedad que te agota. Con ese baño vas a descansar, ya verás —le platicaba aquella mujer que, llena de congoja, no hallaba qué hacer o darle para reanimarla. Era su tía de cariño, porque la difunta doña Consuelo, su suegra, era muy amiga de doña Josefina, se veían como hermanas. Vivían en la misma casa y mientras su marido trabajaba, la tía Chepa, como le decían de cariño, la cuidaba.
—Le habías de hacer la lucha para aliviarte. Tienes que poner algo de tu parte, porque imagínate, ¡Dios no lo quiera y te pasa algo! ¿Qué va a ser de tus criaturas? Ellos te necesitan, y sufren viéndote en ese estado. Anda, tómate otros traguitos de té mientras preparo algo de almorzar. Lo bueno es que siquiera te animaste a bajar.
Eglantina, con la cabeza baja y frotándose los brazos, la escuchaba en silencio. No tenía ánimos de hablar. Las fiebres y los escalofríos la habían consumido, pero debía confiar en alguien y contarle todo porque creía que se estaba volviendo loca. Por las noches, al filo de la madrugada, veía entrar por la puerta de su recámara y abalanzarse sobre ella a un gran perro negro con las fauces abiertas llenas de baba, y en el momento que la iba a atacar, despertaba sobresaltada. Trataba de conciliar el sueño, pero no podía; siempre, cuando hacía el intento de dormirse, se le aparecía un hombre desnudo, de piel negra, muy alto y sin cabeza. En la penumbra, ella podía ver que la cabeza la traía entre las manos, pero no distinguía el rostro. La movía a voluntad en todas direcciones y de los ojos salían dos llamas que brillaban en la oscuridad. Sentado a los pies de su cama, le hablaba con lascivia. Le decía cosas que nunca antes había escuchado, y en medio de aquella nauseabunda visión, abría los ojos. Todo esto se repetía noche a noche y ya no sabía qué hacer. Pensó platicárselo a José, su marido, pero como temía que la tomara por loca y se burlara de ella, prefirió callar. Tras diez años de casada, su relación matrimonial se había deteriorado. Sufrió mucho cuando la operaron y le extirparon la matriz porque, según decían los médicos, después de haber tenido a su último hijo su esposo le había contagiado una enfermedad venérea que degeneró en cáncer; aun así, el muy cínico, pensaba ella, la obligaba los domingos a ir a misa para que pidiera perdón por los pecados cometidos, como si él, que tenía dos amantes, fuera un santo.
Cuando asistían a misa, su marido se iba de preferencia hasta adelante, para que lo vieran las gentes del pueblo; se ufanaba de asistir a misa con toda su familia, como le había recomendado su madre antes de morir. En el momento en que el sacerdote hacía la señal de la cruz y daba inicio al sacrificio de la misa, a Eglantina se le tapaban los oídos como si fuera sorda de nacimiento. No escuchaba nada, ni el más ligero sonido.
Una sensación de angustia se apoderaba de ella ante la impotencia de no oír. Era una sordera estridente que la sumía en un vacío y la dejaba ida, perdida. Sentía que se le reventaban los tímpanos y todo le daba vueltas. Cerraba con fuerza los ojos y cuando los abría, todas las imágenes de los santos se reían de ella. Alucinada, veía cómo le salían cuernos a la imagen de san Francisco de Asís, quien con la lengua de fuera, se burlaba; a san Martín de Porres lo veía desnudo, como macho cabrío, con una pata de cabra y otra de caballo, mirándola fijamente con rasgos demoniacos en la cara; santa María Magdalena se movía de manera sensual envuelta en una túnica transparente, donde sobresalían los pechos descubiertos con los pezones color carmín. Al sacerdote y a los monaguillos, completamente desnudos, los observaba en el altar y, en medio de aquella confusión, por el pasillo central del templo aparecía el perro negro que noche a noche la visitaba en su casa. Todo aquello se convertía en una orgía, en la cual los santos y las santas bailaban desnudos y se mofaban de ella. Todos, al unísono, le gritaban a coro: “Oye tú, testigo de Jehová, ¿qué haces ahí? Tú, mujer perversa, ¿qué haces ahí?” Al no aguantar más, rompía a llorar y salía de la iglesia corriendo sin parar hasta llegar a su casa.
José siempre le preguntaba: “Eglantina, ¿qué ocurre?, ¿acaso estás enferma?, ¿a qué obedece ese comportamiento tuyo dentro de la iglesia? Hoy te levantaste de improviso y a la mera de la consagración saliste como si te fueran persiguiendo.”
—Es que tenía una fuerte jaqueca y sentí que la cabeza me estallaba, por eso me salí —dijo nerviosa y con la voz atropellada, para salir del paso y tratar de olvidar aquel engorroso asunto. Por eso, en la mañana, cuando decidió levantarse y logró bajar las escaleras, se había hecho el firme propósito de pedirle a su tía que la acompañara a platicar con el sacerdote.
—¡Claro, no faltaba más!, yo te acompaño. Déjame darle una cepillada a este cabello enmarañado que traigo y nos vamos a ver al señor cura. Deberías de aprovechar para confesarte, hija, y ponerte en paz con Dios —dijo doña Josefina en tono de súplica, al tiempo que jalaba del perchero un chal y se cubría la cabeza, ya de salida.
Caminaron hacia arriba y remontaron la calle Hidalgo hasta llegar a la esquina de Rayón, donde doblaron a la izquierda y, después de haber hecho varias paradas obligadas por el calor del mediodía y la debilidad de Eglantina, entraron en las oficinas del curato y se sentaron en una banca a tomar resuello.
—¡Buenos días! ¿Ustedes son las señoras que desean hablar con el señor cura?
—Sí, señorita.
—¿Las que mandaron avisar que llegarían como a las dos de la tarde?
—Sí, señorita.
—¿Las que vendrían tarde porque no podían caminar aprisa?
—Sí, señorita, nosotras somos; mi sobrina Eglantina y yo.
—Ah, pues el señor cura no está, se fue; es que vinieron a traerlo de San Miguel Tlalpoalan de urgencia para confesar y darle los santos óleos a un moribundo. ¡Ay, oiga usted, la muerte anda desatada! Y cuentan que también el demonio. Figúrese, ayer, como a eso de las diez de la noche, vinieron de la congregación de Ahueyahualco por el padre dizque para que le sacara el chamuco a una pobre muchacha. ¡Qué le cuento! El padre no quiso ir porque dijo que los asuntos del diablo los tratan en Xalapa y que él no podía hacer nada. Fíjese nada más todo lo que sucede ahora, son tiempos de perdición. ¡Uy!, dirán ustedes, cómo habla esta mujer, no le para la boca —y se reía de buena gana la secretaria de la oficina parroquial—. ¿Qué le pasa a esta señora? Está blanca, blanca, como papel. Como si la hubieran espantado. ¿Quiere que le traiga un vaso con agua?
—Sí, por favor, se lo voy a agradecer porque tengo la boca reseca —dijo Eglantina.
—Ha estado malita, sabe usted, apenas si hemos podido llegar con este caminar despacio y venir a ver, ¿para qué?, si el santo padrecito, como de costumbre, no está —increpaba la tía Chepa, un tanto molesta y con cara de desilusión.
—¡No se apure!, ¡ya no se mortifique! Si bien es cierto que el señor cura no está, pues como le dije tuvo que salir de urgencia, ahorita mismo le voy a hablar al padre Gregorio. Voy a ver si ya terminó de confesar. Me imagino que ya lo conocen, ¿o no? Es el nuevo vicario, se lo mandaron al padre Justino para que lo auxiliara en los quehaceres de la parroquia. En un momento regreso; si me esperan, yo misma se lo traigo.
Dentro de las naves del templo, en un rincón, cerca del altar de la virgen del Perpetuo Socorro, en un confesionario de madera apolillada y barniz deslavado por el tiempo y la humedad, se perdía en el asiento desvencijado un hombre joven de un metro cincuenta centímetros de estatura; chaparrito, de apecto jovial y afable, se reía con los ojos.
—¿Para qué soy bueno, doña Nieves? —inquirió ante la presencia de la secretaria.
—Lo buscan unas señoras en la oficina, padre Gregorio, o mejor dicho, buscaban al padre Justino, pero como no se encuentra pensé que usted las podía atender; sirve que se va entrenando, como usted está “nuevito”, digo, en el puesto.
—¡Ah, qué doña Nieves!, usted siempre con sus cosas. Sí, ahora voy, nada más termino de leer mi oficio y vamos a ver qué se les ofrece a esas buenas mujeres.
Eglantina, de mirada triste y extraviada, se recuperaba de la caminada. Para ella, seis largas cuadras de subida era mucho. Exhausta y sin ánimos para hablar, su voz era un hilo tembloroso que semejaba un leve murmullo.
Me vine en chanclas, pensó, mientras se veía frente al espejo que adornaba la entrada. Por lo menos había bajado cinco kilos de peso en una semana de haber estado postrada. El vestido de flores lila que llevaba puesto, antes lo llenaba y ahora se le veía escurrido; su figura era deprimente. Cerró los ojos porque la cabeza le punzaba con fuerza y sus pensamientos volaron a los días en que, ya casada y con hijos, se iba todas las mañanas a hacer el amor con un taxista, tumbada sobre la milpa, a campo raso y a la luz del sol. ¡Cómo lucía la ropa entonces! Cirilo le acariciaba los senos y la penetraba entre los surcos de maíz, mientras su marido, quien trabajaba de chofer, manejaba un camión repartidor de refrescos.
Ella se subía al mismo carro de sitio que, según contaba, la llevaba a la clínica del seguro social a que la revisaran porque se sentía muy mal. Cuando el día era caluroso y se bañaba en el arroyo, llegaba a su casa quince minutos antes que su esposo; por eso la regañaba su suegra, porque nunca les hacía a tiempo la comida a sus hijos, siempre se ausentaba. También le gustaba su vecino de enfrente, pero como pronto pasó a ser su compadre de grado, se le hacía que cometía un sacrilegio si lo enamoraba. ¡Puf, qué tiempos aquellos cuando le sentaba la ropa y la asediaban los hombres! Ahora, enflaquecida y marchita, esperaba en la banca del curato a que la recibiera o hablara con ella el nuevo sacerdote, al que aún no conocía. ¿Quién sería?, ¿cuál sería su aspecto físico?, ¿acaso le creería todo por lo que estaba pasando? Las cosas ya habían llegado muy lejos desde que juró vengarse de su marido, cuando lo sorprendió enamorando a una maestra de Poza Rica. Una curandera amiga de su mamá le hizo un muñeco de madera que tenía en el ropero, ensartado de alfileres y con una fotografía de José. Por más que lo ponía de cabeza y le apretaba el cuello con un mecate rojo, a su cónyuge no se le quitaba lo mujeriego. Por eso se tomó todo el frasco de pastillas para los nervios el día que la llevaron al hospital y le lavaron el estómago.
Ya tenía una hora aguardando la llegada del vicario, y entre recuerdos y pensamientos su mente se quedó en blanco y se hizo un silencio expectante.
Era una calma tensa que se podía sentir en el ambiente. De repente, se puso de pie y ante el asombro de los ahí presentes, los ojos se le voltearon hacia atrás y sobre sus talones giró con fuerza vertiginosa a manera de rehilete, hasta caer desmayada en el suelo, flácida y sin un hálito de vida.
—¡Le dio un ataque! —gritó Nieves, mientras corría a traer un pedazo de género empapado de alcohol para ponérselo en la nariz y tratar de reanimarla. Doña Josefina le alcanzó a sostener la cabeza, de lo contrario se habría descalabrado con el batiente de la puerta.
Nadie supo en qué momento comenzó aquello, cuando se dieron cuenta todo era agitación, movimiento, y la oficina entera estaba hecha un desbarajuste.
—¡Jesús bendito!, ¿qué ha psado aquí? —exclamó el vicario al entrar al curato. Solícito, se acomidió a levantar a Eglantina y ayudó a doña Chepa a recostarla sobre la banca, mientra Nieves le frotaba con alcohol brazos y piernas.
—Eglantina, Eglantina, despierta, aquí está el sacerdote. ¿Te sientes mejor?, ¿me oyes? El padre Gregorio te quiere hablar.
—El espejo, tía, el espejo, quiten el espejo.
—¿Qué tiene el espejo?
—¡Ahí está! ¡Míralo! ¡Ahí está! Él me sacudió y me hizo dar vueltas.
—¿Quién?
—El hombre ese sin cabeza que se mete de noche en mis sueños. ¡Quiten el espejo, por favor!
Nieves retiró el espejo y el padre Gregorio la ayudó a incorporarse. Temblaba enterita y le escurría el sudor por la cara.
—Tengo frío, mucho frío —balbuceó, y la tía Chepa la arropó con el chal de lana que traía.
—Vamos a ver, Eglantina, porque me dicen que te llamas así, ¿cómo te sientes?, ¿ya mejor? No tengas miedo, nada te va a pasar. Calmada, que estás en la casa de Dios. ¿Deseas hablar conmigo?, ¿te quieres confesar? Tranquila, tranquila, ya pasó todo —y tomándola del brazo, la condujo hasta la sacristía para proceder a confesarla.
—Ave María purísima —dijo el vicario.
—Sin pecado concebida —respondió Eglantina, porque así le habían enseñado que se debía decir a la hora de confesarse.
—¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas?
—¡Uy, padre! Ya ni me acuerdo de tanto tiempo que ha pasado, pero creo que la única vez que lo hice fue cuando me casó el padre Mario, que en gloria esté, hace como diez años.
—¿Ya ves como si te acuerdas? Por eso debes estar tranquila y abrir tu corazón al Señor, que con Él es con quien en realidad te vas a confesar.
—Acúsome, padre, de profesar otra religión; yo no soy católica, soy testigo de Jehová y antes fui evangélica, de los adventistas del séptimo día; vengo a misa y acompaño a mi marido, porque como estamos casados por la iglesia, él me obliga, pero yo no adoro muñecos de madera como ustedes, ni creo que Jesucristo sea Dios.
—Entonces —exclamó furibundo Gregorio, poniéndose las manos en la nuca—, ¿a qué has venido? ¡Fíjate en lo que estás diciendo! ¡Eso es una blasfemia! Es atentar y negar el dogma de la Santísima Trinidad, y si hay algo que Dios no perdona es que se peque contra el Espíritu Santo. Esto es muy grave, sumamente grave. Así, en ese plan, ¿para qué vienes al templo?, ¿a burlarte? ¿O quieres acaso retarme o hacer mofa de mi persona?
—No, padre, discúlpeme, es que estoy muy nerviosa y no sé ni lo que digo. No piense eso de mí. Estoy muy enferma. Los médicos dicen que padezco de los nervios, pero yo estoy segura de que eso no es cierto; a mí me persigue el enemigo y el mal quiere apoderarse de mi alma, yo lo sé, padre. Todas las noches tengo visiones horribles y me habla al oído quedito y me ordena que mate a mi esposo. Me dice: “Mata a ese hombre, mata a ese hombre”.
—También mi suegra, ya difunta, dice que me va a a llevar con ella. Yo creo que ella me anda echando al demonio encima, como nunca me quiso y quería que su hijo se casara con otra, todas las noches viene y se me aparece. Yo sé que no me quiere. Ayer en la tarde, después de que se me apareció mi suegra, el enemigo me dijo al oído: “Quema ese maldito libro de la Biblia, quémalo, y también todas esas porquerías que venden en la iglesia: rosarios, velas y libros de oraciones”. Las biblias las quemé porque tenía dos: una católica, que era de mi esposo, y otra protestante, que guardaba desde los tiempos en que iba al templo evangélico. Los otros objetos no los encontré. Cuando estaba quemando las biblias, me sacudió y golpeó contra el piso. Mire, padre, mire cómo me quedaron mi anillo de bodas y la medalla de la virgen de Guadalupe que me regaló mi marido el día que nos casamos: negros, carbonizados, como si los hubieran metido al fuego por mucho tiempo.
—Queman, ¿acaso los quemaste tú misma?
—¿Cómo cree usted? Por eso se los traje, para que los viera; desde el día que me di cuenta de que se pusieron negros me los quité, porque me quemaban la piel. Lástima, porque son de oro de dieciocho quilates. Y Ahora, ¿qué hago con ellos?
—Pues muy sencillo, tíralos a la basura y asunto arreglado —le contestó el padre Gregorio, un tanto escéptico.
—No me cree, ¿verdad? Cree que todo esto son cuentos míos, pero yo le aseguro que es cierto. Créame y ayúdeme, por caridad; dicen que sólo ustedes tienen el poder para arrojar a los demonios: los consagrados y descendientes directos de los apóstoles. Eso me dijo una amiga. ¡Ayúdeme! —diciendo eso, ya no pudo más, se quedó muda y se le hizo un nudo en la garganta.
¿Los demonios?, ¿será posible? Yo creo que esta pobre mujer anda muy mal de los nervios, pero en fin, algo habrá que hacer, meditaba Gregorio desconcertado. —¿Tienes algo más que contarme? —y mientras le preguntaba pudo ver a un perro negro corriendo en medio de la sacristía. Eglantina no lo vio porque estaba de espaldas a la puerta—. Bueno, no te preocupes más. Vete a tu casa y en cosa de diez minutos yo las alcanzo para ir a darle una rociada con agua bendita, verás que con eso se van a calmar las cosas —le decía, al mismo tiempo que le daba la absolución.
Salieron del templo pasadas las tres de la tarde y camino a casa, Egplantina, inquieta, sonreía de una manera burlona; festinaba su hazaña y su conciencia aprobaba todo lo que había omitido en aquella confesión a medias.
Ni modo, pensó, no le voy a contar a un extraño la historia de mi vida, y soltó una carcajada socarrona. En la calle, al caminar, se veía tan diferente y sus ojos adquirieron un brillo malévolo, su voz se volvió ronca y sonora y de su cuerpo entero exhalaba una hediondez insoportable. En un exabrupto gritó: “Le tomamos el pelo al curita ese, verdad tía?”, Y riendo de una manera estrepitosa le dio una palmada en la espalda, que por mero la tira de bruces.
Nunca la había visto así, pensó su tía, ¿se estará volviendo loca? Había varias cosas raras en ella, pero lo que más la inquietaba era verla a los ojos: su mirada la traspasaba y sentía que la despojaba de toda su intimidad.
Caminaban entre los transeúntes; los obreros de las fábricas de ropa llenaban la calle con su algarabía y bajaban en grupitos de ocho y diez, sin embargo, doña Josefina nunca se habia sentido tan sola en medio de tanta gente. Sintió miedo, al abrigo de una tarde soleada.
El padre Gregorio llegó como les había dicho. La puerta estaba abierta y, echando un vistazo hacia el interior de la casa, pudo ver en el fondo del patio a doña Josefina, que con grandes esfuerzos sostenía a la enferma, que se aventaba hacia atrás. Corrió, entrelazó sus manos con las de Eglantina y la detuvo, La mujer sudaba a mares y tenía el cutis de un color verde cenizo. Los ojos los movía con rapidez asomobrosa y jugaba con ellos como si fueran canicas.
—Al fin llegaste, hijo de puta, te esperaba —le dijo. Se le zafó de las manos con una habilidad inaudita; se le fue encima llenándolo de besos sucios y lo embarró todo con una baba viscosa.
—¿Me amas, amor mío? —le preguntó, cambiando la voz de melodiosa a ronca. Le rompió la camisa con las uñas, como si se trataran de garras, y dando un aullido le mordió las tetillas. El padre tenía toda la cara arañada, pero sacando fuerzas sobrehumanas la controló. Le puso un rosario bendito en la frente y comenzó a mojarla con agua bendita. Eglantina se retorcía y contorsionaba tirada en el piso, al tiempo que gritaba: —¡Me quema, me quema! Me las vas a pagar, hijo de puta —y lo veía con una mirada llena de odio.
Al oír los gritos llegaron sus cuñados y sus primos y entre cinco la amarraron con jirones de sábanas y la subieron a su cama. Gregorio, estupefacto, no daba crédito a lo que acababa de vivir en carne propia; se enfrentó al mismísimo demonio. Era una experiencia muy dura para un novel sacerdote, que sólo en películas había presenciado esas cosas.
El incidente aquel trascendió las paredes de la casa y se difundió como reguero de pólvora por todo el vecindario. Todos hablaban de la mujer poseída y los más allegados a la iglesia se daban cita en la casa de José y Eglantina para orar y ahuyentar a los malos espíritus, Los cursillistas, los de la Renovación del Espíritu Santo, los hermanos de la Escuela de la Cruz, llamados a sí mismo “cruzados”, los de la adoración nocturna y otros grupos que se turnaban para hacer oración.
Los días se sucedían uno a otro sin sentir y pronto los días se hicieron semanas y las semanas, meses. El tiempo transcurrió y en la casa de los González el mal sentó sus reales. Se podía sentir el mal aire por todas las habitaciones y desde lejos se veía una niebla rojiza que flotaba en el ambiente; ya no se podía transitar por ahí porque, según el decir de la gente del lugar, la casa estaba embrujada. Un día, cuando la mujer yacía exhausta tirada sobre la cama como un fardo y en la pieza se sentía el sopor de una tarde cálida de agosto, tocaron a la puerta.
—Pase, don Jacinto, pase. Parece que nos pusimos de acuerdo; hace un momento mi sobrino me estaba diciendo que iba a ir por usted —la tía Chepa abrió y lo introdujo a la casa.
—Buenas tardes, venimos en el nombre de Dios a hacer oración, aquí los compañeros y yo —dijo Jacinto con el ceño fruncido y ojos transparentes, limpios, como interrogando o buscando aceptación. Alto y de facciones finas, movía las manos y los brazos con elegancia y la parsimonia de un sacerdote.
De mirada firme y penetrante, no vacilaba en ver de frente a los ojos, hasta cohibir a su interlocutor. Estaba acostumbrado a realizar largas caminatas por la sierra para ayudar a bien morir a quien lo necesitara y llevaba la comunión a los enfermos. Siempre traía consigo un cirio pascual bendecido en Sábado Santo, cuando se iniciaba el ritual del fuego nuevo en la misa de Resurrección, una Biblia bajo el brazo y, en un morral, los santos óleos y un frasco con agua bendita. De la bolsa del pantalón asomaba la cruz de un rosario y sobre el cuello de la camiseta blanca se destacaban los lazos café del escapulario de la virgen del Carmen. De origen campesino, forjado en el fragor del azadón y los trabajos de la tierra, había obtenido la orden de diácono tras largas horas de estudio por las noches y labor de auxilio a los demás.
—¿Cómo están? La enferma, ¿ya mejor?
—Pues qué le diré a usted. Tiene ratos buenos y ratos malos, pero hay días, cuando se le mete el demonio de a buenas, que quisiéramos irnos lejos de aquí. Ya no se puede, no sé qué vamos a hacer si esta situación continúa así —expresaba angustiada doña Josefina secándose las lágrimas que le escurrían por las mejillas.
—Hay que tener fe en Dios, doña Josefina, no se le olvide eso. Fe, no pierda la fe y está del otro lado; además, cada vez que se ponga mal su sobrina rece el Santo Rosario, que es un arma poderosísima contra Satanás y sus secuaces. Rece, doña Jose, rece. Hay que ser constante y perseverar.
—Pues si yo rezo, no crea que no, y mucho, pero ya esroy pensando que mis oraciones no valen.
—Valen, doña, valen. Usted no se me desvalorine, como dicen —y entre pláticas y comentarios fueron subiendo las escaleras al cuarto de Eglantina, en compañía de veinte integrantes de la Escuela de la Cruz.
Fatigada, sombría, acostada sobre una cama con cabecera y piecera de latón, cogida de los barrotes y con la mirada desafiante, como quien espera al enemigo, los vio entrar uno por uno.
En una de las paredes colgaba un antiguo retrato de cuando Eglantina tenía quince años y no se llamaba así, porque entonces se hacía llamar Azucena.
Era bonita, de piel tersa y ojos verde esmeralda que llamaban la atención. Tenía ojos atigrados y mirada seductora, decían las gentes. Su cuerpo, de líneas sensuales, lo enfundaba en pura ropa ceñida porque le gustaba que se le señalaran sus redondeces y estaba muy oegullosa de sus pechos. Nadie en todo Altotonga, decía, tenía un busto tan perfecto y bello como el de ella.
Ya casada, fingió que se le irritaban los ojos y que a lo lejos no podía ver; cada rato pestañeaba y se tallaba con fuerza los párpados hasta que se inflamaba el lóbulo del ojo. Su marido la llevó con el oculista y le recetaron lentes; cuando se los mandó hacer escogió unos arillos dorados para que le enmarcaran la cara. Compró los más caros y presumía de que con lentes se veía muy interesante, de mucha personalidad, al grado que se hacía llamar la maestra Eglantina, habiendo cursado apenas el cuarto año de primaria.
Le gustaba llamar la atención y ser el centro de todas las miradas, y ahora lo estaba logrando con creces, y de qué manera.
Con una risa burlona y un dejo de desprecio, los miraba con rabia y no perdía de vista a Jacinto, quien se mantenía entretenido encendiendo el cirio. Entre todos empujaron la cama hacia el centro de la habitación y tomándose de las manos cerraron el círculo alrededor de ella. Jacinto, después de colocar el cirio sobre una mesita a los pies de la cama, se sentó frente a Eglantina y abrió la Biblia en el salmo número cincuenta y dos y empezó leyendo:
Prepotente infame, ¿por qué te jactas así de tu
maldad?
En todo tiempo estás urdiendo maldades,
inventos de engaño, tu lengua es una navaja
bien afilada.
Amas el mal y aborreces el bien, prefieres la
mentira a la verdad.
Mala lengua embustera, amas toda palabra
perversa.
Por eso Dios te va a destruir, a arrojarte para
siempre.
Te va a echar de tu casa y de la tierra de los
vivientes.
Todos repetían a coro con los ojos cerrados lo que Jacinto leía, concentrados en la oración. Eglantina se fue transformando de tal manera que el rostro se le veía desfigurado.
La pieza se cimbró entera por los reparos que daba la cama, que se elevaba sobre el piso y caía con gran estruendo. Cuando Jacinto pronunció “Dios te va a destruir”, aullaba, gemía y con las manos convertidas en garras tiraba de manotazos, pero retrocedía ante la luz del cirio, que la cegaba.
—¡Hey, tú, desgraciado! ¿Quién te has creído que osas desafiarme? Nada te va a valer. Nada. La mujer es mía, siempre ha sido mía. ¡Quema ese libro inmundo, hijo de puta! ¡Te lo ordeno! ¡Quémalo! A mí nadie se me resiste.
Y mientras hablaba, su voz adquiría un tono ronco, sórdido, hueco, como salido de ultratumba, y mirando fijamente a los presentes con ojos inyectados de sangre les volvía a gritar:
—¡No les va valer! ¡Ella es mía, hijos de puta!
—Oídos necios al malvado —gritó Jacinto. Redobló esfuerzos y puso más énfasis en la oración. Sacó un rosario y recitó en voz alta la oración de san Ignacio de Loyola, tomó el cirio en sus manos y se lo acercó a la cara hasta que retrocedió y se metió entre las cobijas, para después volver con más fuerza, riéndose de todos. Jacinto sintió miedo, pero se mantuvo firme, sacó de su morral un frasco con agua bendita y la roció.
Le salía espuma verde por la boca y sus escupitajos llegaban a cinco metros. Su cabello, negro y brillante, que le llegaba hasta las corvas y lucía siempre con hermosas trenzas, ahora lo tenía enredado y hecho un estropajo, con el que barría el piso de la recámara cada vez que se contorsionaba y azotaba contra el suelo.
Era tal la resistencia que oponía, que ni entre cinco hombres la sujetaban; se les escabullía de las manos como un pez.
Cuando se quedaba trabada, tiesa, les daba miedo forzarla, no se le fuera a romper un hueso. Por instantes permanecía quieta, inmóvil, para de pronto volverse a azotar contra las paredes, gritando improperios y riéndose a carcajadas. A medida que fue avanzando la oración, que se prolongó hasta altas horas de la madrugada, el cansancio hizo mella en su cuerpo. Los labios se le sellaron con fuerza uno con otro, como si siempre hubieran estado pegados: se le pusieron resecos, morados y la sangre le escurría por las comisuras. El cutis se le quedó marchito, lleno de paño cenizo, y los pómulos se le saltaban como si fuera un cadáver. Las orejas se le agrandaron, confundiéndose en una sola mancha grisácea con los moretones de la cara.
Al filo de las dos de la mañana, cuando rezaban el decimoquimto rosario, se paró sobre la cama y empezó a desvestirse hasta que quedó completamente desnuda. Se contorsionaba mostrando sus genitales y, agarrándose los pechos, increpaba y trataba de seducir.
—¡Castrados! ¡Hijos de la chingada! ¡Maricones! ¡Aquí estoy! ¡Vengan a mí!
De pronto, cambió de actitud y sintió pena al verse desnuda, poniéndose a llorar, al tiempo que unas garras invisibles la rasguñaban por todo el cuerpo sin piedad. Se veía la carne viva y de la sangre que brotaba y le escurría como hilos, se le marcaban cientos de signos de pesos por todo el cuerpo.
Terminaron de rezar hasta las seis de la mañama y Eglantina se mantenía con la cabeza metida entre las almohadas. Se calló y no volvió a hablar, a reír, a murmurar. Se hizo un nudo y casi desapareció en la cama. Doña Josefina lavó sus heridas, le puso violeta de genciana y la envolvió en un camisón grueso de franela. Los signos de pesos que tenía señalados en todo el cuerpo sólo se le borraron con agua bendita.
La jornada fue agotadora y cada noche era lo mismo.
—Oiga, compadre, ¿por qué no lleva a su mujer a Puente Jula? —interpeló Jacinto a José.
—¿Y dónde queda eso, compadre?
—Pues muy bien no sé. He oído que es por el rumbo de Veracruz, después de Paso de Ovejas. Dicen que ahí celebran unas misas de sanación, o por lo menos así se sabe que les dicen. Eso estaría muy bueno para ver si le sacan el chamuco a mi comadre. Me han contado que en ese lugar se juntan hasta treinta endemoniados y que todos bailan y se retuercen alrededor del altar, vomitando puras porquerías. El día que usted quiera yo lo acompaño, nomás me avisa con dos días de anticipación.
Jacinto y los cruzados tomaron café en compañía de José y la tía Chepa, y ante de irse le rezaron a Eglantina un último rosario mientras, cosa curiosa, ella dormía plácidamente en su cama con el semblante tranquilo.
—¿Se habrá ido el demonio? —preguntó José con ansiedad a Jacinto.
—No lo creo —le respondió—. Por ahí ha de estar agazapado el cabrón en espera de que nos vayamos para seguir fastidiando a la pobre mujer. Menos mal que ahorita duerme. Que descanse, y cuando despierte háganle la lucha para que coma, porque si no la mata el condenado diablo, se va a morir de hambre.
Al día siguiente, muy temprano, se presentó Romualdo Mota, herrero de profesión y amigo de José desde la niñez. Eran amigos de verdad y jugaron, treinta años atrás, al balero, a las escondidillas y hasta contruyeron juntos, con la ayuda de la palomilla del barrio, un titiribaco, donde al subir y bajar cantaban a dúo: “Titiribaco pan de tabaco, dile a tu hermana que te dé un taco”.
De chamacos, José le salvó la vida a Romualdo cuando se ahogaba en la poza de “Tío Mingo”, un día que se fueron de pinta. ¿Te acuerdas?, le recordaba José, y hasta el momento conservaban una bonita amistad.
—¿Qué pasó, Romualdo? ¡Qué milagro! ¿Tú por aquí?
—Sí, mi hermano, supe lo que les pasa y vengo por ustedes para que vayamos a Tlapacoyan, a ver a una tía mía que es curandera y saca los malos espíritus. Traje mi camioneta para que quepamos todos.
José cargó en brazos a su esposa y la recostó sobre una colchoneta que para el caso había acondicioando su amigo en la parte posterior del vehículo y partieron sin demora, pues la noche anterior no habían podido cerrar los ojos y Eglantina se mostraba muy inquieta.
Aparentemente se veía tranquila y aceptó de buena gana una taza de chocolate y pan, pero con la mirada trataba de indagar a dónde se dirigían; sobre todo, le molestaba el hecho de que hubieran subido a la camioneta una Biblia, un cirio, unos rosarios y algunos libros de oraciones; a ella le habían dicho que la iban a llevar a un neurólogo muy famoso que estaba de paso en el consultorio del doctor Benavides, en la ciudad de Martínez de la Torre.
Con Romualdo al volante eran siete los pasajeros que se desplazaban entre curvas y bajadas pronunciadas hacia la pintoresca población de Tlapacoyan. A medida que descendían la vegetación fue cambiando y se podían ver los naranjos cargados de fruta, así como los cafetos alineados en largas hileras serpenteando entre colinas y cañadas. Un aroma de azahar y de tierra caliente los despertó de la modorra del camino, porque con tanta curva se arrullaron y les dio sueño; sólo la tía Chepa permanecía despierta rezando el rosario y leyendo en voz alta las oraciones del libro “Quince minutos con Jesús Sacramentado”, para evitar, según decía ella, que el demonio que vivía dentro de su sobrina se alebrestara, y de paso para que no se durmiera el conductor.
Eglantina se mantenía dormida, en una especie de trance y con la cara cubierta con un velo negro. Se puso en los oídos uns tapones de algodón y se aisló de todos; quería estar sola con sus pensamientos y en su mundo.
Amargos recuerdos sacudían su ya de por sí lastimada conciencia, que se debatía entre violentos combates de las fuerzas del bien y el mal, para caer finalmente dentro de los dominios de lo oscuro. Su memoria fotográfica la aguijoneaba constantemente con el recuerdo de la ocasión en que sorprendió a su marido haciéndole el amor a Raquel, su prima, tendidos sobre la yerba de la terraza del hospital, al abrigo de una tarde nebulosa repleta de abigarrada bruma. Fue tal la rabia contenida, que fluía el odio por la sangre de sus venas y emanaba de sus poros un hedor a ira. Lo maldijo para siempre y no cesaba de fraguar un asesinato accidental con la complicidad del demonio.
—Mátalo —le decía una mujer vestida de negro que se le aparecía cada vez que se miraba al espejo, pero no podía; lo amaba entrañablemente y aún recordaba los días felices a su lado. A ella la había enamorado así muchas veces. Les gustaba cohabitar en contacto con la naturaleza y sentir en su piel desnuda la voluptuosidad de los elementos. Cuando lo conoció, rodaron por la ladera hasta el fondo del arroyo, y entre agua y arena le hizo el amor con pasión, golpeando fuerte contra su pubis.
Al llegar a Tlapacoyan despertó agitada y con la mirada vidriosa; volteaba la cabeza hacia diferentes sitios y empezó a respirar de manera fatigada, como si le hiciera falta aire, y a decir palabras incoherentes y desconocidas en un tono de voz ronco y apagado. Se escuchaba como si estuvieran hablando dos personas, que se preguntaban y contestaban a la vez.
—¡Ya despertó el enemigo! —exclamó doña Josefina—. ¡No, que no! Hay que rezarle el Santo Rosario e implorar la protección de la Virgen de Guadalupe. Antes de ir a ver a tu tía —dijo dirigiéndose a Romualdo—, vamos al cerrito, a la capilla de la Virgen de Guadalupe.
Ya en el lugar, frente a la capilla, el espíritu del mal se doblegó ante la oración de todos y la mujer se fue relajando poco a poco, ya no habló.
¡Qué raro!, pensó la tía Chepa, nunca antes había hecho eso: hacer como que hablaba en otro idioma. ¿O le estaría diciendo algo al demonio y no quería que se enteraran los demás? Realmente aquello no había sucedido antes, pero lo que sí le quedaba bien claro era el poder tranquilizador del Santo Rosario, como lo llamaba ella con devoción y respeto.
Caminaron entre calles anchas llenas de hoyos y charcos de agua, sin rumbo fijo. Una y otra vez dieron vueltas por el mismo lugar mientras terminaban de rezar las últimas letanías del rosario que habían iniciado frente a la capilla de la Virgen de Guadalupe. La mujer se había vuelto a cubrir el rostro y con las manos se tapaba los oídos, porque le molestaba tanto barullo y la insistencia de la oración aquella.
La camioneta enfiló rumbo a la salida, para la población de Plan de Arroyos, y antes de tomar la carretera, en un callejón dio vuelta a la izquierda hasta topar con pared y se paró frente a una casa de alegres balcones de celosía roja llenos de plantas y flores de vistosos colores. La casa, construida sobre un gran lote baldío de las afueras de la ciudad, contaba con dos pisos, y por el decorado y los arreglos exteriores se podía intuir que sus moradores eran personas de recursos económicos. Al fondo, en medio de un gran patio cubierto de pasto verde, se levantaba una casa de madera con techo de cuatro aguas de tejemanil totalmente pintada de blanco. Era un solo cuarto, de seis metros por seis, y estaba rodeada de un hermoso jardín cultivado en forma esmerada. Los rayos del sol sobre el techo y las paredes acentuaban lo blanco de aquel singular cuarto de madera.
Romualdo se apresuró a jalar el cordón del badajo de una campana que colgaba del pórtico de la entrada para anunciar su presencia, cuando de improviso, de adentro de un pequeño bosque de árboles de pimiento y almendros, apareció una mujer vestida toda de blanco, con una cofia de colores a manera de arco iris sobre las canas de su arreglada cabellera. Todo en ella era pulcritud y estaba minuciosamente cuidado.
—Los estaba esperando —dijo, y dejó escapar una leve sonrisa de sus labios, al tiempo que cerró un círculo de gardenias adheridas de un cordón en torno a su persona. Traía sobre el pecho una gran cruz de plata, a manera de pectoral, que despedía destellos hacia todos lados al contacto con los rayos del sol.
—Romualdo, eres ave de mal agüero, sobrino. ¿Por qué vienes a mí trayendo malos presagios? ¿Acaso no sabes que mi magia es blanca y que éste es un centro espirititista prestigiado y decente? Desde que salieron de Altotonga los he observado a través de mi bola de cristal y el arcángel Rafael, comandante de las Fuerzas Solares del Poder Espiritual y jefe de los veinticuatro ejércitos del espacio, me previno. ¡Cuídate!, me advirtió, lo que viene hacia ti es malo. Nada puedes hacer tú por ella. Lo único que debes intentar, con la debida protección, es desenmascarar al enemigo y que luego se vayan. Ten mucho cuidado, que lo que esa mujer trae por dentro es malo. Pero pasa, al fin y al cabo te esperaba; yo sé que no tienes la culpa y también sé que obras de buena fe al tratar de ayudar a tu amigo y a su esposa.
Los condujo a todos por un sendero de lajas de piedra caliza hasta la entrada de la casa de madera y los hizo quitarse los zapatos antes de pisar el suelo de lo que ella llamaba su recinto sagrado. Seguía de cerca con la mirada a Eglantina, pero se cuidaba de no verla de frente, a los ojos. Mantenía una distancia prudente y no salía de aquel círculo de flores que llevaba consigo, sostenido por unos lazos que le colgaban de un cinturón ancho de cuero de becerro nonato, de color blanco, con el que se ceñía la cintura; a la altura del ombligo traía colocado un broche de oro en forma de triángulo, que tenía grabada la alegoría de la Santísima Trinidad.
Abrió las puertas de la casita y un aroma a bálsamo perfumado se escapó de los braseros que ardían con incienso y de los cientos de veladoras que iluminaban el lugar. Ahí no había luz eléctrica y la madera de toda la construcción estaba ensamblada y pegada con brea; nada tenía clavos ni había objetos de metal.
—Es mi recinto sagrado, dedicado a la Santísima Trinidad; el Espíritu Santo es su custodio —les dijo, invitándolos a pasar. Adentro, en el centro del cuarto se levantaba un altar presidido por un gran cuadro con el misterio de la Santísima Trinidad: Dios padre, Dios hijo y Dios Espíritu Santo; una imagen de san Benito; una pintura de la Virgen de Guadalupe y una gran cruz de madera guindada de la cúspide del techo, donde se juntaban las vigas.
Hasta arriba, sobre cada uno de los cuatro tablones del techo, se podían leer los siguientes nombres: Rafael, Gabriel, Miguel y Benito. A los pies del altar tenía un catre cubierto con una sábana blanca.
—Pongan ahí a la mujer —exclamó apuntando el catre, y les proporcionó unos lazos de género blanco—. Ahora, sujétenla con los lazos y denle varias vueltas alrededor del catre, que el jaloneo va a estar fuerte.
La untó con bálsamo de sándalo y con una vara la recorría de los pies a la cabeza, al mismo tiempo que invocaba a los arcángeles, a los tronos, a las potestades, a las sabidurías, a todas las fuerzas celestiales, en medio de un silencio tenso. Eglantina, amarrada con firmeza al catre, se contorsionaba y trataba de liberarse de las vendas sin lograrlo. Toda la pieza se sacudía y parecía que se iba a venir abajo al levantarse el catre del suelo. Rebeca permanecía inmóvil con un cirio en la mano y pronunciaba con voz fuerte y serena la misma sentencia: “Luz de vida, llama de la sabiduría, resplandor de la verdad, apártanos del malvado y libera a esta sierva del Señor que ha caído en las garras del enemigo”.
Las flamas de las velas empezaron a zigzaguear; parpadeaban como si quisieran apagarse y una ráfaga de aire helado se coló por entre las maderas en medio del calor sofocante de la mañana. Hacía calor y el frío circulaba metiéndoseles a todos por entre la ropa. Se hizo un silencio absoluto y todos fueron transportados a otra dimensión. Rebeca, transformada, con un aura de luz sobre su cabeza, empezó a hablar en un tono muy pausado, lento, como si viniera de muy lejos o llevara varios años caminando:
“Aquí estoy. Vengo de donde brilla la luz eterna. Por un instante, por un momento, me fue concedido el permiso por esta única vez. Soy yo, Consuelo, tu madre, hijo; tu hermana, Josefina. Soy yo. El Señor, el Altísimo, el Único, el Todopoderoso me dijo: ‘Ve y prevenlos, Eglantina no está enferma, está poseída; y hazles ver que no eres tú la que se la quiere llevar, como ella afirma’.
“¿Quién soy para querer desearle tanto mal? Ella miente. Yo no soy. Entró a su cuerpo y se quiere apoderar de su voluntad uno de los más poderosos espíritus malignos que ella misma invocó y permitió que entrara, porque quiso causar mal y valerse de los malos espíritus para acabar con José, su esposo, mi hijo.
“Abigor se llama el infame que la posee. Abigor es un espíritu de alta jerarquía entre los de su clase y tiene el poder de conocer el futuro y penetrar en los secretos de la mente humana. ¡Sálvenla, aún están a tiempo! Ella quiso causar el mal y el mal se le revirtió, al grado que hace con ella lo que quiere. Si el Todopoderoso me ha permitido volver por unos instantes, es que quiere que salven el alma de Eglantina.
“Valor para luchar contra el mal, contra las tinieblas, contra el lado oscuro de la vida. Nunca olviden que el pecado y la rebeldía contra Dios empezaron en el mundo de los espíritus. Luchen con fuerza, Hagan oración y recuerden que el enemigo acecha, que el mal está presente. Salven a Eglantina y acérquense a la luz.”
Aquella voz misteriosa, cansada, que en momentos se escuchaba clara y vibrante, se fue perdiendo en la dimensión del infinito y se fundió en un silencio pleno de segundos intangibles que se esfumó con el aroma de los braseros que aún ardían. El tiempo quedó suspendido y cuando Rebeca volvió en sí, todos se miraban unos a otros con el espíritu sobrecogido.
—Se tienen que ir luego. Lo que el Señor ha dicho a través de mi persona y por la voz de la difunta Consuelo es grave, muy grave. Ustedes ya no deben perder tiempo consultando a nadie; lo que esta mujer necesita es un exorcismo y eso sólo lo puede hacer un sacerdote, pero un sacerdote santo y piadoso que esté cerca de Dios.
Antes de que se marcharan, Rebeca llamó aparte a la tía Chepa y le dijo:
—Veo que ustedes entienden poco de estas cosas y que no se protegen contra la presencia de los malos espíritus. Eso está muy mal, señora. ¿Cómo es posible que teniendo el mal dentro de su propia casa no se protejan? Está bien que hagan oración, recen el rosario, la Biblia, pero hay algo más que eso: tápese muy bien el ombligo. Aunque no me lo crea, a su sobrina se le metió el demonio por el ombligo. Nosotros, los que sabemos de estas cosas del espíritu, conocemos al ombligo como el plexo solar o centro de nuestro universo interno.
—Es un chakra muy importante de nuestro cuerpo. Cuídese ahí, colóquese un escapulario o una medalla, o una moneda de cobre en el mero ombligo y fájese bien con una venda, eso la va a ayudar mucho; más no le puedo decir, porque no me entendería —y diciéndole esto, se despidió de ella con un beso en la mejilla.
—Adiós, Romualdo, cuídate y protégete de los malos espíritus. Vayan con Dios y lleven pronto a Puente Jula a esa pobre muchacha, tan joven y bonita. Es una lástima que sufra de esa manera—. Caminó de regreso hacia su santuario y se puso a hacer oración.
El viaje de regreso fue rápido y sin contratiempos, salvo por el incidente de que antes de llegar a Altotonga se desviaron a Jalancingo a hacer oración al santuario del Padre Jesús, y a Eglantina no hubo poder humano que la hiciera bajar del vehículo y entrar al templo. Se quedó pegada a la colchoneta y se aferraba con las manos a la carrocería. Nadie la pudo mover y convencer de que bajara. Prestó oídos sordos a las súplicas de todos y les dio la espalda, envolviéndose en una cobija.
¿Por qué tenía que bajar? Ya lo sabían todo y conocían el nombre de su amo y señor: Abigor, el poderoso adivino, comandante de sesenta legiones. Ahora que se había descubierto la verdadera identidad del espíritu que la poseía, le tendrían más respeto y miedo, ya que no cualquiera se aventuraba a ir a rezarle y los curiosos que iban a ver cómo estaba, qué le pasaba, a qué hora se le torcía la cara, en qué momento escupía y vomitaba líquidos verdes, se irían retirando de su casa, así como los parientes de su marido que vivían arrimados con ellos.
Si bien es cierto que Abigor la tenía dominada, ella, a través de su poderoso intruso, iba cobrando poder y ya hasta podía adivinar el futuro; ya no sería tan fácil trasladarla a ningún sitio ni la engañarían, porque había empezado a experimentar nuevos poderes en su mente y su fuerza se triplicaba; en ocasiones ni cinco individuos la sujetaban.
Desde niña, y ya siendo una jovencita, cuando se hacía llamar Azucena y vivía en casa de su abuela, que era pitonisa, echaba las cartas y leía los asientos del café. Manejaba la ouija con destreza y seguido tenía contactos extrasensoriales con varios espíritus.
Era muy afortunada, decía su abuela, porque ni ella, que llevaba toda una vida dedicada a ser médium, poseía tantos poderes psíquicos.
Al descubrir que su marido la engañaba, decidió vengarse y tener relaciones sexuales con varios hombres, como Cirilo, el taxista. Entonces, acordándose de sus antiguos poderes misteriosos tuvo una gran idea, según ella: hacerse invisible para espiar a José y sorprenderlo en el momento que le era infiel.
¿Podría lograrlo?, se cuestionaba, taciturna. Tal vez sería peligroso, pero si le pedía ayuda a su abuela la cosa sería más sencilla, porque nada de lo que había intentado –brebajes mágicos, muñecos de madera, prendas de ropa y otros encantamientos– había funcionado. A su esposo no se le quitaba lo mujeriego; después de todo tenía razón su mamá cuando le decía: “Perro que come mierda, aunque le quemen el hocico”.
Hizo viaje a visitar a su abuela, que vivía en Misantla, y trajo consigo varios libros de magia negra.
—Este procedimiento mágico nunca falla —le dijo su abuela—, pero tienes que hacerlo al pie de la letra como dice en el manual porque si no lo haces así, corres el riesgo de quedarte invisible para siempre o de que algún espíritu maligno se te meta. Protégete, no hagas las cosas a la ligera ni te dejes llevar por la ira o la pasión, acuérdate que con estas cosas de la magia negra no se juega.
Había que matar un gato negro, completamente negro, sin ninguna mancha de blanco y sin dejar huellas de violencia ni sangre a la hora de sacrificarlo. Tenía que hacerlo en la encrucijada de dos caminos, a las doce de la noche y en luna llena. Una vez muerto el animal, ponerlo a cocer en una olla de barro nueva y cocinarlo a fuego vivo con leña de pirul hasta que se deshiciera la carne y sólo quedaran los huesos. Con las vértebras del animal debería hacerse un collar para ponérselo en el cuello, y los huesos restantes, de frente a un espejo, comérselos e invocar la ayuda de Asmodeo, rey de los demonios, hasta que el sortilegio aquel diera resultado. Al espejo que se utilizara se le deberían de poner varios ramitos de hoja de laurel, ruda y olivo para que ahí, en ese espejo, se quedara su cuerpo y lo pudiera recuperar al término de la luna, cuando volvería a materializarse. Un mes lunar quedaría su cuerpo suspendido dentro del espejo, dentro de una dimensión desconocida.
—De preferencia utiliza un espejo que esté fijo en alguna parte —le recomendó su abuela—, como los espejos que se encuentran en los roperos, o los que se suelen poner detrás de las puertas y sirven para verse de cuerpo entero.
Así fue como quedó poseída. En el momento que invocaba a Asmodeo, rey de los demonios, se presentó Abigor, amigo de éste, y se introdujo en su cuerpo a través de su plexo solar, el ombligo, que estaba al descubierto y sin ninguna protección. Con Abigor entraban y salían Zabulón, Astaroth y Aminadab y no se podía precisar quién en realidad la poseía.
Una noche, de las pocas que durmió tranquila en ese tiempo, de repente la abandonaron, dejaron descansar su cuerpo mientras se proponían poseer a otras personas. Fue el día en que persiguieron a José y a su primo Julián y los corretearon hasta la casa de Jacinto. Ese día fue fatídico en especial, recordó Jacinto meses después; se preparaba para acostarse, a eso de las once de la noche, cuando de improviso comenzaron a golpear con desesperación la puerta que da a la calle y gritaron de manera angustiada, con la voz ahogada:
—¡Ábranos, compadre!, ábranos! ¡Por caridad ábranos, que nos persigue el diablo!
Al oír las voces, Jacinto reconoció la de su compadre José, el esposo de Eglantina. Se vistió, tomó un cirio que tenía cerca, lo encendió, y todavía dudó unos instantes si abría o no la puerta, hasta que por fin lo hizo. En el momento de abrir, aquellos hombres despavoridos, pálidos, llenos de terror, con los pelos erizados y el semblante desencajado, entraron corriendo; casi lo tiran, lo atropellan, porque sentían que los alcanzaban. Al quedar la puerta abierta de par en par, entró una hediondez a azufre que impregnó toda la casa y causaba irritación en los ojos y dolor de cabeza. Al asomarse Jacinto a la calle pasó corriendo un perro negro que se paró en la siguiente esquina, y desde ahí, con la mirada desafiante, lo retaba. Jacinto tomó su Biblia, el rosario y el cirio que traía en la mano y, en compañía de aquellos dos asustados individuos, se fue a casa de Eglantina y ahí permaneció hasta que amaneció. Días después José le confesó a su compadre que, desesperado por la enfermedad de su esposa, y con la ayuda de Julián, había sacado una ouija que tenía guardada en el ropero y había empezado a invocar a Satanás, con el resultado que ya conocían.
—Si no nos ayuda usted, compadre, en mi casa ya seríamos a estas horas tres los endemoniados.
El día que se fueron a Puente Jula lo hicieron temprano y de improviso. Todo lo planearon en casa de Jacinto y a la enferma, dentro de un suero glucosado que le pusieron para que se recuperara un poco, le administraron un fuerte sedante y la subieron dormida a la ambulancia que les prestaron en el hospital; además, le habían puesto una camisa de fuerza. En esa ocasión iban con Eglantina la tía Chepa, José, su compadre Jacinto y el negro Constancio, además del chofer. El viaje transcurrió normal y sin tropiezos hasta que llegaron delante de Paso de Ovejas. Al circular por la carretera, con la cinta asfáltica despejada, de un momento a otro tuvieron frente a sí una gran estampida de ganado cuernilargo que los hizo frenar en seco y dar varios giros como trompo sobre la carretera, hasta quedar en sentido contrario sobre el acotamiento.
—¡Uf, qué susto, por poquito nos matamos! —exclamó Constancio al bajarse de la ambulancia a estirar las piernas.
—¡Qué raro! —observó Jacinto desde el interior del vehículo.
—No hay ni rastro de ganado, ni polvo siquiera, y si lo hubiera ya estaría en el fondo de esa barranca —aclaró José, al tiempo que señalaba la gran hondonada que se abría ante ellos, a escasos metros del acotamiento.
—Un momento —dijo el negro Constancio—, esto no me gusta nadita, nadita. Si se fijan bien, nosotros veníamos sobre una recta, una larga y recta tangente, y ahora nos encontramos en la zona de curvas de Plan del Río, varios kilómetros atrás, o sea que retrocedimos en cuestión de segundos algo así como sesenta kilómetros. ¿Cómo es posible esto?
—¿Pues cómo no va a ser posible con la clase de pasajero que traemos a bordo? —dijo doña Josefina, volteando a ver a Eglantina, quien dormía plácidamente. Se miraron las caras de frente y un escalofrío recorrió sus cuerpos.
—No hay más que jalarle para adelante.
—¿Quién va a poder más, ese tal Abigor o nosotros? —dijo con voz fuerte Jacinto para darles ánimo—. Este condenado demonio nos va a poner una y mil trabas para que no lleguemos a Puente Jula, bien dicen que es adivino. ¡Órale, doña Josefina!, saque su librito ese y nosotros la asegundamos con la oración.
Y reanudaron el camino.
Ya con la iglesia de Puente Jula a la vista, a escasos quinientos metros, al vehículo se le poncharon las cuatro llantas y quedaron parados justo frente a un enjambre de abejas. Hubo que subir los vidrios de las portezuelas y soportar el intenso calor de aquella soleada mañana. Nomás se oía cómo zumbaban las abejas afuera, mientras a ellos les escurría el sudor por todo el cuerpo.
—Hay que salir de este baño de vapor antes de que nos derritamos —dijo el chofer—. Se piensa mejor con la cabeza fresca y al aire libre.
Y diciendo esto salió de la ambulancia y se alejó corriendo. Los demás también salieron, sólo se quedaron las dos mujeres: doña Josefina, que le tenía miedo a las abejas, y Eglantina, que seguía dormida, empapada de sudor. Con un abanico de cartón, la tía Chepa le echaba aire y comenxó a desamarrarle aquella camiza de fuerza.
—Pobre criatura —pensó, se va a cocer con tanto trapo encima. ¿Dónde estará ese canijo demonio? ¿Dormirá también como nosotros? ¿A dónde se habrá metido ese tal Abigor?
Por lo pronto, Eglantina se veía calmada, somnolienta y empezaba a despertar. Doña Josefina era la única que se atrevía a estar con ella y no le temía. Cuando se encontraban las dos juntas, nunca había intentado hacerle nada. Tenía un espíritu fuerte, nobre y decidido a todo. Nada la amedremtaba y no sabía lo que era el miedo.
¿Cómo será eso del demonio y los espíritus?, se preguntaba. Ella nunca había oído hablar, ni de niña, de que existiera o se apareciera alguna diabla; siempre que hablaban del diablo se referían a él en sexo masculino.
¿Sería que los espíritus no tienen sexo?, pensó. Había muchas cosas raras que no acababa de entender. Dios también era del sexo masculino; sólo Dios hijo, Jesucristo, tenía por madre a una mujer, la santísima virgen. Pero ella no era Dios y no se le podía adorar, sólo venerar. Por eso los hermanos separados, los protestantes, nos critican tanto, porque ellos piensan que adoramos a la virgen y a los santos. Qué cosas tan raras. Así como eso, había muchas cosas más que ella no entendía; no le gustaba pensar tanto, porque de tanto pensar se hacía bolas con tantas cosas que se dicen, pero lo que sí era cierto es que ella, Josefina Pérez Méndez, no le tenía miedo al diablo.
Eglantina se despertó y no salía de sus asombro al encontrarse maniatada en la camilla de la ambulancia, lejos de su cama. Cuando se durmió descansaba en su cama rodeada de sus hijos y de su mamá, que había venido de Plan de Arroyos a visitarla. No recordaba haber estado nunca en ese lugar, y lo que más le extrañaba es que se encontraran solas en la ambulancia su tía y ella.
—¿Dónde estamos, tía?
—En Puente Jula, hija. Hemos venido para que te cures y vamos a asistir a una santa misa de sanación para pedirle al Señor que te alivies.
—Yo no estoy enferma, tía. Tú misma has visto que ya tengo una semana de estar bien.
—Precisamente a eso vinimos, a dar gracias a Dios porque ya te curaste.
—¿A quién has dicho? Yo no tengo más dios que mi amo y señor Abigor. Dios no existe, tía. Tú misma lo estabas dudando hace un rato. ¿Te acuerdas? ¿O acaso no hace ni cinco minutos que estabas pensando si Dios tenía sexo? ¿Verdad que no miento? ¿Te das cuenta que tengo poder para leer tu mente? Acércate a mí y yo te daré las facultades para que puedas curar enfermos, adivinar el pensamiento, predecir el futuro y te haré rica, inmensamente rica.
Mientras decía todo esto, los ojos le volvían a brillar con malicia y le pasaba la mano a su tía por el pelo, como haciéndole una caricia. De repente, en un instante, pasó de la ternura al exabrupto, la tomó de las muñecas y la apretó con fuerza.
—Yo te voy a enseñar quién es el amo, vieja santurrona —y la empezó a jalonear.
Doña Josefina, armándose de valor, logró soltarse, sacó un rosario bendito y se lo puso en la frente. Eglantina se lo arrebató con fuerza y de un tirón se lo quitó.
—¡No pongas delante de mí esas tonterías! ¡Mira lo que hago con tu porquería de rosario!
Y ante la estupefacta mujer, que no daba crédito a lo que estaba sucediendo, se comió el rosario entero; lo masticó bolita por bolita, sin dejar de reír de manera extraña.
—¡Poder! Poder es lo que yo te voy a dar, vieja santurrona, si me obedeces en todo.
Desde lejos, a dos cuadras de distancia, Jacinto, José, Constancio y el chofer, que se habían detenido a beber un refresco en su búsqueda de una vulcanizadora o algún talachero que parchara las llantas, pudieron ver cómo salía humo de la ambulancia y se levantaba del piso. Se quema el carro, dijeron, y corrieron hacia el lugar donde la tía Chepa forcejeaba con Eglantina, que se quería salir.
—¡Ayúdenme, por favor, ayúdenme! —gritaba la angustiada mujer, que no paraba de rezar.
Entre los cuatro la sujetaron y le volvieron a poner la camisa de fuerza, y cuando la quisieron bajar de la ambulancia para llevarla adentro de la iglesia, se hizo tan pesada que no había forma de moverla. Doña Josefina corrió al templo y trajo a un sacerdote con todo y custodia, donde venía expuesto el Santísimo.
—¡Yo los conjuro, espíritus malignos, a salir del cuerpo de esta mujer por el poder de Jesucristo, Dios omnipotente! —y rociándola con agua bendita, le puso cerca de la cara la custodia con el Santísimo.
Al principio, Eglantina se retorcía y escupía golpeándose contra el techo de la ambulancia; se quería salir, gritaba, pero luego, en el momento que el sacerdote le acercó el Santísimo, se calmó. Sus facciones, endurecidas, demoniacas, se fueron transformando hasta adquirir su apariencia normal. Ya calmada, dócil y del brazo de su marido, en compañía de los demás entró a la iglesia.
El templo, que semeja una gran catedral por sus dimensiones, se divisa desde lejos y anuncia la buena nueva de la salvación. Son famosas en todo el estado de Veracruz las misas de sanación y, sobre todo, la probada efectividad de sus exorcismos. A la entrada, sobre unos arcos gigantescos, se pueden leer los nombres de los siete arcángeles: Bataquiel, Uriel, Sealtiel, Audiel, Miguel, Rafael y Gabriel. Todo ahí se torna misterioso. Llegan personas de varias partes, creyentes y no creyentes, con la esperanza de que ésa sea la última etapa de su largo peregrinar en busca de alivio y de una curación definitiva. Sobre la bóveda de la cúpula mayor del templo de puede leer, con letras grandes de color oro, un versículo de la primera epístola del apóstol san Juan:
Sabemos que los hijos nacidos de Dios no
pecan,
pues un hijo de Dios se cuida a sí mismo
y el maligno no puede nada contra él
Juan, I, 5:18
La misa se celebró entre cantos y alabanzas y la oficiaron tres sacerdotes. Fue una ceremonia solemne, a la que asistieron treinta enfermos en compañía de sus familiares y amigos. Treinta endemoniados eran muchos, pensó Jacinto. Treinta eran los que estaban ahí, ¿y los que no asistían a esas misas?, ¿cuántos habría en realidad por ahí regados? ¿Cuántos? Realmente el dicho aquel de que “el diablo anda suelto” era cierto.
Una vez terminada la misa, los tres sacerdotes se sentaron frente a una mesa donde colocaron el Santísimo expuesto y, de acuerdo con el ritual romano, dieron comienzo al exorcismo. Los enfermos, que durante la misa habían permanecido tranquilos, empezaron a inquietarse y hubo que amarrarlos y acostarlos sobre las bancas. Algunos que se desataron y se les soltaron a sus familiares se fueron al frente del altar y ahí se contorsionaban y vomitaban. Otros, desgarrándose las vestiduras, comenzaban a hablar en arameo, sánscrito, caldeo antiguo y cananeo, según decían los conocedores.
Ningún endemoniado o poseído osaba acercarse a la mesa donde estaba el Santísimo y se mantenían a más de cinco metros de distancia de la luz de los cirios, porque los cegaba. A medida que avanzaba la ceremonia y el ritual tocaba a su fin, los enfermos se iban tranquilizando hasta quedar completamente serenos, en paz.
A la salida del templo, ya cuando se disponían a partir rumbo a Altotonga, un sacerdote se acercó a doña Josefina y le dijo:
—Hija, todo esto que has vivido y visto no te lo guardes, no lo calles; al contrario, platícalo y da testimonio del poder y la misericordia divina, y hazles ver a las personas con quienes converses hasta dónde llega la maldad del demonio. Una cosa es muy importante que sepas de toda esta experiencia que acabas de vivir —le insistió el sacredote—. No creas que el demonio entra y sale a voluntad de las almas de todos. No, ¡imagínate que sería de nosotros si eso fuera posible! No, eso no es así. Toda alma humana, desde que nace, está protegida y aislada contra la invasión o imposición de cualquier otra alma sobre su voluntad, a menos que tal alma renuncie a esa protección o invoque deliberadamente a algún otro espíritu ajeno; por eso es muy malo, y la iglesia católica lo prohíbe, consultar e invocar a los muertos, asistir a centros espiritistas y dejarse llevar por adivinos y esas cosas. No se te olvide que el mal existe, está presente, y si lo provocas puede ser peligroso. El que juega con fuego corre el riesgo de quemarse. Frecuenta los sacramentos, hija, y acércate cada día más a Jesús. Cuiden mucho a esta muchacha y tú —le dijo señalando con el dedo índice a Eglantina— deja de jugar con ouijas y tonterías, porque el demonio que se te salió ahorita te seguirá rondando y tratará de tentarte otra vez; de ti depende que te deje en paz.
Se despidió del grupo y después de haberles obsequiado unas medalllas de san Benito se retiró camino al templo.
Llegaron a Altotonga al anochecer, en medio de una espesa neblina y un constante chipi chipi. Entraron a su casa y por primera vez en un año durmieron tranquilos.
Con el tiempo las cosas fueron tomando su lugar y la pareja de José y Eglantina se fue acoplando paulatinamente. Los dos acudían, en compañía de sus hijos, a todos los oficios y servicios que había en la iglesia, sin faltar a misa, por supuesto. Con suma frecuencia comulgaban y, en especial Eglantina, era una voluntaria dispuesta a servir y ayudar en todo lo que se relacionaba con la iglesia: hacía el aseo del templo en compañía de otras mujeres, dirigía dos grupos de catequistas y estaba muy pendiente de participar en todas las festividades de la celebración del día de la patrona, santa María Magdalena.
Cada veintidós de julio, ella personalmente preparaba la comida del obispo y supervisaba hasta el más mínimo detalle. Dos veces a cudió a retiros espirituales en “La Casa de la Iglesia”, en Xalapa, con los cursillistas, y era una entusiasra activista en todo. Se volcó de lleno en las cosas de la iglesia y la relación con su marido ya no le importaba tanto. Eso pasó a segundo término y siempre decía que los celos eran arranques de juventud.
—El sexo tiene su época y su tiempo —repetía a quien insinuaba que no perdiera de vista a su marido y no descuidara su hogar.
Al pasar los meses llegó a ser la típica cucaracha de iglesia y había ocasiones en que hasta por un mes vestía el hábito de los dominicos. Cumplía mandas y promesas por otras personas y, como ella misma lo decía, estaba entregada en cuerpo y alma a Dios.
En su casa, ya sin la presencia de la tía Chepa, que se había ido a vivir con sus hijos, todo era un desastre. No había comida a tiempo; la ropa, mal lavada y peor planchada; los pisos, sucios y llenos de basura. Sólo le alcanzaba el tiempo para estar metida todo el día en la iglesia.
El padre Justino le decía: “Mira, Eglantina, yo te agradezco todo lo que haces por la iglesia y Dios también, pero no exageres la nota. No descuides tu matrimonio, tus obligaciones para con tus hijos y tu esposo. Aquí puedes y debes venir, es la casa de Dios, pero no te olvides que primero está la familia”. Tanto quería hacer, que hasta lavaba y planchaba la ropa de todos los santos.
Una tarde, cuando caminaba mero hasta adelante enarbolando un estandarte de la congregación de la Hijas de María en una procesión solemne, alcanzó a divisar a su esposo, quien doblaba en la esquina y se perdía cuesta abajo por el barrio del “Puente Juárez”, muy abrazado de Julia, una vecina de ellos que vivía dos casas más abajo de la suya. Ya se lo habían dicho y hasta le dieron pelos y señales, pero no lo creyó. Su compadre Jacinto se lo advirtió una vez:
—Cuide usted a mi compadre, que lo mujeriego nunca se le va a quitar. Eso es una enfermedad como el alcoholismo. Ya ve, los alcohólicos anónimos juran y perjuran que “nunca” volverán a tomar y, al cabo del tiempo, vuelven a las andadas.
Siguió caminando con el estandarte en la mano una cuadra más. Iba tensa, triste, y de pronto una idea muy poco cristiana, pero sí muy humana, cruzó por su cabeza. Le entregó el estandarte a una compañera, y levantando del suelo unas piedras de grava de una obra en construcción que estaba por donde pasaban, partió a carrera tendida hacia abajo cortando la vuelta para alcanzar a su marido.
—Perra, condenada vieja hipócrita, quién te viera —y empezó a tupirle de pedradas a la infeliz mujer, con tan buena puntería que los descalabró a los dos. Sintió algo que ya no había sentido en su cuerpo: rabia, ira, deseos de venganza. Los tórtolos huyeron heridos, pues les chorreaba la sangre por todos lados. Se fueron derecho al centro de salud del hospital para que les curaran las heridas y, conociendo a Eglantina cuando se enojaba, José solicitó la protección de la policía.
Hasta el mismo hospital llegó en el carro de sitio de Cirilo y se le fue a golpes a su cónyuge, mientras las enfermeras protegían a Julia.
—Peleó como las buenas —dijo la doctora Jiménez—, como una leona herida que defiende su territorio.
Todo el pueblo se enteró y a ella le vino un ataque de nervios como los que le daban al principio, cuando estaba mal y hubo necesidad de hospitalizarla.
José recurrió una vez más a su tía Josefina y le suplicó que le ayudara unos días con el cuidado de los niños y la casa. La tía Chepa, noble y de buen corazón como siempre, accedió de buena gana y por las noches se iba al hospital a cuidar a Eglantina, que ya en dos ocasiones había intentado matarse cortándose las venas con un bisutrí. Estaba muy débil y comenzaba de nuevo a tener visiones.
Los médicos no la daban de alta por miedo a que intentara suicidarse otra vez y estaban muy preocupados porque su estado mental estaba muy cercano a la locura.
—Es una border line —decían los psiquiatras.
Su esquizofrenia se complicó y un especialista que trajeron de la ciudad de México consideró peligroso, por sus hijos, que regresara a su casa. Eglantina permanecía bajo los cuidados de médicos y enfermeras en un pabellón del hospital que ya todos conocían como “el pabellón de la loca”. Ahora su madre la cuidaba día y noche y no se separaba de ella, porque las visiones no la dejaban en paz. Un día vino a visitarla su abuela, y para reanimarla le trajo la ouija que usaba en sus juegos de niña.
—¿Te acuerdas? —le dijo al mostrársela—. Eras única en eso de contactos con el más allá, no había quién te igualara.
Esa tarde, con la presencia de su abuela y los recuerdos del ayer, se veía más cuerda y serena que otros días. A la hora de la comida se terminó toda su ración y pidió algo de fruta porque se quedó con hambre.
—¡Caramba! Este tipo de visitas son bien recibidas en el hospital porque le levantan el ánimo a los enfermos —dijo el médico de turno al pasar visita al cuarto.
—Le presento a mi abuelita, doctor —dijo Eglantina dirigiéndose al interno que hacía la guardia ese día, que por cierto era domingo—. Pídale que le adivine la suerte o le diga su futuro. Ella es una gran adivina.
Rosa, la madre de Eglantina, que llevaba ya varios días sin dormir, aprovechó la presencia de su suegra, pues Sabina era la madre de su primer marido, padre de Eglantina, y le dijo:
—¿Qué le parece si esta noche se queda usted con su nieta a dormir? Ya que vino de lejos, a mi hija le daría mucha alegría quedarse con usted, pues ya sabe cuánto la quiere.
Eglantina, a la muerte de su padre y al volverse a casar su madre, no quiso vivir con su padrastro y se fue con su abuela. Las dos se entendían a las mil maravillas. En la noche, ya para dormirse, Sabina le dijo a su nieta:
—Te traje lo que me pediste el día que te soñé y me suplicaste que viniera —y sacó de su bolsa un envoltorio con huesos y un librito amarillo y apolillado, de lo viejo que estaba, y se lo puso sobre la cama—. Aquí están, como tú lo pediste.
Eglantina se bajó de la cama con la ayuda de su abuela y con mucho cuidado, sin hacer ruido, atrancó bien la puerta de su cuarto y quedó frente a ella el espejo de cuerpo entero que estaba pegado en la parte posterior, el cual, como siempre estaba abierta, no se veía.
Se vistió con un camisón negro que le trrajo su abuela, se soltó y cepilló el pelo, se colocó sobre el cuello el collar hecho con vértebras de gato y, sacando uno a uno los huesos restantes, se los comenzó a comer frente al espejo mientras llamaba a Rakashi, un demonio persa al cual se invocaba a través de los espejos, en lugar de Asmodeo, que había resultado de fatales consecuencias.
—Rakashi, señor de luz, poderoso viajero en el tiempo, ven a mí, dame tu poder, llámame hacia ti —y cuando acabó de comerse el último hueso, desapareció.
Al día siguiente, las enfermeras, al ver la puerta cerrada, pidieron ayuda a varias personas y, entre cinco, después de forcejear un rato, lograron abrirla. Con los golpes, el espejo se estrelló y se hizo añicos. Los vidrios quedaron regados por el suelo, entre hojas secas de laurel, ruda y olivo. En el cuarto no había rastro de Eglantina, sólo su abuela sollozaba en un rincón de la pieza, con algunos pedazos de vidrio sobre sus manos.
—¡Malditos!, ¡malditos! Todos los demonios del infierno los acosarán de por vida por haber enviado a mi nieta al más allá.
Nunca se supo qué pasó con Eglantina. Nadie la volvió a ver.
Tres años después, en casa de José, quien se había casado con Julia, su vecina, se oían ruidos y golpes y en los espejos se podía ver la silueta de Eglantina que miraba de adentro hacia afuera cada vez que su muy amado esposo hacía el amor con su nueva mujer. Por fin se había cumplido su más íntimo deseo: espiar a su marido sin ser vista.
En ese momento empezó una batalla en el cielo:
Miguel y sus ángeles combatieron contra el monstruo.
El monstruo se defendía apoyado por sus ángeles, pero no pudieron resistir,
y ya no hubo lugar para ellos en el cielo.
Echaron, pues, al enorme monstruo a la serpiente antigua, al Diablo
o Satanás, como lo llaman, al seductor del mundo entero, lo echaron a la tierra y
a sus ángeles con él. Entonces resonó en el cielo un griterío inmenso:
Ya llegó la liberación por el poder de Dios.
Reina nuestro Dios y su Cristo manda.
Fue arrojado el que acusaba a nuestros hermanos,
él día y noche los acusaba ante nuestro Dios. Mas ellos lo han vencido, por la
sangre del cordero. Y por la valentía con que lo proclamaron, ya que
despreciaron su vida hasta sacrificarla por él.
Por eso, alégrense los cielos, y ustedes que viven en ellos.
¡Ay de ustedes, tierras y mares!, porque el diablo ha bajado a ustedes temblando
de furor, al saber que sus días están contados.
Apocalipsis, 12:7-12