A Martha Ríos Herrera, que me habló de ella.
Le gustaban los hombres que montaban a caballo y en Altotonga no pasaban de seis o siete los que lo hacían de manera cotidiana y tenían ejemplares bonitos, llamativos, de gran alzada; ahora que lo recuerdo, quien le gustaba más de todos en realidad se veía majestuoso sobre su cuaco alazán tostado, en especial cuando el chipi chipi lo obligaba a usar su gran manga de hule que, junto con su sombrero tejano, lo hacía verse imponente. Ver a aquel hombre fuerte, colorado de lo güero que era, de ojos claros y sonrisa franca, recorrer las calles del pueblo y anunciarse a la distancia por el tintineo de sus espuelas de plata, evocaba a aquella mujercita inolvidable; ya no hay de esos jinetes en Altotonga…
—Bájame, mocoso grosero, ¿no ves que ya casi llegas al pueblo? Además, por esta vereda transita mucha gente y al rato todo mundo se va a enterar de que tú y yo andamos. Bájame, te digo.
—Espérese tantito, doña, déjeme que lleguemos a aquel pretil para que se pueda bajar sin lastimarse.
—No se te ocurra bajarme en la pila de los lavaderos de la caja de agua como el otro día, que casi me ahogo, de no ser porque el fontanero me sacó… Tú pa’pronto te fuiste a galope tendido y me dejaste sembrada en medio del agua, menos mal que ya había salido el sol y ese día, desde temprano, el calor había sentado sus reales, de lo contrario me hubiera dado pulmonía.
—Oiga, ¿y cuándo quiere que la lleve a dar la vuelta por el monte otra vez? Usted nomás dígame y ya sabe, soy materia dispuesta, con tal de que me deje, como ahora, darme una agasajadita.
—Mocoso insolente, lépero, ya quisieras tú, en toda tu mugre vida, tener la de admiradores que yo he tenido y de casas buenas, eh, de postín, y qué cuacos que tenían, no como este pobre y famélico animal.
—¿Famélico? Sí, muy famélico, pero bien que se trepa.
—Me subo, niño, me subo, no soy cualquier cosa, y quiero que sepas que si acepto venir contigo es porque me fascina montar a caballo, adoro a estas bestias.
—¿Y qué quería, que saque de las caballerizas de mi padre su potro? Ni loco, señora, ni loco. Óigame, ni que usted estuviera tan buena; y venir a ver, tan sólo me da probaditas y puras promesas. ¿No que me iba a enseñar?
—¿Yo? ¿Quién te has creído? Para eso hay mujeres en el pueblo y sabes bien dónde encontrarlas. Yo soy una señora decente, casi podría decirte señorita, porque hace tanto tiempo que no tengo junto a mí a un verdadero hombre, tanto, que ya perdí la memoria de la última vez que tuve en mis brazos a un hombre de verdad. Y ya bájame, porque me estoy impacientando. Bájame, ¿no ves que ahora es viernes y hoy llega mi patrón?
La bajó junto a los paredones derruidos que servían de escalones y haciendo relinchar al animal se alejó por el sendero camino del bosque, mientras ella, arreglándose el pelo, se enfundaba en un rebozo negro para pasar inadvertida y perderse entre las calles del pueblo.
Parece que la estuviera viendo: de talle menudo, chiquita, de brillantes ojos negros, llenaba la banqueta con su presencia y coquetería; los pasos que daba al caminar eran tan cortos y tan veloces a la vez, que parecía deslizarse suavemente sobre el suelo. Recorrer la acera completa de una calle sin detenerse era toda una hazaña, pues no había parroquiano o comadre con quien no terciara conversación, y de plática en plática la mañana se hacía tarde y pasaba del mediodía al atardecer en idas y venidas a la plaza; ella lo afirmaba con cierta gracia: “Yo –decía– tengo comal y metate con todo el mundo”.
Del recaudo siempre se le olvidaban dos o tres cosas, mismas que regresaba a comprar a destiempo; el chiste era estar en la calle, porque ahí se enteraba y transmitía las novedades de boca en boca. Quién como ella, señora y dueña de su tiempo. Por la mañana compraba lo indispensable para el almuerzo; si le faltaba algún accesorio lo conseguía en las tienditas de abarrotes o tendajones aledaños al lugar donde estuviera ytabajando, y una y otra vez bajaba camino de la plaza, ya sea por el cuarto de manteca, alguna hierba de olor o una simple cabeza de ajos morados.
Con una hermosa canasta de mimbre al brazo, de la cual hacía gala pues a ella no le gustaban las bolsas de plástico, una vaporosa y almidonada batita con amplios holanes de mascotita azul cielo a manera de mandil que le cubría debajo de la rodilla, y sus aretes de oro de dieciocho kilates con granates, se sentía la mujer más feliz del pueblo y la más importante, pues su quehacer, así como lo desempeñaba cotidianamente, era único; nadie como ella para guisar el tapado de pollo, los mixiotes de borrego o el mole negro de Oaxaca, que acompañaba siempre con una buena dotación de enfrijoladas con queso de cabra rallado como guarnición.
Por la mañana, aún no dadas las siete, bajaba hasta alguna de las chocomilerías de la plaza a beberse un licuado de nopal con piña y jugo de naranja y no se separaba del aparato de radio que tenían encendido en el puesto, donde transmitían uno de sus programas favoritos, Amanecer en el valle, hasta que no escuchara cantar a Pedro Infante; una vez que escuchaba una o dos canciones con Pedro, el día empezaba bien y regresaba a su casa a escuchar su programa hasta el final.
Pasadas las nueve de la mañana, una o dos veces por semana se descolgaba hasta el expendio de revistas y periódicos, conocido en el pueblo como la cuentería, a buscar revistas, panfletos, pasquines, carteles, lo que fuera que hablara de Pedro Infante, y con mayor razón lo compraba si traía fotografías de su ídolo.
—Don Serafín, ¿cómo está su merced?, ¿cómo amaneció de sus reumas? —le decía al dueño del expendio con mucho comedimiento y familiaridad—. ¿Me ha traído usted mi encargo? Ya hace más de un mes que me lo prometió y no veo claro, ya sabe usted que yo soy buena paga.
—Desde luego, doña Nico, la verdad es que no había salido, pero mire nada más lo que le he traído de Puebla —y desenrrollando un cartel, se lo mostró.
—¡Dios bendito! —dijo la mujer y enmudeció de la emoción. Pareciera que le iba a ganar el llanto. Por fin se controló y suspirando exclamó:
—¡Qué hombre, Dios mío, qué hombre! Esta fotografía es de Los tres huastecos; se ve guapísimo con su traje de militar, de capitán, según recuerdo. Está bellísimo, don Serafín. Éste no lo voy a pegar en la pared, mejor lo enmarco con todo y vidrio como si fuera un retrato y lo pondré arriba de mi chifonier; ya me imagino la envidia que les va a dar a mis vecinas.
Su cuarto, dentro de una vecindad, era más que un cuarto; de tan amplio semejaba una gran estancia, pues además de los muebles propios de una recámara, albergaba dos sillones de sala. No cualquier persona se daba el lujo de tener cabecera, dos burós, un chifonier de seis cajones, un ropero, una coqueta con luna y una mesita de noche, aparte del mueblecito donde tenía el aparato de televisión y un radio para escuchar sus programas favoritos. La televisión, salvo que exhibieran alguna película de Pedro Infante, rara vez la encendía, pero el radio, cuando estaba ahí, no descansaba en todo el día. Temprano sintonizaba Amanecer en el valle, después escuchaba Los tres grandes de la música mexicana y finalizabacon La hora de Pedro Infante en sus dos audiciones, la de mediodía y la de la noche, de las siete en adelante.
Las paredes de su recámara sorprendían por su laboriosidad y paciencia; de piso a techo, donde no estorbara ningún mueble, estaban tapizadas con recortes de periódicos y revistas alusivos a Pedro Infante y no había un solo espacio donde asomara la pintura original de los muros; para donde volteara uno todo era un artístico mosaico de su ídolo. Aquel cuarto, además de ser un santuario dedicado a Pedro, era en realidad un monumento a horas y horas de estar recortando, pegando, a manera de rompecabezas, la vida del actor de Guamúchil, artísticamente hilvanada por épocas y películas.
Cuando salía a la calle, cuesta arriba o cuesta abajo, la tonada era la de siempre: Amorcito corazón o Luna de octubre, bajita, inaudible, nada más para ella; era un susurro que le alimentaba el espíritu y la hacía sentirse viva, su corazón palpitaba y su piel, marchita por el paso de los años, exhalaba felicidad. Aunque nunca tuvo marido procreó cuatro hijos, todos varones, a los que veía cada dos o tres años; su relación con ellos no era la mejor y en ocasiones se tornaba ríspida. Los muchachos, como se refería a ellos, dos eran marinos, uno militar de carrera y el otro radiotécnico, pero todos radicaban muy lejos, hasta Baja California, unos en Mexicali y otros en La paz, y cuando tenían a bien le giraban algún dinero, que ella ahorraba con denuedo y hacía rendir. Los gastos, salvo el pago de la renta de su cuarto, eran mínimos y las comidas corrían por cuenta de su patrón, a quien le era fiel y de quien vivía eternamente enamorada. En la mansión, como ella le llamaba a la casa en que trabajaba, gozaba de todos los servicios; incluso había días en los que se quedaba a dormir, pues disponía de una habitación para ella sola, y de esa manera cumplia mejor con su cometido: cuidar la casa.
—Aló, residencia de la familia Martínez, ¿en qué le podemos servir? Está usted hablando a la mansión de don Jerónimo Martínez. Dígame, a sus órdenes —contestaba cada vez que sonaba el teléfono, y echaba a andar todo su florido y pomposo vocabulario que el protocolo aprendido aquí y allá le imponía. Le fascinaban las frases largas y los elogios llenos de epítetos; tratándose de caravanas, era única. Sus padres, mencionaba con frecuencia, le habían inculcado desde niña a ser propia, a manejarse con educación; nada de simplezas o cursilerías, sino lo propio, lo que es, lo que no debe cambiar nunca, porque por olvidar esas normas hay tanto pelado en el mundo, argüía.
Cuando su patrón se instalaba por algunas semanas en la casa y decidía por cuestiones de trabajo permanecer todo el día en su rancho, a diez kilómetros de distancia del pueblo, ella, solícita, se ofrecía a llevarle la comida hasta allá, y colocando todo en una canasta grande tomaba el autobús de pasajeros, al que los lugareños llaman coloquialmente “el servicio”, y le pedía al chofer que le hiciera el favor de parar frente a la finca de los Martínez porque ella se apeaba ahí. Ya en el rancho, buscaba alguna sombra al abrigo de los pinos y encinos y ahí, con un gesto exquisito, tendía sobre el pasto un mantel de cuadros rojo con blanco perfectamente planchado y sobre él iba acomodando las viandas que llevaba, y hacía que algún muchacho o uno de los vaqueros hiciera leña para, en un comal, calentar las tortillas. En una cesta, tanmbién de mimbre, colocaba sus famosas xolotas de mixcome yahuitl, las preferidas de su patrón, y ahí se estaba, juntando bellotas o alimentando la lumbre con algunas varitas secas, hasta que se llegaba la hora de comer.
Ese día, terminada la comida campestre a iniciativa de ella, don Jerónimo Martínez, conociendo la debilidad de su cocinera por los caballos, le dijo:
—Doña Nico, ¿no le gustaría montar a Navideño? Es un potro precioso, mírelo, palomino; en la región, le aseguro, no hay otro igual. Si usted no se anima sola, que la ayude Gelacio, el caballerango; el pondrá una silla especial que tengo para dama y de esa manera será más cómodo. Si usted supiera el vértigo que se siente cuando va a galope tendido no lo pensaría dos veces.
—Ay, cómo será usted, ingeniero, semejante potro es mucho animal para una mujer de mi edad, ¿cómo me vería?
—Pues pruebe. Eso sí, nada más quiero hacerle una advertencia: si se va a subir no le demuestre miedo, los animales son muy astutos, pero si usted se lo gana ese potro es una delicia, mansito, mansito, y si no, que Gelacio la ayude. Claro —dijo don Jerónimo poniendo cara de indiferencia y a la vez de sorna—, él no es Pedro Infante.
—Cómo será usted, ingeniero, ¿me sabe algo o me habla al tanteo? —y poniéndose las manos sobre la boca para ocultar la risita maliciosa que asomaba a sus labios, se puso roja, roja, pero al final accedió a que el caballerango le diera unas vueltas por un potrero lleno de tréboles y pasto que el sol mortecino del atardecer iluminaba tenuemente. Cuando se bajó se veía radiante, ni ella daba crédito a aquella hazaña.
—Ya sabe, doña Nico, cuantas veces quiera usted montar a Navideño, anímese; en vez de que Gelacio lo entrene solo, no estará mal que le dé a usted una paseada.
Desde esa ocasión, aunque su patrón no estuviera, Nicomedes subía en el servicio una o dos tardes por semana para desgracia de Gelacio, a quien le estaba cobrando aprecio y del cual se agarraba fuerte, ciñendo sus pechos a su espalda al montar a horcajadas o ir en ancas. Para la ocasión se mandó hacer con una costurera unos bloomers y unos pantalones bombachos, aunque los bloomers eran sus favoritos, pues se los habían confeccionado de una franela gruesa y afelpada. Cuando se subía al autobús de pasajeros camino al rancho, llamaba la atención con su atuendo, que coronaba con un viejo y ancho sombrero de palma amarrado con un listón color de rosa.
—¡Qué manos tienes, Gelacio! ¡Qué brazos, qué hombros! —le decía quedito al oído cada vez que la ayudaba a montar.
—Lo mejor es que traiga puestos esos pantalones aguaditos de franela, porque así yo nomás la subo; oiga, y usted puede montar sola aquí dentro del potrero —le comentaba Gelacio—, pues ya el potro se ve que le agarró cariño por las zanahorias y terrones de azúcar que le trae cada vez que viene.
Primero acudía dos veces por semana al rancho, después hubo ocasiones en que no fallaba ni un día, como si estuviera entrenando, y había dejado de frecuentar a los jovencitos del barrio que la montaban a caballo y se la llevaban al monte con tal de que los iniciara en los menesteres del sexo, porque si algo le fascinaba era que la acariciaram y ella tentalear a los chamacos; de toda la palomilla del barrio, ninguno osaba faltarle al respeto, porque ella a cada uno le daba su lugar y sabía con quién y dónde hacer las cosas.
En el pueblo todo el mundo la conocía por el apodo de la Totola, mote heredado por su familia años atrás, pues según recordaban algunas personas su abuelo había tenido una pequeña granja de guajolotes de doble pechuga, tanto blancos como canelos, y así como había a quienes les apodaban los Burros por tener varios asnos para el traslado de mercancías por los ranchos, los Birolos por descender de algún familiar bizco, o los Juanes o Juanillos por tener en una sola familia muchos varones con un mismo nombre, a su familia se le conocía como los Totoles, y todos los de esa familia, sin excepción, según su sexo eran Totole o Totola, al grado que el apellido pasaba a segundo término. Nada le podía molestar más a doña Nicomedes que se refirieran a ella con ese apodo, y de hecho ¡ay de aquel que osara faltarle al respeto, porque hasta golpes le propinaba! “Ándele –les decía–, para que aprendan a respetar y se les quite lo zoquete”. Y muy digna continuaba su camino. Tenía el genio medio disparejo y como ella misma lo decía, amante de dichos y refranes, “la mula no era arisca, fueron los palos que le dieron”.
Siempre que se tocaba el tema del accidente aéreo en que en 1957 había fallecido Pedro Infante, ella lo negaba rotundamente, pues estaba convencida de que aún vivía y algún día ella, la más fiel de sus admiradoras y amantes, se iría con él.
—Pedro vive, vive porque lo llevo dentro, vive porque todas las noches me estruja entre sus fuertes brazos y me seduce, me hace el amor, me canta al oído y de madrugada cabalgamos en su alazán tostado hasta el amanecer y yo, desnuda, me le entrego sin reparos para que haga de mí lo que quiera; sí, sí, lo que quiera. Él puede hacer conmigo lo que quiera —insistía—, como si fuera un médico que la revisa a una enterita, valga la comparación.
Por eso, sin más ni más, cuando por alguna dolencia ella decidía que debía acudir al médico, ante el asombro del galeno se desnudaba completamente y de qué manera gozaba aquel reconocimiento. En el pueblo había quienes sabían de esa debilidad, porque además ella misma lo pregonaba, y no faltaba quien dijera: “esa mujer tiene furor uterino, la fogosidad la consume”.
Y vaya que la consumía. Por las noches, sus largos y frecuentes insomnios la mantenían en vigilia y los bochornos de la menopausia la hacían sudar aunque fuera invierno. Tal parece que era su estado normal, pues aunque había llegado a los sesenta, los ardores, como decía ella, no la dejaban en paz. Se remolineaba de un lado a otro y acababa quitándose la ropa. En octubre, cuando la luna resplandecía entera e inundaba el horizonte, y se quedaba a dormir en la casa de su patrón, salía desnuda a la terraza y se solazaba restregando su cuerpo en un pilar. De su cuarto, en la vecindad donde vivía, ya de madrugada salían sonidos extraños y se oía un constante jadeo, quejidos y llanto. Había quienes aseguraban que tenía pacto con un muerto que de noche la visitaba para poseerla; otros afirmaban que era media bruja y que le hacía a la magia y sabía leer las cartas; eso sí, no era apegada a la religión y siempre que podía renegaba de las cucarachas de iglesia.
Una noche, cuando don Jerónimo pasaba unos días de asueto en el pueblo, después de la cena pidió permiso para ver la televisión y su anuencia para retirarse porque, le comentó, a las nueve de la noche iban a exhibir la película Los Gavilanes, con Pedro Infante, y ella no se la perdería por nada del mundo, sobre todo porque en esa película había una escena en que Pedro se raptaba a la novia a caballo y partía a todo galope.
—¡Qué escena, ingeniero! —le decía—. Si a mí alguien me hiciera eso, raptarme a caballo, me haría la mujer más feliz del mundo. Figúrese que aquí en el pueblo hay un fulano de no malos bigotes que siempre me ha gustado muchísimo y monta muy bien a caballo el condenado, y un día, estando yo viendo a través de la ventana de mi cuarto hacia la calle, pasó a caballo y me dijo: “Nico, qué buena estás, un día de estos voy a pasar por ti y te voy a raptar a caballo”.
—Oiga, doña Nico, qué romántico, qué guardadito se lo tenía; ya me habían platicado que tiene usted una cauda de admiradores, pero así como ese charro, a caballo y todo, no me lo imaginaba —le contestó su patrón siguiéndole la corriente—. ¿Y en qué paró ese romance, doña Nico? ¿La raptó o no? Porque por lo que se ve el tipo es medio mandado.
—No, ingeniero, está bien, así deben ser los piropos: fuertes, sensuales, que le lleguen a una; además, si una está de buenas carnes, pues que lo digan, eso tiene su encanto, ¿no cree? Pero no, me dejó como a las novias de rancho, vestida y alborotada, y se casó con otra; claro, yo no soy celosa y si me hubiera raptado me hubiera ido con él, pero no, le tuvo miedo a su esposa, que lo trae marcando el paso.
—Mire nomás, quién lo iba a decir; usted, doña Nico, con tantos admiradores —le contestó don Jerónimo siguiéndole el juego y controlando la risa para no ofenderla —. Vaya pues, doña Nico, vaya a ver su película, que si se tarda la va a ver comenzada.
En el fondo él sabía que la pobre mujer estaba enamorada de él y que no estaba bien de sus cabales, era obvio. Ya Gelacio le había dado la queja de que la señora, para su edad, era bien mandada y que había ocasiones en que, llevándola en ancas, le metía la mano por entre los ojales de la camisa y le acariciaba las tetillas.
—Usted me dio instrucciones de que la atendiera y yo me concreto a eso, pero ella es muy volada, bien especial, patrón —le platicaba Gelacio a don Jerónimo—. Debería verla, señor, con esos calzones ridículos que se pone parece la Llorona. El otro día hasta me espantó. Pasaban de las diez de la noche cuando llegó y no tuve más remedio que dejarla dormir en mi catre; yo me fui para las caballerizas y allí me quedé. Estaba empeñada en montar a Navideño a la luz de la luna; yo, la verdad, me rajé, señor, le dije que el potro andaba algo inquieto pues le habían traído una yegua para que la cubriera y no podía montarlo; al final se resignó y como ya era muy tarde aceptó mi ofrecimiento de quedarse en mi cuarto. No, señor, con esta pobre señora no se puede, todo el tiempo tiene ansias de varón, de un macho que la consuele; por lo que se ve, de joven ha de haber sido tremenda.
Pasado el tiempo, doña Nico dejó de trabajar en la casa y la finca de los Martínez y se recluyó en su cuarto; los bochornos la ahogaban y las reumas la postraron en cama; el pueblo entero advirtió su ausencia y nunca más volvió a entrar a la cuentería en busca de revistas o carteles con la fotografía de Pedro Infante.
Un domingo de mañana sonó el teléfono y don Jerónimo, que casualmente había ido a pasar el fin de semana a su casa del pueblo, contestó. La persona que le habló se limitó a informarle de manera lacónica que doña Nicomedes García Serrano había fallecido el sábado a mediodía y esa mañana se oficiaría en su memoria una misa de cuerpo presente, y que como ella había trabajado mucho tiempo con esa familia habían creído conveniente avisarles de su deceso.
Al colgar el teléfono se quedó pensando y un escalofrío le recorrió entero; esa mañana, al llegar tempranito al rancho, Gelacio le había contado que la noche anterior, a la luz de la luna, doña Nico había cabalgado sobre Navideño a campo traviesa por todo el rancho hasta el amanecer. “Y no es todo, patrón, le había dicho el caballerango, con los ojos desorbitados del susto, “se lo juro, por la memoria de mi santa madrecita, que en gloria esté, que doña Nico no iba sola; montaba en ancas abrazada de Pedro Infante; se lo juro, patrón, por mi madre, que ansina lo vide todo, cerquitita”.