A Esther, mi adorada hija.
A ella que ama estas tierras indómitas,
donde sube y baja el viento y, a lo lejos,
se le escucha zumbar entre los árboles del bosque.
El viento seco del sur, viento de aire caliente, bajó rumbo al mar durante tres noches y trajo consigo de regreso, de allá de donde nacen las nubes, del mero centro del torbellino donde se engendran las tormentas, viento húmedo del norte, viento de simiente y muerte, de verdor y hastío. Nadie lo vio llegar, cuando lo miraron lo tenían encima y rápido envolvió todo en un manto de bruma. Los malos aires se agazaparon al abrigo de los fogones y los braseros. El tiempo cambió y el aire helado, que escurría por debajo de los quicios de las puertas y las hendiduras de la madera, les entumió la memoria a todos, porque ya no se acordaban de nada. Nunca imaginaron que podía suceder tal cosa, y cuando pasó, el asombro los dejó sumidos en una ola de amnesia. El viento seco del sur volvió a soplar y se llevó los recuerdos de lo que no comprendieron. A lo lejos, entre el zumbido del viento y el eco que se quedó atrapado en la oquedad del bosque, se escucha:
—Abuela, ¿de qué está hecho el viento?
—De aire.
—Camina recio, ¿verdad?
—No, el viento no camina, sopla. Y de acuerdo con el sentido que lleve, si baja o sube, trae resequedad o lluvia —respondió Simona a su nieta María, cada vez que el viento comenzaba a soplar.
Aquel día, muy de mañana, había soplado con fuerza el viento de sur a norte y ya tarde había dado la vuelta cargado de humedad y lluvia. Cansado, hizo la pala a un lado, se frotó sus callosas y toscas manos y se quedó en silencio. Una y otra vez había intentado cavar y sólo batía lodo con el cemento, contaminando la revoltura. Nada se podría remediar a esas horas; pasadas las cinco de la tarde, aquella llovizna persistente de los otoños fríos se convirtió en lluvia y la visibilidad fue poca. Cerró los ojos un instante y cuando los abrió, todo parecía distinto. El paisaje se tornó fantasmal ante la niebla que lo cubría.
Del fondo de la cañada comezaron a salir espesas nubes, provocadas por la diferencia entre la temperatura tibia del agua del arroyo y el frío de la tarde. Como bolas de algodón salían a la superficie del agua cristalina, deslizándose a una velocidad vertiginosa sobre el lomerío, ganando terreno en el monte.
En lo alto, cubiréndose de las inclemencias del tiempo, Elías buscó refugio bajo uno de los viejos encinos que flanqueaban la entrada del camposanto. Se metió en su capisayo, que había comprado en la feria de Jalancingo, y sentándose en cuclillas sacó un envoltorio de su morral. Alisó un papel con cuidado y se hizo un cigarro con el que se dio varios toques, porque el fumaba mariguana desde que era chamaco, cuando entró a trabajar a la policía.
El viento del norte, frío y cargado de humedad, le azotaba la cara y no lo dejaba hacer nada. Soplaba y soplaba y en Ahueyahualco, un caserío disperso entre las huertas de ciruela y manzana, los charcos que tapaban los hoyos del camino eran el mejor testigo del temporal. Siempre había vivido ahí, pensó. Y entre inhalación e inhalación, los ojos se le pusieron rojos y rompió a llorar. Temblaba enterito, de pies a cabeza. Los huesos se le entumieron y se acordó de los fríos que pasaba cuando dormía en el zarzo y se arropaba con unos abrigos viejos que le habían regalado unos parientes que vivían en la capital. Dormía solo, porque no cabía en el catre con los demás. Casi niño se fue de su casa, pues según decían sus hermanos, nadie lo quería.
Con la cosecha de fruta, allá por los meses de verano, tenía la oportunidad de viajar lejos. Primero salía fuera desde mayo, cuando había ciruelas; pero con tanta plaga ya se daba muy poca y además no tenía precio. En cambio, las manzanas y las peras por lo menos daban para irla pasando, aunque no todos los años eran buenos.
La tarde cedió a la noche y Elías, somnoliento por el cansancio y el calor que producía su cuerpo metido en el capisayo, se quedó dormido. Lo arrulló el monótono caer de las gotas de agua dentro de los botes, donde escurría de los aleros de las casas vecinas al cementerio. Llegó el norte y con él, la constante lluvia menuda, mejor cojnocida como chipi chipi. La lluvia podía durar hasta cinco cdías o más. Antes, contaban los antigüitos, recordaba Elías, no salía el sol en uno o dos meses y todo se humedecía. De pronto, un olor a orín de zorrillo lo sacó de sus pensamientos y dijo para sí: el tiempo va a cambiar y así se podrá terminar la fosa, de lo contrario no podría sepultar a su mujer y los gastos ya eran muchos para otro día de velorio. Además, el pastor les había dicho que eso de hacer dos o hasta tres velorios estaba prohibido en la Biblia.
En su familia todos pertenecían a la religión del Evangelio, al igual que la mayoría de las personas de la ranchería. Sólo los mayores, los abuelos, habían sido instruidos dentro del catolicismo, pero ya no se acordaban.
—Con tanta secta que anda por ahí se hace uno bolas y ya no se sabe ni pa’ dónde jalar —decía Elías siempre que se abordaba el tema de la religión—. Si fumas un cigarro, es malo, es pecado; si te tomas una ceveza con los amigos, más malo, es pecado; si te gustan las mujeres, más malo todavía, es pecado. No puedes comer moronga ni ninguna sangre guisada. La mera verdad yo no entiendo. —Y mejor se lejaba de aquella plática.
—Renuncien a todas las tentaciones de Satanás —predicaba a cada momento el hermano Marcelino, y Elías se hacía el disimulado porque él poco iba al templo y había renunciado a medias al mundo, porque al alcohol y a las mujeres, nunca.
—Un solo velorio establece la Biblia, hombres necios. Más no está permitido —decía con cierto aire de enfado, claridad y voz fuerte el pastor en la Escuela Dominical de aquel dos de noviembre. La asistemcoa era poca. Sólo algunas mujeres con sus niños ocupaban las bancas de atrás, porque adelante las ventanas no tenían vidrios y se colaba un aire muy helado.
Los parientes no llegarían hasta pasado mañana y Josué, su hijo mayor, había salido para Salina Cruz, Oaxaca, a llevar un viaje de mandarina que trajeron sus tíos de Tlapacoyan.
—Así que no se puede sepultar a la difunta antes —comentó Felipe, un hermano de Elías que ayudaba al pastor en sus servicios y celebraciones.
—¡No, eso no debe ser! Yo ya se lo dije a Elías y se lo expliqué; de lo contrario no los acompaño al cementerio, ni tampoco habrá servicio por la noche.
Cada ocasión que se ofrecía repetía lo mismo, y ya tenía diez años de vivir entre esa gente que no le obedecía. Jehová se estaba quedando solo y más solitario se veía el templo durante los cultos de la semana, cuando escasamente se reunían cinco personas. Si esta sitación continuaba, se vería en la necesidad de solicitar su cambio; aquellas personas ya no lo querían y, lo que era peor, no tenían temor de Dios.
—¡Arrepiéntanse, el fin está cerca! —pregonaba en aquel fatídico diecinueve de septiembre de mil novecientos ochenta y cinco, cuando el terremoto sacudió a la ciudad de México—, ¡ya lo dicen las escrituras! Hay que arrepentirse y hacer penitencia. Todo esto que pasa son señales que el señor nos envía. Son advertencias. ¡Abran bien los ojos! —repetía con insistencia.
De momento, y apoyado por la información proporcionada por la radio y la televisión, hizo volver a los feligreses y su rebaño creció. El templo se veía lleno y luego luego reunió el dinero necesario para la compra de un órgano, que había esperado por tres años con colectas y rifas donde nada se juntaba; sin embargo, pasado el impacto emocional del momento, rodo volcvió a ser como antes. Cuatro mujeres y un hombre de avanzada edad entonaban himnos y recitaban salmos junto con él, el joven y solitario ministro que, desde el púlpito, donde se podía leer “Jehová es mi pastor”, presidía aquel desolado recinto.
Los oficios y los cultos, como acostumbraban llamarles los habitantes del lugar, no se veían concurridos, y el diezmo, aunquie lo establecía la Biblia, casi nadie lo daba, salvo algunas personas que lo hacían es especie: llevaban maíz o frijol, con lo que podía irse manteniendo o, al menos, tener para comer. La situación era difícil y más se agudizaba el problema cuando él luchaba contra lo que había dado en llamar la trilogía diabólica: “mundo, demonio y carne”, que nadie entendía, en ocasiones ni él, que había desertado de las filas del catolicismo para convertirse en pastor evangélico.
Antes, cada doce de diciembre acudía a la capilla del Cerrito, en Tlapacoyan, a rezarle a la virgen, y año tras año había emprendido un largo peregrinar a pie al Tepeyaxc, pero de pronto Jehová se hizo presente. Se le apareció y le dijo que estaba en un error, que tenía que rectificar y ser pastor de almas; se cambió de bando como quien se cambia de ropa. La nueva imagen que lucía ni él mismo la entendía, al fin y al cabo, salvo algunas modificaciones, todas las biblias dicen lo mismo.
Pero había algo que no lo dejaba tranquilo. Adentro, muy adentro de sus recuerdos, donde se guarda la memoria, él tenía presente aquella ocasión en que lo iban a apedrear y a linchar en Tepeyahualco; en su angustia y desdesperación había invocado a santa María de Guadalupe y no volvió a saber de él hasta que despertó en el Hospital Civil de Perote, algo golpeado pero con vida. Desde entonces nunca volvió a atacar a los católicos en sus sermones, y cuando tenía que ir a la ciudad de México, donde se encontraban los superiores de su secta, se escapaba a hacer una visita a la Basílica de Guadalupe.
En el fondo no estaba muy convencido de lo que hacía, pero ser pastor le daba renombre y respeto dentro de la comunidad y podía mantener a su familia. Por ejemplo, ahora que había muerto María, la mujer de Elías, sacaría unas limosnas de los servicios durante el velorio y el entierro.
—Mira, Elías, si tú le haces a tu difunta esposa varios velorios, te vas a condenar. La Biblia es clara. Lo que pasa es que ustedes no entienden. Quieren una religión a su manera y a su gusto. ¡Sabrá Dios si la pobre de tu mujer se haya salvado! Tú sabes bien que ella nunca aceptó de buena gana a Jehová ni al Evangelio, y aparte de eso, sigues de terco queriendo faltar a la Biblia. Allá tú, yo cumplo con advertírtelo… advertírtelo —y retumbaban sus palabras en el oído mientras temblaba de tanto cigarro.
—¡Ya deja la mota, hombre! —le dijo su cuñado Samuel, que lo sorprendió cuando se daba unos toques.
—Nomás unos cuantos para darme valor y luego lo apago.
—Pobrecita de María, tanto que me quiso y me aguantó —se decía en voz alta, al tiempo que, con los pantalones arremangados, saltaba entre los charcos del camino de regreso a su casa.
Cuando me la llevé apenas había ajustado los quince años y yo andaba en los diecisiete. Y pa’ pronto nos llevaron al Palacio Municipal y nos casaron. Le dije que se fuera conmigo, que yo la quería a la buena, y no lo pensó dos veces: me alcanzó en las terminal de autobuses. Me la llevé a Jalapa, donde trabajaba de policía, y nos fuimos a dormir a un hotel.
—¡Si me haces algo, grito! —recordaba que le decía.
—Pero mujer —replicó él—, ¿qué te voy a hacer?
—Pues lo que rodos hacen. ¡No! —insistió ella—. Es que me da mucha vergüenza; aquí, en un hotel y lejos de nuestro pueblo. No, yo no soy una mujer mala. Sí te quiero, y la prueba está en que me vine contigo. ¡Ya ves!, me mandaron a comprar el pan ¿y qué hice? Nunca regresé a casa de mi abuelita. Mejor llévame a tu casa y verás que ahí sí me dejo.
Se fueron para su casa a hablar con sus padres. Llegaron de noche y dentro de aquella única pieza, en un rincón, su padre les prestó una cama.
—¡Qué cosas! —pensaba—, recién nos casamos sus tíos amenazaron con matarme si le daba mala vida y ahora, todo acabó.
El día anterior todavía la había llevado al médico y le había dicho que la veía mejor. Le había recetado unas pastillas por si tenía alguna molestia y le había pedido que volviera la semana entrante por si había que ponerle un suero para vitaminarla. Siempre consultaban varios médicos y hasta fueron a “El Salto del Tigre”, allá por Martínez de la Torre, a que la revisara un curandero muy famoso, pero ninguno la sanó. ¡Caray, ya estaba de Dios que se muriera! Lo malo es que ahora no sabía quién iba a ver a sus hijos. Y él también se quedaba solo.
Se murió en la mañaba del sábado y, siendo ya domingo por la tarde, había que apresurar los trámites para darle sepultura, aunque el tiempo frío ayudaba a que no se descompusiera el cadáver. El lunes temprano, antes de las once de la mañana, tendría que ser el sepelio, pues así lo establecía la ley, además de las advertencias del pastor.
Dentro de la casa había mucho movimiento. Hubo que amontonar todas las camas, mesas y hasta el ropero en un solo lado, para dar cabida a la gente que desde temprano, al enterarse de la noticia, se congregaba en torno a aquella rústica construcción de madera con techo de tejemanil de cuatro aguas. Se murió y nunca supo si lo había perdonado por la vida tan dura que le había dado. Se le hizo un nudo en la garganta y le dieron ganas de llorar nuevamente. Mejor se salió, y en el patio, sin que nadie lo viera, volvió a encender su vicio y los ojos se le pusieron vidriosos.
Al llegar a casa de sus padres, en ese oscuro rincón —recordaba— cómo sufrieron. La cama, vieja y desvencijada, crujía entera al menor movimiento y dejaba escapar rechinidos por todos lados en el silencio de la noche. El ruido se acentuó al influjo de los rítmicos movimientos de aquel efímero y frustrado coito, varias veces interrumpido por los sollozos y la angustia de María. Sudaba y trataba de moverse sin lograr nada. Dentro de aquellas pesadas cobijas apenas se adivinaban las formas redondas de su asustada esposa. Hacía un calor sofocante en la oscuridad de la pieza donde compartían su noche de bodas con los ocho integrantes de su familia. ¡Qué noche pasaron! Las manos se le pusieron heladas por los nervios, tanto, que mejor optaron por tratar de dormir y no hacer más ruido dentro del funesto lecho nupcial donde, al acecho de los indiscretos oídos de sus hermanos, no se podía hacer nada.
El amor no era eso, pensó María, que no llegó a excitarse ni conoció el miembro viril de su marido. Se durmieron y no lo volvieron a intentar. La deseaba, porque la amaba y respetaba desde que la conoció en el río una tarde de abril, cuando se bañaba en compañía de sus amigas.. Pasaron cinco días, y nada. Sólo el deseo consumía sus cuerpos desnudos, uno junto al otro, sin moversr, sin decir nada, porque el rechinar acusaba el hecho y no se hacían esperar las risitas burlonas de los demás ocupantes del cuarto.
—Elías, ¿por qué no nos vamos a casa de mi abuelita? —insistía María—. Ella es sola y nos dará una pieza para nosotros dos.
—¡No!, ya sabes que de nuero yo no me voy; además, ¿qué van a decir mis padres y mis hermanos? ¡No, María!, nos aguantamos las ganas o nos vamos al hotel del pueblo —alegaba, a sabiendas de que en el hotel en Jalapa ella no se había dejado. Tenían que tener su casa, porque de lo contrario ahí nunca iban a funcionar las cosas con tanto testigo entrometido.
La lluvia seguía y apretaba más duro, y bien entrada la noche la casa se llenó de gente que, apretujada, codo con codo, hacía un verdadero esfuerzo para que no la venciera el sueño. Nadie rezaba ni cantaba, y el pastor, molesto porque con los tes y los ponches se estaba sirviendo aguardiente, se retiró intempestivamente. Un agradable aroma a canela y a naranja invadió el lugar, disipando un poco el olor a parafina quemada y a cempasúchil.
—¿Otra vez con la mota, Elías? ¡Tú no entiendes! Está tu mujer tendida y lo que más le molestaba a ella es lo primero que haces. Te burlas, ¿verdad?
—No, tú qué sabes. Tú qué vas a saber de mi vida. Mira, déjame solo con mis recuerdos y lárgate a atender a la gente esa, que nada más viene al chupe y a la gorra. Yo mejor me voy para el monte —y salió de la casa por la puerta de atrás dejando a su cuñado solo en medio del patio.
Se fue caminando abajo por la vereda del bosque y tomó un atajo que conocía bien y le traía gratos recuerdos. Otra vez se metió en su capizayo y, entre fumada y fumada, se le entumieron los pies porque estaba a campo raso. Por fin llegó, y al abrigo del pequeño bosque se puso a tejer sus recuerdos. El pasado se hizo presente en ese preciso sitio. El día que desfloró a su mujer fue una noche de Viernes Santo, en que todo el mundo se quedó en su casa y nadie transitaba por la vereda. Se amaron varias veces hasta que se poseyeron el uno al otro. Una cama de barba de pino y hojarasca fue testigo de su entrega. Yacían los dos en el suelo envueltos en un jorongo de lana, sin más testigos que las estrellas en una noche sin luna. Se amaron y ahí lo hacían siempre mientras vivieron con sus padres.
Josué fue el primero de sus ocho hijos. Todos tenían nombres bíblicos: Abel, Noé, Salomón Esequiel, Saúl, Abraham e Isaías. Nunca tuvieron hijas, puros varones, y todos los nombres los habían escogido de la Biblia que tenía el pastor, donde se podía leer en la primera hoja: “Versión de Cipriano de Valera y Casiodoro de la Reina”, pues según su religión esa era la auténtica.
El día de Todos los Santos llegó y también la festividad de los Fieles Difuntos. Primero había que rezarle a los muertos chiquitos y al día siguiente a los mayores; pero para Simona, ya con sus setenta y cinco años encima, el primero y el dos de noviembre estaban siendo los más tristes de su vida. La muerte de María, su nieta, la había sumido en el dolor y en la más honda melancolía, donde los recuerdos, por más que ella se esforzaba porque no vinieran a su memoria, no cesaban. Pasado el primer momento de lo inesperado de la noticia había que reponerse y actuar, porque al fin y al cabo ya estaba todo listo. Ah, se le olvidaba, aún faltaba que don Pánfilo, su medio hermano, ya de muy avanzada edad, le entregara las hojaldras. A María le gustaba ir por el pan a casa del tío. De niña, se iba como a las cuatro de la tarde para escogerlo calientito y casi siempre se comía una o dos piezas que el complaciente viejo panadero le obsequiaba. También había que darle la noticia a Pánfilo. Pobre, cómo la iba a sentir. La quería como un verdadero abuelo. Muy niña llegó a la casa, recordaba Simona con lágrimas en los ojos. Las fiebres se llevaron a su madre, y padre nunca conoció, aunque debió haber tenido. ¡Pobre María! ¡Quién le oba a decir que un Día de Muertos la estarían velando! Parece como si todo lo hubieta preparado para ella, pensó.
En las casas de los paganos o los gentiles, como se dice con cierto desprecio a quienes son católicos, había altares y ofrendas con cierta gracia e ingenio. Simona, como todos los años, puso su altar. Y en eso estaba cuando le dieron la triste noticia. A su altar se llegaba por una veredita de flores de cempasúchil, y simulando piedras redondas del río le puso naranjas de tierra caliente entreveradas con toronjas. El sendero se hacía para que las ánimas no se extraviaran. Adentro, en la casa, se colocaban los retratos de los abuelos, que presidían, entre veladoras y cirios, banderas de papel, dulces cristalizados y toda clase de bebidas y comidas, aquella singular ofrenda en tierra de protestantes.
Noviembre no era un mes de abundancia. Los granos de la cosecha pasada escaseaban y el maíz sembrado aún no se recogía. Los días soleados de Todos Santos, que servían para secar la mazorca en la planta ya doblada, este año parecía que no llegarían con la oportunidad que se necesitaba.
El trabajo era poco en el campo, por lo que los hombres emigraban para la costa, donde los cortes de café y naranja podían darles algo para el sustento diario. Aun así, en medio de privaciones y no teniendo hombre en casa, Simona sabía que las festividades se tenían que celebrar como era la tradición centenaria de sus abuelos y sus tatarabuelos. El pichi era lo que más había que cuidar para que no se quemara. Ella lo hacía con esmero porque en esos días casi siempre venían de la capital sus hijos que radicaban allá. Había que poner el maíz cacahuazintle, descabezado y bien limpio, dentro de una olla de barro de buen tamaño. Las hacían especiales para la ocasión y el cocimiento debía ser lento y hacerse en un anafre con carbón de encino. Lentamente, muy lentamente, se tenía que ir moviendo la olla durante toda la noche para que no se pegara. Se ponía el maíz, yerbas de olor como el orégano, laurel y hojas de pimiento frescas, con carne de cerdo; de preferencia una cabeza partida en varios pedazos, algo de carne maciza y espínazo, además de la sal al gusto. Toda la noche se tenía que velar para que el maíz reventara con el jugo de la carne y algo de agua, pero muy poca. Ése era el pichi, el legendario guiso que le habían enseñado sus padres, y a éstos, sus abuelos. Ya muy pocos lo conocían, porque los que habían salido y viajaban lejos de ahí lo confundían con el pozole, y a éste de ninguna manera se le debía confundir. Lo que ella hacía se llamaba pichi y se sentía orgullosa de que en cincuenta años de hacerlo nunca se le había pegado. Por eso tenía que velarlo toda la noche, de lo contrario, si se pegaba, tomaría un sabor a ahumado y de nada serviría.
En Todos Santos, el pichi era el platillo principal y ahora, por primera ocasión, no lo cocinaría ella personalmente. No estaba de humor y tenía que atender muchos detalles en lo referente al velorio y entierro de su nieta, pues con el mariguano de Elías no se contaba. Sabrá Dios dónde andaría a esas horas. Era un pobre diablo que nunca había servido para nada. A ella nunca le gustó para novio de María, pero ya para qué lamentarse, pensó, de todos modos ahora sí descansaría su nieta de ese sinvergüenza que tenía por esposo.
Muerta María ya no podía ausentarse tan fácil de su casa. Siempre que salía a algún lado o bajaba al pueblo, su nieta, en compañía de sus hijos, se hacía cargo de todo. Con frecuencia la acompañaban uno dos de sus bisnietos, porque a María no le gustaba que anduviera sola. Ya estaba grande y se le podía ofrecer algo.
Las horas transcurrían de prisa, y como eran días de fiesta y fin de semana, había que apurarse con los trámites y las cuestiones legales. Necesitaba el certificado de defunción, los permisos del municipio para el entierro y las constancias del agente municipal y el juez auxiliar de la congregación, y a nadie encontraba. La mayoría andaba por el cementerio llevando flores a sus deudos, y de ahí se disponían a visitar a sus familiares y amigos en busca de algún buen mole con pichi, tamales y atole de cacao. ¿Quién le resolvería esos problemas, si la que siempre la sacaba de apuros ahora estaba tendida?
Era una muerta bonita. En su burdo ataúd de madera forrado con lienzoz de género morado, parecía sonreír y tenía la piel sonrosada. Ojalá dure así para cuando venga Josué, había comentado la abuela.
—Ya se les avisó a todos los familiares, sólo queda esperar a que lleguen. Ni modo, se van a tener que hacer tres velorios, de lo contrario no la alcanzarán —dijo Samuel.
Simona rio de buena gana. Aquello de los tres velorios no le iba a gustar al hermano Marcelino. Además, tenía que ir a Altotonga a hablar con el párroco para que subiera a Ahueyahualco y le celebrara una misa a su nieta, una misa de cuerpo presente, pues estaba bautizada, confirmada y había hecho su primera comunión. Hasta antes de que se juntara con Elías, los domingos asistía a misa en su compañía, y de niña, todos los sábados la enviaba a la doctrina. Ellas eran católicas.
De repente le vinieron a la memoria todos los recuerdos de un jalón. No sabía qué hacer con tantos. Porque todos, irremisiblemente, todos se relacionaban con su nieta. Cuando cumplió siete años la confirmó el obispo en la fiesta de Santa María Magdalena, la patrona de Altotonga.
—Amadísimos hijos míos —predicaba el señor cura—, honren a nuestra patrona imitando su vida ejemplar, dedicada a servir al Señor en cuerpo y alma; después que se convirtió y arrepintió, no antes —rectificaba al momento aquel hombre de casi dos metros de estatura, piel morena y enjuta y voz grave que en ocasiones no necesitaba de miocrófono. Y volvía a insistir por si alguien no hubiera entendido: —Después, amadísimos hermanos, nunca antes —ante la mirada complaciente del anciano obispo, que ya se había acostumbrado a oír aquella alocución año tras año. Sólo movía la cabeza y fingía no haber escuchado nada. Todos los años presidía las solemnes ceremonias a las que asistía el pueblo entero y bajaban gentes de las congregaciones alejadas. Era una ocasión muy especial y la única del año en que se podía recibir el Sacramento de la Confirmación impuesto por el propio obizpo.
—Más que eso, porque éste era arzobispo —puntualizaba Simona.
¡Qué bonita se veía su nieta, toda vestida de blanco con su vela en la mano! Ella fue la madrina y tuvieron que esperar cuatro horas que duró la ceremonia, porque llegaban a trescientos los niños que se confirmaron ese día, un 22 de julio de hacía veinticinco años.
De cabellos claros y tez bronceada por el sol, María fue siempre una chiquilla alegre y despierta a quien la orfandad no había marcado porque siempre tuvo el cariño de su abuela. Recoger algo de leña por el monte, ver los animales de pluma, mudar de pastos a dos vacas que tenían y acompañarla a ella, Simona, su inseparable abuela, al molino a moler el nixtamal todas las mañanas, además de ir al a escuela de Pancho Poza, no era mucho quehacer para una niña de su edad. Le sobraba tiempo para jugar y en ocasiones la llevaba al río a que se bañara. Cómo le gustaba jugar en la poza del tesoro y observar las burbujas de donde nace el agua. Ella le enseñó a nadar y siempre bajaban juntas cuando se bañaban. Sobre todo cuando ya mayorcita, cu cuerpo cambió y atraía las miradas indiscretas de los muchachos. Nunca la dejó sola y todo para qué, pensaba, para que se hubiera casado con un hombre tan loco, tan desparpajado, que al pasar de los años, en vez de cambiar y hacerse responsable, seguía en las mismas. Era bueno, meditaba, en el fondo, pero no servía para nada. De tan bueno, se pasaba y a veces rayaba en la ingenuidad. Cuando él quería hacía las cosas bien y le salían buenos negocios; pero tenía vatrios resumideros que lo dejaban sin dinero, como el alcohol y ese maldito vicio de fumar mariguana. Pero recordar todo eso ya no tenía sentido. Algo bueno deberá tener el condenado ese que syu nieta siempre lo quiso mucho y le perdonaba todo, pensó.
Simona se salió con la suya. El párroco, de buena gana, accedió a celebrarle una misa de cuerpo presente en la capilla de san Martín. Tenía como tres meses que no se oficiaban misas ahí con la regularidad debida, y menos una misa de cuerpo presente a una persona de la que se decía que había renuncado a su religión para hacerse evangelista. Aquello podía no gustarle a muchos y como las sectas surgían al igual que los homgos, de la noche a la mañana, tenía que aprovechar esa oportunidad que se presentaba, sobre todo ahora que había decaído el entusiasmo por san Martín de Porres. Pocas personas visitaban la capilla, que escasos meses atrás se veía repleta de gente, cuando las peregrinaciones afluían de todas partes. Algo raro estaba pasando. La euforia y los milagros de los primeros días se habían esfumado.
—¡Oiga usted!, se murió la mañana del viernes y ya es lunes y ni señas de que la vayan a sepultar —comentó en voz baja Marinita, la tía de la difunta—. ¿Dónde andará el atolondrado der Elías? ¿Ya acabaría de cavar la fosa? Y los papeles, ¿quién arreglaría lo de todo el papeleo?
—Cállese, mejor ni siga, pero creo que aquí nadie sabe nada.
—Alguien dijo por ahí que dizque le van a hacer su misa y no sé cuántas cosas más.
—¿No les digo?, aquí nadie sabe nada.
—¿No sabe usted si ya llegó el hijo que estaba fuera? Sí, el que platicaban que se fue a Salina Cruz, Oaxaca.
—Según sé, es lo único que esperan para llevarla al panteón.
—Sí, pero a estas horas no —dijo Marinita enfáticamente, al mismo tiempo que veía su teloj: eran las nueve de la mañana.
Frente al féretro y a los lados, sentados en varias bancas, los dolientes y familiares bebían café, té y ponche de naranja que acompañaban con galletas de animalitos. La jornada se había alargado y más se les hacía a los que habían velado dos días seguidos. Iban dos velorios y con el de hoy lunes serían ya tres velorios.
—¡Qué desacato es ese! —dijo el hermano Marcelino al entrar—. ¿Qué no piensan darle cristiana sepultura a este cuerpo? ¿O acaso la van a dejar así para que se pudra? ¡Esto es horrible! —exclamó, y aventó con fuerza por el suelo el jarrón de café que le ofrecieron—. Hay más gente alcoholizada aquí que en las cantinas del pueblo. Ahora sí definitivamente no los acompaño. Yo me retiro —y a grandes zancadas salió de la casa con la Biblia bajo el brazo.
—Ni falta que hace —exclamó Simona, dejando escapar de sus labios una sonrisa burlona y una mueca en señal de desafío.
—Pasen, madres, pasen, están en su casa —dedía a dos religiosas que llegaron con ella. Entraron por la puerta de atrás para no toparse de frente con el pastor y porque Josué, que acababa de llegar, metió la camioneta hasta el patio.
—Estábamos por abordar un carro de sitio, cuando pasó Josué y nos trajo.
—Pobre muchacho, no me quedó más remedio que darle la mala noticia, pero parece que ya se calmó un poco. Me preguntó por su papá, pero le dije que no lo he visto. Y así es. Yo andaba en el pueblo arreglando todo lo de los papeles.
Las monjas se colocaron frente al improvisado altar con el ataúd en medio, se arrodillaron, sacaron un rosario que llevaban consigo y se pusieron a rezar. Era un monólogo a dúo, donde nadie contestaba porque nadie sabía y los que sabían ya lo habían olvidado. —Ustedes recen, madrecitas, recen, por caridad —imploraba Simona—. No importa que toda esta bola de herejes no sepa rezar; recen, que yo las sigo.
Y al paso de los misterios de aquel desconocido rosario, la pieza de madera donde se velaba a María se quedó sin gente. Las dos religiosas, Simona y don Pánfilo, el panadero, seis señoras que vivían cerca de la capilla de san Marín y los ocho hijos de María rezaban el rosario al arrullo del viento que se colaba por la casa vacía.
Elías, después de repetidos intentos fallidos, terminó de cavar la fosa en que daría sepultura a María, su amada y joven esposa. No se resignaba a perderla. No, y menos ahora que ya había entrado al grupo de Alcohólicos Anónimos para no tomar y se había hecho el firme propósito de dejar la mariguana. ¿Para qué tantos buenos propósitos?, pensaba, ¿para qué? Que me lleve a mí la huesuda, gritaba, pero no a ella. No a ella. Ya no había tiempo de nada. De enmendarse, de pedir perdón, de demostrar que hablaba en serio, que tenía palabra, que todo iba a cambiar. Ya para qué. Tantas cosas que le quería decir y la muerte, la canija y pelona muerte, se la había llevado.
Entró en la casa y, con la mirada perdida, recorría vela por vela, cirio por cirio. Se quedó mirando fijamente un cirio, y si no lo quita su hijo Josué, se quema toda la cara. Lo acostó con ternura y lo recostó bajo su hombro. Lo cubrió con una cobija y se quedaron sentados frente a la caja de su madre. Las monjas rezaban y cantaban mientras Simona, la incansable abuela, atendía a las gentes que de nuevo empezaban a llegar.
—En la madrugada el frío arrecia —había comentado Simona a Saúl, su bisnieto, y éste, sin pensarlo dos veces, cogió el hacha e hizo leña para atizar las ollas. La lumbre crujió toda la noche y, ya de día, seguían sirviendo té a las personas que llegaban. La misa era a las once de la mañana.
—Es lo más temprano que puedo, mujer —le dijo el cura —. Primero celebro aquí a las ocho y en lo que almuerzo y llego a Ahueyahualco son las once.
A las diez y media de la mañana comenzó el repique de las campanas y de ahí, cada quince minutos hasta completar las tres llamadas. Entre repiqie y repique doblaron a difunto; como renían tanto de no tocarse sonaron desafinadas. La capilla la adornaron bonita. Mezclaron alcatraces con flor de muerto y los pusieron en los cuatro jarrones que pidieron prestados en el pueblo; barrieron el piso, limpiaron las bancas y, uno a uno, sacudieron las imágenes y los cuadros del altar. En el centro, san Martín de Porres, el negrito milagroso, patrono de aquella pequeña iglesia, como decían los propios lugareños, porque cuando se referían a su capilla decían: vamos a la iglesia. Jamás usaban el término templo, como los protestantes.
La capilla nunca había estado cerrada al culto, aunque eran pocas las personas que acudían. Diario se abría, se aseaba y se prendían las velas del altar y un cirio pascual ya muy gastado de la Semana Santa anterior, que se encendía por las peticiones y necesidades de los desamparados. Tiempo atrás, allá por el inicio de la década de los sesenta, cuando el Papa Juan Pablo XXIII canonizó a san Martín de Porres, las gentes acudían en peregrinación solemne de todos lados a Ahueyahualco, a postrarse a los pies de la imagen del santo que, según unos decían, se había aparecido entre la milpa y otros, que debajo de un pino, cerca de donde estuvieron una capilla muy antigua y una ermita. La fe mueve montañas y los milagros no se hicieron esperar. Era tal la cantidad de limosna que se recogía, que pronto se le pudo contruir una capilla entre los pinos, al comienzo del bosque. Cuando abrieron el camino de terracería, se llenaban los alrededores de la capilla de camionetas y camiones que llevaban gente a pagar mandas, a pedir milagros, a asisitr a misas de sanación para enfermos, o simplemente a conocer a aquel santo milagroso que se apareció donde ya casi nadie era católico, y la antigua capilla, que se había destruido por el abandono y el olvido, adquirió vida de nuevo. No pasaba de tener treinta años y su santo patrón, nuevo entre los santos, tenía escasos treinta y tres años de haber sido elevado a los altares.
Iban a dar las once, y faltando dos minutos para que llamaran por tercera vez, se levantó el velorio y la puerta de la casa se cerró. Adentro, Elías, sus hijos y la abuela daban el último adiós a la difunta. Se acercaron a la caja pata acomodarle la ropa y Simona sacó un rosario que tenía guardado de cuando María hizo su primera comunión. Se lo puso entre las manos y las sintió tibias. Entonces, con gran sobresalto en su corazón, pero sin decir nada ni demostrar inquietud, le acarició el rostro y el cuello y quedó perpleja. Elías cargó en brazos al más pequeño de sus hijos, Isaías, y lo acercó a su madre. El niño le tocó la cara y le dio un beso en la frente, mientras los otros sollozaban ante la inminente partida.
—Está calientita, calientita —dijo, y sin resistir más, Josué la miró y pasó su mano por encima de sus cabellos. Parecía sonreírle y la piel se le sentía tersa. No había rigidez en el cuerpo y, para tres días de velorio, la muerta se veía igual que el día que la metieron en su caja.
—No, no puede ser. No podemos enterrar así a mi mamá —dijo Josué con un tono de voz algo alterado.
—¡Cálmate, hijo, Dios dirá lo que se ha de hacer! Tu madre era una santa y por eso Dios no quiere que se descomponga su cuerpo —. Y aquella discusión se alargaba mientras llamaban por tercera ocasión a misa. —Ya dieron la última, tenemos que apurarnos para que el padre no se desespere.
Cerraron la caja y entre su marido y tres de sus hijos: Josué, Abel y Noé, la llevaron cargando hasta la entrada de la capilla. Simona y los niños llevaron las flores y llenaron una carreta con las coronas y ofrendas que le habían traído.
Al moverla, poco a poco fue saliendo de su letargo y en su pesado sueño podía escuchar a lo lejos los sollozos de Elías. Todo estaba tranquilo a su alrededor. Pisaba un suelo blando tapizado de nubes blancas y caminaba con paso certero hacia una luz brillante, incandescente, a la que no podía mirar fijamente porque le cegaba los ojos.. Era tal la intensidad de la luz que perdió el camino y cayó en el vacío. Sintió que se iba por un túnel oscuro y se fue deslizando en círculos concéntricos, a manera de espiral, a medida que se le revelaba la historia de su vida. Su madre le tendió la mano y conoció a su padre. Oía voces melodiosas por todos lados y sintió un estado de gracia y una sensación placentera de la que no quería despertar; de pronto se vio ella misma vestida de blanco con un rosario en las manos, metida en ese tosco ataúd de madera adornado con lienzos de género morado. Oía llantos, lamentos y el constante pasar del viento, que tenía tres días de soplar. El viento, el constante y enigmático viento que de niña le platicaba su abuela.
La misa estaba concurrida y se celebraba con gran solemnidad. Simona contrató al cantor de la iglesia del pueblo, que llevó su órgano portátil para que la misa fuera cantada. En cuanto empezó la celebración, la abuela le hizo una seña a Josué y salieron de la capilla con gran diligencia.
—Ahora, apúrate, llévame al hospital a traer un médico. Yo presiento, al igual que tú, que María no está muerta. Madie la revisó cuando murió y el doctor Ramírez dio el certificado de defunción porque era el médico que la atendía y yo le di su buen dinero para que me lo diera rápido. Tenemos que llegar antes de que se acabe la misa y de ahí, llevarnos a tu mamá para la casa. ¡No vaya a ser la de malas y la enterramos viva!
—Ni lo quiera Dios y la Virgen Santísima —dijo, al tiempo que se persignaba—. Eso no. Pero ¿cómo fue a pasar esto? ¿Que nadie estuvo a su lado cuando murió?
—Mira, hijo, yo no sé. Cuando a mí me avisaron, según que tenía cinco horas de muerta. Al llegar ya hasta la tenían en la caja. Los que estaban era tu papá, Samuel, su cuñado, y dos de sus hermanas, nada más. Después dicen que llegó el pastor y otras gentes a cantarle himnos. Pero ya ves, en el estado que anda tu pobre padre, ni para preguntarle. Ojalá y lleguemos a tiempo, antes de que el señor cura le rece los responsos y le eche el agua bendita, porque para eso tendrán que abrir la caja y yo quiero estar ahí junto a ella.
Acabó la misa y el sacerdote, dirigiéndose hacia donde estaba el ataúd con los restos de la difunta, pidió que le abrieran la tapa. Al abrirla, María recibió aire fresco y dejó escapar un suspiro de su entumecido cuerpo. Le dolía la espalda de estar en la misma posición por más de setenta y dos horas. Cuál sería el asombro de todos los presentes al exclamar el párroco, con voz grave y en tono de sentencia: ¡Ave María purísima, esta mujer no está muerta! Y al caerle sobre la cara las gotas frías de agua bendita, abrió los ojos. ¡Milagro, milagro!, comenzaron a gritar desde adentro de la capilla, y aquellos gritos llenos de espanto y de incredulidad salieron rebotando entre las paredes y estallaron en una serie de llantos, de risas, de nervios destemplados entre los asistentes que esperaban afuera. Las gentes se abrazaban y miraban a los ojos. ¿Cómo era posible? El milagro se daba de nuevo y nadie lo había percibido. Estaba bien claro. Él, el negrito milagroso que unos hermanos separados habían sacado de su casa y tirado, que luego se apareció entre la milpa, lo volvía a hacer. ¡Ése era su pueblo!, ¡ésa era su gente! Y una vez más se manifestaba para que vieran cuán grande es el poder de Dios, repetía una y otra vez y señalaba con el dedo índice hacia donde estaba la imagen de san Martín el padre Gabriel, que aún no salía de su asombro. El médico que habían traído Simona y Josué le tomó los signos vitales y dijo que estaba bien. Se ve muy normal y parece que nunca hubiera estado enferma, añadió. Elías, desde el fondo de su corazón, lloraba a los pies de la imagen del santo y dejó a un lado del altar su envoltorio con mariguaba y una botella de aguardiente.
—Ya ven, hijos míos, la unción de los enfermos y los Santos Óleos son presagio de vida, de salvación. Hay que darle gracias a Dios nuestro Señor que, por su infinita misericordia y la valiosa intervención de su siervo san Martín de Porres, nos ha hecho el milagro de devolvernos a nuestra hija María —todos los asistentes aplaudían, brincaban y se abrazaban.
Salieron de la capilla todos juntos y sentaron a su madre en la carreta llena de flores. Se fueron cuesta abajo por la vereda directo a casa de la abuela Simona, para celebrar el retorno a la vida con una suculenta ofrenda de Día de Muertos.
El viento del norte cesó y volvió a soplar el viebnto del sur, que se llevó las nubes y trajo el sol. Viento de aire caliente. Viento de vida.