A Esperanza Vergara Loera, mi entrañable amiga, que con su arte maravilloso
inspiró estas poesías, escritas especialmente para ella, a quien
desde ese momento llamé y recuerdo como: Creadora y Señora de la
leyenda equina sobre el lienzo.
Fernando de la Luz
Yavhé tomó agua del pozo de Agar
y moldeó al caballo,
dándole como regalo
la velocidad del aire.
Las cabezas levantadas sobre los gráciles cuellos
lucen sus crines al viento
a tambor batiente sobre el valle.
De plata bruñida los casos,
suenan sus cascabeles entre las piedras del río,
mientras el aire se lleva los murmullos de una estampida.
Hicieron un surco verde entre retozos y juegos,
y entre mordisco y mordisco, asoma la tierra sus lomos.
En el fragor de la tarde relinchan los garañones
y la manada regresa donde los cerros azules.
Las yeguas, los potros y las potrancas
a golpe se adelantan;
los viejos, de mirar sereno,
andan despacio y sin prisa
camino del abrevadero.
… Al trote,
recorren los campos plomizos
por el sendero de un eco ecuestre
en el claroscuro de la noche
que ilumina sus crines al viento.
Cuando la yerba seca se quema
en el paisaje yermo del lago,
las nubes se tiñen de sangre
y a contraluz se recortan
los viejos montes de estaño.
En el crisol de la tarde,
con luces del firmamento,
Vulcano enciende la fragua
de la meseta escondida
Donde danzan los jinetes.
Por el sendero de en medio
un cuaco viene corriendo
y quiere alcanzar al viento
que sopla un aire candente.
Fuego,
un colorado retinto,
de recias patas de acero
y pelaje iridiscente,
tiene el cuello largo y arco
bien implantado en el pecho.
Sus ojos, de penetrante mirada,
lanzan rayos amarillos
a los dorados pastos.
De la cabeza a la grupa
cauda de fulgentes brasas,
pintó la crin y la cola
hasta que las puso granas.
A la mitad de la noche
incendia los campos dormidos
a galope tendido sobre el yunque
y con sus cascos levanta
la arcilla roja del suelo.
Rojo sangre,
rojo fuego,
rasgan el aire caliente.
Pasadas las cabañuelas
los fríos y los deshielos,
sobre la tierra pardusca
cava un hoyo con sus patas
y con su sangre fecunda
la arcilla tibia del suelo.
Exhausta,
la yegua pare un potrillo
y en su regazo de madre
lo mira con ojos grandes,
con ojos de primeriza.
“Mama, niño, mama”,
y suavemente,
entre sus patas traseras
lo amamanta.
En la noche, a cielo raso,
cuando se acerca la lluvia
llamada por las cigarras,
garañones en vigilia
bajo el negror de las nubes
cobijan a la manada.
Las lluvias de primavera
mojan la tierra preñada
y brota de sus entrañas
el pasto de la pradera.
Madre tierra,
tierra húmeda y fecunda,
tierra de mieses,
plenilunios de noches oscuras,
solsticios calientes,
equinoccios sensuales,
en la noche de San Juan,
bañados de estrellas nuevas,
retozan los pequeños potros
sobre la arcilla tibia del suelo.
Káiser,
tordillo porcelano,
de porte andaluz legítimo,
sobre los aires del picadero
mostró su casta
y desplegó sus dotes.
Al paso,
a galope,
a paso de costado,
en piaffé y passage,
y en ceremonia en marcha,
con paso español, garboso,
en sincronía con su jinete,
señor de la doma clásica,
arte ecuestre sin par,
saltó de la gloria al parnaso
y entró en la eternidad.
En el claro amanecer del horizonte,
sobre la mar
salpicada de espuma blanca,
dos potros de concha nácar
buscan en la arena sus huellas
al rítmico fluir de la marea.
Cuando pisan,
se hunden bajo el agua del océano.
Cuando saltan,
cabalgan sobre la cresta de las olas,
y entre abalorios de gotas de agua
se cubren de blanca espuma.
Una gota,
un hilo de escarcha
que se precipita al torrente.
Una fuente con chorros de agua,
un río que baja al mar
en busca de su destino.
Nubes de lluvia,
agua que circula en redondo
dando giros oblicuos
alrededor de la tierra.
Agua, brisa, niebla,
y de nuevo,
la gota, otra vez.
Por la orilla de la playa
vienen bailando dos potros
tordillos porcelanos
y muestran, de frente al viento,
sus crines y colas de plata.
sus cascos de fino nácar.
Como caracoles dormidos
se agazapan en el suelo
y lanzan sobre la mar
guijarros de arena blanca.
¡Cómo juegan los caballos!
¡Cómo danzan y brincan
entre las aguas azules
bañadas de brisa fresca,
de suave niebla, de gotas de agua.
Tiembla la estepa en la tarde
al paso de unos corceles
sin freno, silla ni cincho,
que lanzan coces al viento.
Al trepidar de los cascos,
los potros, mozos imberbes,
templan su furor de niños
y corren sin detenerse.
El aire, pícaro y brioso,
juega con el barro seco
y hace una nube de polvo
donde los potros se bañan
y llenan de tierra sus dorsos.
Airoso,
de finos cabellos rojos,
sobre sus cuartos traseros
salta las trancas y el foso
y a campo travieso vuela,
entre cabriolas y escaramuzas.
–¡Madre!,
deja que me eleve sobre el prado.
que flote como el aire,
que corra como el viento–.
En la quietud de la noche
los ángeles han bajado
y esparcen entre los potros
luces y magia de estrellas.
Por el camino de Santiago, su brida de mariposas,
un potro alazán tostado
luce a la luz de la luna.
Al alba,
cuando los caballos duermen,
el viento monta a horcajadas
sobre la grupa de un potro.
Agua, tierra, aire, fuego,
¿quién fue primero?
¿El agua?
¿La tierra?
¿Acaso el aire, que avivó el fuego
en la reseca tierra?
¿O el fuego, metal primero
parido en las entrañas de la tierra?
¿Y por qué no la tierra?
La vida surgió en el mar, dicen,
y antes de que se engendrara la vida,
el espíritu de Dios se movía sobre las aguas.
Aire, tierra, fuego y agua,
elementos primarios, disímbolos, antagónicos,
películas de lluvia,
bocanadas de viento,
granitos de arena,
ríos de lava crujiente,
¿quién fue primero?
Tierra, fuego, agua y aire.
En las llanuras del Cáucaso,
al abrigo de una tierra fértil
bañada por las mieses del tiempo,
el agua y el aire,
como vórtice de fuego venido del espacio
surgió el caballo, erguido y silencioso,
y con él,
la historia del hombre.
Fue un pegaso nacido en el cielo,
que al acercarse al sol
se le quemaron las alas
y se quedó entre nosotros,
alrededor de ese sortilegio de enigmas:
fuego, agua, aire y tierra.
Cuatro caballos de bronce,
vestigios asombrosos
fraguados con metales de Anatolia
y cincelados en las costas del Bósforo,
en la plaza, frente al Adriático,
perdidos en el dintel del calendario,
cabalgan sobre el cielo de Venecia,
en su maravilloso galopar aprisionado.
Descendientes de pegasos y centauros,
briosos y desafiantes,
botín de guerra,
símbolo de victoria,
en el fragor de la batalla
atravesaron el tiempo y la historia
para tirar del carro de San Marcos.
De rancio abolengo escita,
con sus bridas centenarias
ceñidas sobre el metal reluciente,
verde cobre,
verde bronce,
verde pátina del tiempo,
miran de frente al mar
con ojos de fría nostalgia
y recuerdan
los tiempos pasados,
las antiguas glorias.
En el principio,
al comienzo de los tiempos,
bajo el fuego abrasador en el desierto,
con un poco de viento,
arcilla del Cáucaso
y un puñado de arena blanca
del Sahara,
Yavhé tomó agua del pozo de Agar
y moldeó al caballo,
dándole como regalo
la majestuosidad del agua,
la velocidad del aire,
lo brioso del fuego
y la mansedumbre de la tierra.
Puso Dios al caballo
bajo el cuidado de Ismael,
el primer árabe en la historia.
Así pues, utilizando los cuatro elementos,
creó al caballo.
Se acabaron los jinetes
blandiendo sus fuetes al viento,
con sus trajes repujados
montados en briosos corceles.
Ya no se ven por los llanos
cabalgar a campo traviesa
caporales y camperos
que arrean el ganado,
rasgan la guitarra
o dormitan a la sombra de un mezquite,
entre monturas y sarapes.
Se perdieron los jinetes que iban por la sierra
midiendo la distancia en leguas.
La gente de a caballo,
de palabra recia y bigote empeñado,
se fue para siempre
en el transitar de los años
y, con el tiempo,
el polvo borró las huellas
por donde a diario transitaron las carretas,
las yeguas y sus potrillos,
los potros y la manada entera.
Desaparecieron los rancheros
que hicieron historia y forjaron patria,
los chinacos y los charros.
Las mañanas tempraneras
en silla charra, albardón y vaquera,
sobre tordillos y alazanes,
colorados y prietos
por avenidas de rancia aristocracia equina,
son estampas de museo en grabados y litografías.
En una estampida del tiempo,
la ciudad se quedó vacía
y los caballos jamás volvieron.
En la quietud de la noche,
bajo un cielo abigarrado de sonidos,
se escucha, sobre las baldosas de cantera
y entre pisada y pisada, a lo lejos,
el tintineo ladino de las espuelas de plata,
que se quedaron atrapadas
en la dimensión de los recuerdos.