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Fernando de la Luz

...De sobra sé que fui, soy y seré siempre el mismo...

...De sobra sé que fui, soy

y seré siempre el mismo...

María Campanas

A Luis, mi hermano, para que recuerde cuando
Jugaba a la lotería en casa de María Campanas,
a la sombra de dos almendros y un tabachín, en
el hermoso pueblo de Concordia, Sinaloa.

Detrás del mostrador era toda solemnidad y encarnaba al jefe, al auxiliar postal y al cartero, que convergían en su persona debido a la escasez de presupuesto y al hecho de que, en realidad, la oficina no requería de más personal. Sólo Gelacio, el cartero pagado por el municipio, la auxiliaba con el reparto de la correspondencia en el pueblo, porque de las rancherías de la sierra venían en diferentes partidas de mulas los agentes de correos nombrados por la comunidad. Su cargo era importante y su difunto padre, de quien heredó el puesto, se lo decía:

—Cuando estás de este lado del mostrador, eres doña maría Zataráin, señora y jefa del Correo, noble institución con más de trescientos años de haber sido fundada. No es cualquier cosa, María, ser la jefa de la oficina de correos y, sobre todo, cargar con la enorme responsabilidad del sigilo postal.

—¿Te imaginas qué sería del correo si no existiera el sigilo postal? —decía Jacinto Zataráin a su hija, con vehemencia, desde la silla de ruedas adonde una hemiplejia lo había postrado para siempre. Coronel retirado de las huestes del general Arrieta, había peleado en la revolución y como recompensa a su glorioso pasado militar y ser, según el decir de las gentes un individuo “leído y escribido, además de su exigua pensión le confirieron el cargo de administrador de correos de su pueblo, donde setenta y cinco años atrás había nacido. Cuando murió maría tenía ya seis años al frente de la oficina y de no ser por su salario y la renta que el mismo Correo le pagaba a su madre por albergar en la pieza de enfrente las oficinas, la pasarían muy mal

Todos los días por la mañana al llegar la correspondencia procedente de Mazatlán y por la tarde la que arribaba de Durango por el camino de la sierra, extraía las cartas de las sacas y acomodaba los paquetes en su lugar, dejándolos de manera ordenada por rumbos de reparto. Debido a la carencia de nomenclatura, el acomodo de las cartas respondía más a su conocimiento de dónde vivían las personas que a los nombres de las calles; además, la inmensa mayoría de los sobres, en el lugar de la dirección sólo ostentaban la leyenda “Domicilio Conocido”.   

Al revisar las cartas de manera minuciosa y colocarles el sello con la fecha de recepción y el nombre de la oficina, cerraba los ojos con fuerza y sentía la presencia de su padre cunado la acompañaba en vida y le daba consejos:

—No te olvides, lo más importante en este asunto, aparte de que las cartas y paquetes lleguen a tiempo a su destino, es velar porque nadie las abra. No tienes idea de lo sagrado que es la inviolabilidad de las cartas —parecía decirle el viejo Jacinto desde el más allá—. Es tan importante o más —le repetía— que el secreto de confesión de un cura. La violación de una carta puede desencadenar una serie de situaciones, la mayoría de las veces funestas, para la sociedad entera. Y vaya que esto lo sabía bien ella. No en balde a los cuarenta y cinco años seguía soltera.

No era fácil para una mujer con tantas ocupaciones hacerla de administradora y cartera a la vez porque, además de su trabajo, debía velar por la salud de su madre. Últimamente el creciente volumen de las cartas con “Domicilio Conocido” la traía muy atareada y recorría las calles muy de mañana, huyendo del calor del sol, para poder cerrar la oficina a las dos de la tarde, una vez que recibía la ruta procedente de Durango, y entregarse de lleno a su pasión cotidiana: jugar a la lotería. Gelacio, que a su muy particular modo de ver las cosas no tenía personalidad ni conocía bien los nombres de las calles, sólo le ayudaba a cargar la mochila y la acompañaba una vez por semana o dos, si la correspondencia era mucha, a Mesillas y a Zavala, rancherías cercanas, diez leguas arriba la primera y quince hacia abajo la segunda siguiendo la margen derecha del río, a dejar la correspondencia.

Ese día ante la inminente lluvia que se avecinaba, cerró temprano la oficina y entró en su casa disponiéndose a servir la comida que, para su madre y ella, había elaborado en el transcurso de la mañana, al regreso del recorrido matinal del reparto.

 

Pasado el mediodía, los rayos ambarinos del sol de invierno rebotaban sobre los techos de las casas, incendiando las tejas como presagio de una tarde calurosa. Las pesadas nubes venidas del oriente, tras dejar caer gruesas gotas como tostones de antaño, se disiparon; un aire tibio venido del mar se las llevó. El ambiente sofocante causado por la malograda lluvia acentuó   la resolana y el polvo envolvió las calles en un manto de calina donde nadie transitaba. De esquina a esquina y por las dos aceras, ni un alma se asomaba a la ventana ni salía por las puertas. Era la hora del calor. Todo el pueblo yacía en agónico regocijo: dormían la siesta, imprescindible después de una ardua jornada iniciada al despuntar el alba; sin embargo, algunos como María, mejor conocida como “María Campanas”, se dejaban llevar por la sensualidad y cadencia del tiempo que invitaban al reconfortante y placentero baño.

De tez clara, ojos verde aceituna y mirada perturbadora, pelirroja de piernas torneadas y menudo talle, vestía de blanco desde las sandalias hasta los listones que utilizaba en el cabello. Siempre trascendía a agua de colonia y por entre el encaje y organdí del escote, asomaba un busto bien implantado que dejaba entrever años mejores, también blanco por la cantidad de talco que se ponía.

Afanosa y sin dejar de tararear una melodía, lavó las baldosas de su banqueta, tendió unos petates en el suelo y acarreó unos bancos de madera para sus amigas, que no tardarían en llegar porque dando las cinco de la tarde daría comienzo el juego. María repartió las cartas, se sentó y, bajo la sombra de dos almendros y un tabachín, comenzó a gritar voz en cuello:

—El que pica con la cola: el alacrán.

—La pelona se los lleva: la muerte.

—La cobija de los pobres: el sol.

—Don Ferruco en la Alameda: el catrín.

—El que canta cuando duermen: el gallito.

—La Campana de Dolores: la campana.

De pronto, Rosario la de Esteban, incorporándose con dificultad, gritó: ¡Lotería!, ¡Lotería! Cada quien llevaba sus granitos de maíz o frijol. La entrada costaba veinticinco centavos y pagaban con una peseta de plata, de aquellas monedas de la balanza. Se corrían las apuestas de a veinte, treinta, cincuenta centavos y a veces hasta de a peso.

—Se robaron a Juanita, la hija de Concha la de Juan. Y a Teresa, la practicante nueva que enseñaba en la escuela de niñas. ¡Apenas se puede creer!, ayer las vi. Fuimos juntas a lavar. Según se sabe fue uno de los güeros de Mesillas, ésos que vienen a vender quesos. Tal vez si, tal vez no; o a la mejor quién sabe —platicaba en tono de chisme a María, Chepina, su amiga y compañera de toda la vida.

—Te deberías de juyir un día de estos, María. Ya estás recia y si te quedas aquí, te quedarás a vestir santos. Mira, ahora, durante las fiestas de San Sebastián, ¿por qué no te robas a un güero de Mesillas? A mí me contaron que la sangre francesa de sus venas está muy debilitada de tanto mezclarse entre ellos. Necesitan sangre nueva y tú, por lo menos tendrías quien te haga un hijo. Deberías de recibir a alguno en tu casa, antes de empezar con los ardores y sudoraciones de la menopausia, aunque sea pa’ que se te quiten las ganas, ¡total, quién se va enterar!  Ya ves, el señor cura dice que hay que ser hospitalario como la Samaritana o Santa María Magdalena.

—¡Santo Dios!, ¡San Sebastián bendito! Las cosas que se te ocurren, Chepina. Yo, María Engracia Encarnación del Espíritu Santo Zataráin Vizcarra, convertida en prostituta, ni loca. Yo, socia de la Acción Católica, Hija de María y promotora del Santo Rosario, Dios me libre de tanta ligereza y calentura. Que se juyan las locas. Yo ya no estoy para esos trotes. Soy toda una señorita, aunque te cueste creerlo. Además, mi madre, ¿qué sería de mi madre? ¿Te imaginas?, después de tanto cuidarme para que vaya yo a salir con mi domingo siete. Mira, mejor jugamos a la lotería, porque ahorita no estoy para recibir consejos de nadie y menos tuyos. ¿Y tú?, ¿por qué no sigues tus propios consejos, chiquitita? Ya no te cueces al primer hervor. Y si tanto te gustan los güeros, róbate uno para ti, a mí déjame como estoy, bastantes malas jugadas me ha deparado el destino, no creas que no tengo mi coranzoncito. Yo sé mi cuento.

¡Ahora sí se vendió el pulque! —dijo riendo de buena gana doña Lupe Zataráin—. Éstas ya se están repartiendo a los güeros y ni quien les eche un lazo.

Todas se miraron de manera burlona, murmuraron entre sí y, conteniendo la risa, siguieron el juego. El chisme lo dejaron para después.

“La bandera; el tambor; la chalupa; la sirena; el valiente”. ¡Lotería!, ahora gritó doña Chona, quien se ganó cinco pesos porque María, por comadrear con Chepina, no le había puesto cuidado al juego ni sabía nada de las apuestas.

 

La tarde corría despacio y las comadres, en solaz reposo, daban rienda suelta a sus cuentos, risas y carcajadas entre lotería y lotería. Los quehaceres de la casa y las fatigas quedaban atrás. Todo estaba tranquilo y, poco a poco, el bullicio de la gente llenaba de vida las desoladas calles, una vez pasado el calor del día. Todos platicaban sentados en las banquetas y hasta sacaban mecedoras y poltronas para recibir el fresco de la noche.

El ambiente se llenó de olores, por dondequiera había latas de tamales y ollas con champurrado. En las calles aledañas al mercado y al jardín principal, las mesas largas con manteles de hule floreado y bancas atravesadas a lo largo para sentarse a cenar, con sus consabidas cucharas de peltre depositadas en un vaso de vidrio y servilletas de papel de estraza en forma de abanicos, esperaban a los parroquianos. A las seis, antes de la puesta de sol, se merendaba menudo; ya de noche las cenadurías ofrecían, a través de sus vistosos pizarrones de lámina pintados con gis, patrocinados generalmente por una marca de cerveza o refrescos, una deliciosa variedad de platillos como pozole, tacos, tostadas, gorditas, tamales, asado de res a la plaza, pollo a la plaza y diversos antojos antojos acompañados de aguas frescas de horchata, tamarindo, jamaica, limón, piña y cebada.

La amena charla, mezclada con los olores y sabores de los puestos de comida, el alboroto de los niños y las voces, en ocasiones ladinas y estridentes, de los equipos de sonido de las diferentes carpas de atracciones y espectáculos, daban al pueblo una imagen festiva, que la presencia de los juegos mecánicos y las casetas de madera de tiro al blanco, la mujer caguama y el niño que se convirtió en serpiente por desobedecer a su mamá, acentuaban el ambiente clásico de feria, prolongándose la algarabía, sobre todo ahora, 19 de enero, vigilia de san Sebastián de Artola, patrono, mártir y santo, hasta altas horas de la madrugada.

A lo lejos, entre el ladrar de los perros y el griterío de la chamacada jugando a los encantados, se podía escuchar: “…Granada tierra ensangrentada en tardes de toros. Mujer que conserva el embrujo de los ojos moros…”  la popular canción de Agustín Lara, en voz del doctor Alfonso Ortiz Tirado, conocido tenor de los años cuarenta y cincuenta, a través de la única bocina del cine, que daba hacia el parque anunciando la función.

A la manera del teatro: primera, segunda y tercera llamada, en el cine de “El Mechudo”, mote con el que era conocido el dueño del cin, se tocaba la melodía “Granada” daba inicio la función. Sin horario fijo, porque todo debería empezar al llegar la oscuridad, pues el local ocupado por el cine no tenía techo. Era, como decían los lugareños, “al aire libre”. Si llovía se mojaban y se secaban al calor de la noche, pero la función jamás se interrumpía.

“Granada” se dejaba escuchar tres veces. En ocasiones más temprano que otras, como acontecía en el invierno, pero siempre al terminar la tercera daba principio la proyección, ante el notorio enfado del párroco del lugar quien, molesto, repicaba las campanas del templo. El padre Nacho, como le llamaban todos de cariño, como buen oriundo de los Altos de Jalisco, de raigambre cristera hasta las cachas, las tocaba con sonora vehemencia e invitaba a los feligreses al santo rosario, a la hora santa o a lo que fuera, con tal de acallar la bocina del cine e impedir la función.

Últimamente las películas que se exhibían eran muy inmorales —según la muy peculiar manera de pensar del anciano sacerdote—, tanta perdición era mala para las almas y además, como “El Mechudo” era el único distribuidor de cerveza en el pueblo, durante la función la ofrecía en venta, cosa que le agradecían sobre manera los asistentes, ya que con el calor y bochorno de la noche la acostumbraban tomar bien fría, incluso las mujeres.

Esperaban que pasara la hora del chinacate, para que estos curiosos y noctámbulos animalitos no molestaran al público y no se fueran a estrellar contra la lente del proyector, como cuando exhibieron “El ataúd del vampiro”, donde el señor Duval, una especie de vampiro mexicanizado, importada de Transilvania a la Hacienda de los Sicomoros en el legendario estado de Guanjuato, no sólo volaba en la pared blanca que hacía las veces de pantalla, sino por todo el local ante la zozobra y el espanto de los asistentes.

En aquella memorable ocasión, María no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Durante más de un mes, sudaba helado sobre la cama y mojaba las sábanas. Cerraba las ventanas de su casa y colocaba hojas de plama bendita guardadas para la ocasión, desde el Domingo de Ramos, en toda puerta o ventana e incluso en los cerrojos.  Por eso a nadie le gustaban las películas de vampiros, y el operador del viejo aparto de treinta y cinco milímetros siempre esperaba a que entrara la noche y se apaciguaran los murciélagos.

Todos los viernes a media mañana, en el camión del Mogas, con la valija del correo, junto a la correspondencia, llegaba la película. Y precisamente María en persona revisaba minuciosamente y contaba los rollos, para evitar el penoso incidente de cuando exhibieron “Heraclio Bernal, el Rayo de Sinaloa”  a la que, por un infortunado descuido de los distribuidores, se le colocaron dos rollos de la película “El Zorro”  en inglés y con Tyrone Power. Nadie le entendió. Se enojó tanto la gente, que hubo necesidad de devolver el importe de las entradas para calmar los ánimos exaltados. Aquí, en Concordia, eso y más podía pasar.

 

En lo alto de una meseta circundada por el río, la población se abre en pequeños pliegues, como si fuera un abanico, entre las serpenteantes calles repletas de casas antiguas y construcciones señoriales inconclusas desde siempre, donde el olvido imprimió la pátina del tiempo. Frente al parque, presidiendo la pequeña alameda de laureles de la India, ceibas  y tabachines, en medio de un gran atrio de piedra, con más de un metro de altura sobre el nivel de la calle, se levanta el hermoso templo de cantera rosa y frontispicio churrigueresco, además del retablo principal del altar mayor, dedicado a san Sebastián de Artola, mártir y patrono del pueblo. Su gran torre sobre el agreste paisaje que se pierde en las estribaciones de la sierra anuncia, desde lo alto del campanario, la existencia bulliciosa de un caserío lejano enclavado sobre un montículo, en el sendero de los ecos entre el mar y la montaña.

Todos los viernes, lo mismo a Mesillas que a Zavala, poblaciones vecinas, llega el tañer de la gran campana de plata, fundida en el siglo XVII por los mineros de Pánuco. Al repicar, a pocos minutos de haber oscurecido, los lugareños de las villas cercanas intuyen que compite con el altavoz del cine y llegan a tiempo cuando la función comienza. María, apenas escuchó la primera “Granada”, dio por terminadas las apuestas, despidió a sus amigas y levantó sus cartas y cartoncillos para otro día. Por hoy había sido suficiente y, no obstante haber estado distraída en el juego por comadrear con Chepina, le sobraba dinero para pagar las entradas del cine: la de ella y la de su madre.

En el pueblo, invariablemente, ella era la primera en enterarse de la programación del cine, con quince días y hasta con un mes de anticipación, pues al correo llegaban la propaganda y los carteles alusivos a las cintas que serían exhibidas. Siempre pasaban el mismo tipo de películas. Los temas estaban trillados y la gente se aburría. No salían de los charros, los balazos y las cantinas; de vez en vez algo de lágrimas y drama y en ciertas ocasiones, como aquella cuando no pudo dormir, el terror. Si la película era americana nadie iba. El Inglés no lo entendían y los letreros, por lo malo de las copias, se veían borrosos. La mayoría de las películas eran una invitación descarada a pecar, sobre todo incitaban  a los hombres a ser mujeriegos y a darle duro a la pisteada —insistía el padre Nacho.

—No, ahora no, la de hoy es diferente y con una mujer bonita —comentaba María a todo el mundo.  Así que debía apurarse para encontrar un buen lugar: ni muy atrás ni hasta adelante, a la mitad del galerón sin techo que hacía las veces de sala de espectáculos. Quería encontrar, entre las bancas de madera, una que no tuviera clavos sueltos o astillas, porque rompían la ropa y a los varones les desgarraban los pantalones domingueros.

Sofía, su madre, a quien también le gustaba el cine, vestía de negro como correspondía a su edad. A los setenta años, según la costumbre no le quedaba otro color, y como era viuda, tapaba su cabeza con un velo lila de tul muy fino, en señal de duelo y respeto a la memoria de su marido. Por las mañanas auxiliaba a su hija en las labores del correo y cuando ésta llevaba a cabo el reparto, ella se encargaba de cuidar la oficina, vender estampillas y decirles a los clientes que aguardaran la llegada de su hija, porque si se trataba de algo más elaborado, como un giro o un registrado, o contratar el servicio de poste restante, ella sólo se concretaba a sonreír y a encogerse de hombros. Siempre que las salidas de María no obedecieran al trabajo de correos, adonde la acompañaba Gelacio, iba con ella a todas horas y a todas partes; siendo señorita no podía, no debía andar sola por la calle sin su madre, sobre todo después de haber tenido tan desafortunado traspié.

Estaban solas; su otra hija, Rosa, vivía en Culiacán y si no se cuidaban una a la otra, nadie lo haría. Es cierto, eran personas muy conocidas y apreciadas en el pueblo, pero una de malas —pensaba— podía suceder en cualquier momento y la tragedia volvería a empañar la felicidad de su hija.

María, solterona por azares del destino, salvo los restregones que se daba en el río cuando era muchacha y que nunca pasaron de ahí, con un vecino de su edad, jamás se había acostado en realidad con ningún hombre. En la calle, al caminar, se le quedaba mirando entre suspiro y suspiro, pero todo terminaba en nada. Los domingos cuando asistía a misa, también los miraba; se conformaba con hacerse ilusiones. Cuando tuvo su novio formal, que incluso la visitaba en su casa y la acompañaba a los bailes, sólo lo tomaba de la mano.

El sacerdote, según una antigua costumbre mojigata de la liturgia, había dispuesto que adentro del templo y durante los servicios,  los hombres se sentaran del lado derecho, donde se leía el Evangelio, y las mujeres del lado izquierdo, donde se colocaba el presbítero para dar lectura a la Epístola.

—Ésta es la única manera de celebrar la Eucaristía como Dios manda. Se evitan las tentaciones del demonio y escuchan la misa con devoción y recato —les decía el padre desde el púlpito, antes de iniciar el habitual sermón.

Por eso a María le gustaba ir al cine, porque cuando entraba y se aglomeraba la gente podía sentir sobre su piel el roce furtivo de un varón o la mano indiscreta que la acariciaba en la oscuridad de la función.

“¿Vas a ir al cine?”, se preguntaban unos a otros los viernes y hoy era viernes. En una gran mampara de tusor, bien estirada con engrudo y pintada de negro, se podía leer con grandes letras hechas de papel terciopelo rojo: “Sara Montiel en EL ÚLTIMO CUPLÉ”, y sin más carteles alusivos a la película, llenaba la totalidad del lienzo una fotografía de tamaño descomunal de Sarita Montiel, quien, para gusto de los hombres, lucía un escote espléndido.                          

A decir verdad era toda una hazaña proyectar la película más taquillera en la historia de la Ciudad de México. Esto ya era de por sí un éxito. En México, con “el Último Cuplé”, se inauguró el cine Arcadia, de las calles de Balderas y tenía casi dos años ininterrumpidos en cartelera. Y aquí, en Concordia, aunque era un pueblo pequeño, no se podían quedar atrás en la publicidad y difusión. El inmenso cartel se podía apreciar desde cualquier ángulo del parque, pues le colocaron varios focos que la iluminaban. —¡Qué barbaridad!, a esta señora le va a dar un resfriado —dijo la señorita Tana. Y la Nina Vizcarra se santiguó y rezó tres Aves marías por el alma de tan voluptuosa dama. Las señoritas de la Acción Católica protestaron enérgicamente y, como una atención a las canas y al parentesco que guardaban algunas de ellas con el dueño del cine, más que a la beatería, éste, con un paño color azul, mandó que le taparan los senos, dejando al descubierto del cuello hacia arriba.

—¡Uf, qué alivio!, por lo menos, aunque hacía calor, la pobre mujer no moriría de pulmonía —murmuraron las mujeres que salía de rezar el santo rosario.

Pero a todo esto, después de tanto escándalo, ¿dónde estaba la respetable administradora del correo?

—¡Mira, Chepina, yo no voy! Allá que se las arreglen las vanguardistas o las señoras de la Dolorosa. Mi madre tiene seis meses de no ir al cine a distraerse y ya es justo que aunque sea le pegue el aire —insistía y gesticulaba, mientras vestida de blanco, como era su costumbre y con una chalina que le cubría hasta la nariz, en su afán de pasar inadvertida, a propósito se coló entre los mirones del parque, mientras sorbo a sorbo saboreaba un delicioso raspado de rosa con leche.

Le taparon el busto porque, según decían, era una indecencia, una deshonra para las señoritas decentes.

—Yo mejor ni opino —comentó María. Se les pasó la mano a esas señoritas puritanas. ¡Envidias! Lo que a ellas les falta, a la fotografía le sobra, por eso la taparon. Ya no se acuerdan cuando de chiquillas corríamos a bañarnos al río. Allá, entre la plebe, las mayores nos pellizcaban los pezones dizque para que nos crecieran los pechos. A mí deben habérmelos pellizcado de más, a otras jamás se los tocaron y se les marchitaron para siempre.

 

—Apúrese, mamá —replicó—, acábese su raspado porque ya vamos a entrar, no tardarán en tocar la tercera “Granada” y nos tenemos que meter como la humedad entre la bola, ahora que vino tanta gente de Mesillas y de Zavala que no nos conocen, para entrar sin llamar la atención y escoger un buen lugar. Si nos ven y se lo cuentan a doña Pina, figúrese la de líos y hasta el padre Nacho se va a enterar. ¡Ni Dios lo quiera, san Sebastián bendito!  —dijo al santiguarse con cierta gracia y malicia, escabulléndose entre la multitud, cuidando que no lastimaran a su madre.

 

Ya adentro, se apagaron las luces y se vieron las estrellas.  Era una noche cálida y la oscuridad profunda garantizaba el éxito y calidad de la proyección. La luna saldría más tarde, después de terminada la película, casi a la media noche, y sería la primera luna llena del año. Hecho que favorecía a todos los que habían venido de lejos, pues podrían caminar por los senderos sin linterna y sobre las altas banquetas de cantera, o por media calle si se quería, sin riesgo de una caída o un tropezón.

Se encendió el proyector y sobre la gran pared pintada de blanco, se sucedieron, en cuestión de segundo, uno a uno los números del nueve al cero, enfocando la imagen. Por fín, lo tan esperado: “El Último Cuplé”.

En un teatro de revista, en el Madrid de principios de siglo, se alza el telón y del fondo del escenario aparece ella, de grandes ojos negros y labios carnosos. Camina despacio haciendo notar sus caderas, provocativa, enfundada en un traje fucsia, modelo strapless, con flecos multicolores, y entreabriendo los labios con sutil estilo, canta:

“Juró amarme un hombre sin miedo a la muerte.
Sus negros ojazos en mi alma clavó.
Tu amor es mi sino,
Tu amor es mi suerte,
tu amor es mi vida, me dijo y juró.
Llegarme juró en su querer,
Más allá del dolor y el placer.
Y loca la hermosa, promesa del hombre:
yo fui una mujer.
Nena, me decía loco de pasión.
Nena, que mi vida llenas de ilusión.
Deja que ponga, con embeleso,
junto a tus labios
la llama divina de un beso.”

 

—¡qué letra!, ¡qué mujer! —comentaba la gente en el cine. El teatro se venía abajo en aplausos y ella, ahí, preciosa. De mirada seductora, suspiraba profundo y su busto, el discutido y puesto en entredicho busto, bajo el atrevido escote, palpitaba de manera sensual y lucía redondo, sublime, inalcanzable.

—Da gusto tener unos pechos así de bien puestos y lucirlos con tanto aplomo —dijo María a su madre, al tiempo que, posesionada del personaje de María Luján, vivía intensamente la película. Con disimulo, se tocó el busto y estirando hacia los lados las amplias mangas del vestido, dejó al descubierto sus pechos, a semejanza de la heroína del melodrama. No faltó quien la mirara en la penumbra de la noche a través del parpadeante fluir de la luz del proyector y al percatarse de ello, un sentimiento de voluptuosidad la invadió. Se ruborizó y, ante las miradas indiscretas, se tapó con la chalina que llevaba.

—¿Y esa indecencia? —replicó su madre en voz baja.

—¿Cuál indecencia, madre, cuál?

—¿Cómo que cuál? A poco me crees ciega. Estoy vieja, sí, cansada también, pero no soy tonta —replicó Sofía, que desde hacía rato, de reojo, venía observando cómo se transformaba su hija y asumía poses y gestos de la artista—. Mira que jalarte las mangas hacia abajo y entallarte el corpiño delante de tanto pelado. Creo que te estás volviendo loca.

—No, madre, la que está enloqueciendo y viendo moros con tranchete es usted. Yo lo único que tengo es calor, mucho calor, y como no traje el abanico, trato de refrescarme un poco.

Ante lo obvio de la discusión y la subida de tono, la gente protestó y una rechifla calmó los reclamos de la anciana. De sobra conocía a su hija y sabía bien de lo que era capaz. No en balde ella auspiciaba todas esas actividades piadosas y de la iglesia, que en algo mitigaban su pena y frenaban el temperamento de aquella mujer llena de vida.

Al interpretar Sarita Montiel cada melodía en la película, María las hacía suyas y vivía el momento poseída, cantando y tarareando cada una de ellas, sin importarle la gente a su alrededor. Lo mismo cantaba “Nena” y “El Relicario”, que se sentía transportada a un diván tapizado con fina seda, donde interpretaba “Fumando espero”. Para cada escena tenía una reminiscencia de su vida y en cada canción se veía reflejada. La época en que se desarrollaba la historia de la película obviamente no era la de ella, pero el personaje central se le parecía tanto —pensó—, que bien podía haber sido una premonición de tiempos no vividos o acontecimientos por venir.

Mientras corría la cinta, recordaba que en más de una ocasión, en su juventud, cantó en el teatro de la escuela a beneficio de la misma y no lo hizo mal. Las gentes supieron de su gracia y salero y, a la distancia, comentaban sus logradas creaciones del chotís “La Lola” y del cuplé “La chica del diecisiete”. Cuando cantaba “La Lola” al repetir el estribillo de “La Lola, dicen que no duerme sola, porque han visto a un mozalbete que la ronda por las noches y no ven a donde se mete” cerraba los ojos con gracia moruna y arrancaba nutridos aplausos del público. Entonces tenía dieciocho años. Fue en esa época cuando los empresarios de una radiodifusora de Mazatlán le ofrecieron trabajo de animadora y le prometieron enviarla hasta la ciudad de México; su padre no se lo permitió. Ese trabajo no era para ella que—dijo—, como toda muchacha bonita de su edad, estaba destinada al matrimonio.

—Cómo ha pasado el tiempo —suspiró María con un dejo de nostalgia, e irónicamente agregó: “Uy, si supieras, don Jacinto”. Pronto olvidó los reclamos de su madre, la cual, dejando a un lado la discusión y la calentura de su hija, gozó también la película con especial deleite y recordó con añoranza algunas canciones de gratos recuerdos.

El entusiasmo era tal en el cine que después de cada canción la gente aplaudía y esperaba la siguiente para aplaudir más. Reían, lloraban, vivían el momento y, junto con el auditorio del teatro de la película, lloraron cuando al final el empresario del teatro salió y dijo: “Señores, María Luján, la gran María Luján, no cantará más, acaba de cantar para ustedes su último cuplé”.

—Se murió, lástima, tan bonita y se llamaba María también. Nunca se casó a pesar de haber tenido varios amores. Vaya desperdicio de vida. Tal vez Chepina no estaba equivocada — murmuró entre labios.

Se acabó la función y aunque la película le había fascinado, salió del cine un poco preocupada, triste. Ni modo, así era la vida y tenía que enfrentarla como viniera. Cabizbaja, pensativa, emprendió el camino de regreso a su casa. Tanto alboroto de las beatas y la película había estado muy bonita, al grado que ella la recomendaría ampliamente para toda la familia, no como decían las señoritas de reputación dudosa que incluso era la historia de una prostituta. Porque según su muy particular manera de ver las cosas, ellas, sus compañeras de la Acción Católica, incluyéndose, claro, eran las que en realidad no tenían etiqueta. Las rameras, las de la vida alegre, tenían la fama y no negaban lo que eran, lo demostraban.

La luna, sobre la torre de la iglesia, inundó a Concordia de luz. Las losas de las banquetas, como tableros de ajedrez, unas blancas, una oscuras, entreveradas con los arcos de los portales en una noche de enero, daban al paisaje urbano un toque romántico y acentuaban las sombras de las de las viejas construcciones. Era la primera luna llena del año y las gentes llenaban las calles en animada charla camino a sus casas.

 

Le dijeron en el cobertizo, lugar donde hacen los bailes del pueblo, que fuera al correo, al número 42 de la calle Rafael Buelna, porque ahí vive una viejita que daba posada.

—¿Al correo? —se dijo a sí mismo entre dientes— ¿A estas horas, tan tarde?

—Sí, si, al correo, es la casa de doña Sofía, y la pieza de enfrente la alquila como oficina postal y su hija maría es la encargada. Es una casa de ladrillos rojos de barro natural, con un portal amplio, donde dos columnas de cantera sostienen el techo. Ahí vas a ver una tabla
pintada de café y amarillo colgada de dos alcayatas con un anuncio de letras blancas que dice “Oficina de Correos”, y como mejor seña, en la calle, frente a la banqueta, hay dos almendros y un tabachín.

Tocó de manera mesurada. Habló. Subió el tono de voz, gritó. Volvió a tocar la gruesa puerta de madera y nadie respondió. Esperó un rato por si salía alguien. Iban a dar las diez cuando por la acera de enfrente vio venir a dos mujeres que atravesaron la calle: una de negro y otra de blanco, las dos con la cabeza cubierta por largos velos, a la manera de un rebozo. A la distancia no distinguió sus rostros. El caminar pesado, como arrastrando los años por el piso, le dieron la certeza de que la mujer de negro era la anciana que buscaba.

—Buenas noches, usted perdone —dijo con un tono de voz bien timbrada, dirigiendo la mirada hacia Sofía—, soy Gonzalo Garnier, de Mesillas, me informaron que aquí, con ustedes, podía encontrar un cuarto disponible para pasar la noche y por eso me atreví a venir, señoras.

Y mientras hablaba, sonriendo con los ojos en busca de aceptación, la luminosidad de la noche reflejó sobre la piel lozana de su cara, varias pecas a la altura de las mejillas.

—Ya es tarde, pasan de las diez y para mi rancho ya no hay corridas de camiones de pasajeros a estas horas —siguió diciendo—. No sé si soy inoportuno o si hice bien en venir a molestarlas, pero la verdad, estoy un poco cansado.

Mientras preguntaba con insistencia, Gonzalo miraba a aquellas dos mujeres clavadas en el suelo, sorprendidas ante lo inesperado de su aparición.

—¡Pero si es un chamaco! —balbuceo María, y tan tarde.

Vestía de blanco, a la usanza de los queseros de Mesillas. Pantalón de dril color beige, camisa blanca y una chamarra ligera de algodón, también blanca, con los clásicos adornos charros y los botones de hueso del mismo color del pantalón. Atado al cuello lucía un paliacate rojo, que le daba un toque de color a tan singular atuendo. Los botines eran de becerro nonato y en la muñeca de la mano derecha traía una esclava de plata con las iniciales G.G.Z.

A María no se le escapaba ningún detalle. Incluso en la penumbra de la amarillenta luz del foco frente a su casa pudo distinguir el pelo rubio. Era güero, “güero de mesillas”, y la fisonomía de aquel apuesto joven la remitió de inmediato a charla que por la tarde había sostenido con Chepina a la hora de jugar a la lotería. Gonzalo guardó silencio en un compás de espera, mientras Sofía y María, madre e hija, se reponían de lo inaudito.

De pronto, María se adelantó y, colocándose frente a Gonzalo para verlo de cerca le dijo:

—Disculpa nos tomaste por sorpresa y como mi mamá no oye bien, no sé ni qué decir; pero pasa por favor, pasa, tanto como un cuarto disponible no lo tenemos, pero eso es lo de menos, te hago un espacio al final del corredor y asunto arreglado; pero pasa a tu humilde casa y si en algo te podemos servir, encantadas —le decía, mientras con la mirada lo repasaba entero, de la cabeza a los pies—. Esto no es una pensión propiamente. Una o dos veces por semana, los lunes y los viernes, duermen aquí en el corredor los arrieros que me hacen el favor de llevar la correspondencia a la sierra, y por la parte del traspatio, guardan sus bestias. Los recibimos porque son gente buena, de absoluta confianza y uno de ellos es compadre de mi madre. Por eso se ha corrido el rumor de que aceptamos huéspedes en casa, pero no es así. Sin embargo, hoy es sábado, el corredor está libre y, si mi madre no dispone otra cosa, no veo objeción para que te quedes, ellos vienen hasta el lunes. ¡Ah, pero qué barbaridad! Tú tan atento y nosotras ni os hemos presentado. Yo soy María Zataraín y mi madre se llama Sofía. Pero pasa por favor, recoge tus cosas, que no son horas para estar en la calle.

Gonzalo levantó del suelo un pequeño maletín y una maleta grande de lona y se dispuso a entrar, ante la mirada no muy complaciente de Sofía. María rió con malicia y un vago presentimiento cimbró su cuerpo al rozar con su mano el brazo de Gonzalo. De manera afable le abrió la puerta de par en par, mientras su madre, con el ceño fruncido, lo veía pasar. Hacía muchos años que no entraba un varón desconocido a su casa a esas horas de la noche. Al entrar puso su equipaje sobre el piso y en medio de aquella pieza grande con techo de vigas de roble blanco, Gonzalo tuvo la sensación de estar en la casa solariega de su abuela materna, en Copala.

 

Flotaba un delicado aroma en el ambiente. Olía a perfume de mujer madura, a ropa impregnada de talco y a arcones repletos de recuerdos. En cada rincón, baúl, silla o esquinero se percibía un sentimiento de estar en el umbral de un mundo antiguo que encerraba secretos y aprisionaba los deseos contenidos de una generación entera.

El mobiliario no era mucho y dejaba espacio entre uno y otro mueble debido a las dimensiones de la recámara. Un biombo de cuatro hojas, con pinturas estampadas en ambos lados, hacía las veces de vestidor. Ahí estaban dos camas matrimoniales con cabeceras de latón, un ropero, dos cómodas, un tocador muy antiguo con losas de granito verde, un aguamanil completo con dos picheles de porcelana, dos mecedoras de caoba con chapetones de cobre en la baqueta y una mesita de noche donde se podían ver un vaso con agua y unas cajitas de medicina.

El piso, de ladrillo cocido, daba un aire acogedor a la pieza y contrataba su color rojizo con lo blanco de sus muros. Retratos por todas partes: santos, cristos, veladoras, un cuadro de la Virgen de Pánuco con marco de madera laqueada y un par de sables de don Jacinto, el difunto marido de Sofía. Al fondo, una puerta comunicaba con el corredor y daba al patio y a la cocina. Hasta atrás, el único baño, donde había un retrete de cajón. En el centro del patio, entre los ciruelos y los guayabos, una gran pila redonda de cantera rosa, llena de agua cristalina, contigua a una vieja noria con brocal de piedra y malacate de madera.

La pila, de dos metros de diámetro y uno de profundidad, recubierta en su interior de mosaicos blancos y azules, se llenaba durante la noche con agua que caía de la llave. Cuando se escaseaba, lo cual era frecuente, con una cubeta se sacaba de la noria o se le compraba al aguador  que, en una gran barrica instalada sobre una carreta, la acarreaba desde el río. La pila nunca estaba vacía. El agua no podía faltar: con ella se regaban las plantas de la huerta y se humedecía el piso de barro para aplacar el polvo cuando se barría.

—¿Tomas café? —le preguntó María—, porque ya son casi las once y aún no hemos cenado.

—Sí, claro. Pero por mi no se molesten, por favor. En realidad lo que tengo es sed.

—No faltaba más. Ahí, de ese cántaro, sírvete la que gustes. Está bien fresca y sale limpiecita de la piedra. Junto al cántaro está el cucharón y a un lado, los vasos.

Mientras Gonzalo tomaba su vaso con agua, María siguió diciendo en tono amable y coloquial que habían ido al cine. —Y la verdad, se nos hizo tarde. Tantito que está un poco retirado y luego, al paso de mi mamá, ya mero llegamos en la madrugada. Espera un momento, te dejo con mi mamá, luego regreso. 

María, desapareció por el corredor y se perdió en la cocina. Avivó el carbón del brasero, puso café en la olla y rápido preparó los alimentos.

Cenaron los tres sobre una pequeña mesa rectangular de madera dentro de la cocina, bajo la luz de un candil de petróleo, porque a las once de la noche, como todos los días, se suspendió el servicio de energía eléctrica. Sólo había corriente de las cinco de la tarde a las once de la noche, seis horas, y pasaban de las once.

Mochomos fritos en manteca con chile verde y cebolla, frijoles refritos, café y tortillas. La cena fue abundante para no tener aparentemente nada preparado, y como postre, coricos y tacuarines. Durante la cena, María, con disimulo, observaba a Gonzalo y le hacía plática; él, reservado, esquivaba sus miradas, y con la vista en el piso, pensaba de qué hablar.

—Hace mucho calor,  ¿verdad? —dijo sobreponiéndose, al momento que aflojó el cuerpo—. En Mazatlán está peor la cosa. Ni a la orilla del mar corre el viento.

—¿Vienes de Mazatlán a estas horas? —le preguntó María.

—Sí, unos amigos míos que iban a Durango me dejaron a la entrada del pueblo.

—¿Y desde allá vienes a pie? Está muy lejos. Con razón traías harta sed.

Poco a poco, Gonzalo, al entrar en confianza, se sintió mejor y sus ojos encontraron los de María: Ella, turbada por su mirada de frente, esbozó una leve sonrisa y la luz amarilla de la flama del quinqué enmarcó sus atigrados ojos. Fueron unos instantes y María sintió que había sido una eternidad. Volteó hacia la ventana y rápido le preguntó.

—¿te gustaron los mochomos? Por lo limpio que dejaste el plato, debo suponer que sí. ¿Sabes?, yo los acostumbro muy seguido porque me sacan de apuros, es cosa nada más de freírlos.

—Claro, me gustan mucho. Mi madre los cocina con frecuencia, sólo que allá los acostumbramos comer con tortillas de harina.

—Nosotras, algunas veces también los comemos con tortillas de harina—. Dicho esto, María se levantó, recogió la loza sucia y la depositó en una batea, encima del pretil del fregadero.

—Mi madre no te platica porque, como ya te dije, no oye bien, además la caminada la fatigó. Setenta años se dicen fácil, pero está cansada y la voy a ayudar a desvestirse, ya se quiere dormir. Tú termina, no te preocupes por nosotras. Ahora regreso y de una vez traeré las sábanas y las frazadas ligeras, porque aunque hace calor, luego en la madrugada refresca.

—¡Ya mujer, ya! Has de tener mareado al pobre muchacho con tu plática. Durante casi toda la cena no lo dejaste hablar —terció Sofía, en tono de sorna.

—¡Mírala! Y eso que está sordita la señora. ¿Qué tal si oyera bien? La que no nos hubiera dejado hablar es ella —Dijo María riendo de buena gana.

Gonzalo, dirigiendo a las dos mujeres una mirada transparente, de agradecimiento sincero, se sonrojó e hizo una reverencia de respeto, ante la inminente partida de la anciana. No hablaba, sólo sonreía.

—Con tu permiso, hijo. Que pases buenas noches —dijo Sofía, ya de salida rumbo a su recámara.

—Buenas noches —contestó Gonzalo y dirigió una mirada lacónica a María.

—Yo aquí espero.

—¿Cómo dijiste que te apellidas? —inquirió Sofía.

—Garnier, señora, Garnier Zavala.

—Ah, es que una comadre mía que vive en Copala, mi comadre Zenaida, se apellida Zavala y curiosamente casó con un Garnier de Mesillas. Bueno, pero eso fue hace tanto tiempo, que deben haber pasado cuarenta años antes de que tu nacieras.

—De seguro, señora.

—ya lo creo, ya lo creo; pero no deja de ser una coincidencia, de las que está llena esta vida. ¿Sabías que los Garnier de Mesillas descienden del general Garnier que en 1865 se negó a quemar la villa de Concordia?  Sí, porque a Concordia, siempre fiel a la causa de la República, se le consideraba bastión juarista y los franceses querían borrarla del mapa, pero el general Garnier, de manera enérgica se opuso. ¿A qué no sabías esa acción tan noble de tu antepasado? —agregó Sofía, mirándolo fijamente a los ojos—Oye —le dijo ya de salida—, mira qué ojos tan bonitos, azules, azules, si hasta parecen chaicos, ¿ya los has visto María?  —le comentó a su hija. ¡Vaya que es guapo el chico!, se dijo a sí misma en voz baja—. Que pases buenas noches, muchacho —dijo nuevamente antes de perderse en la penumbra de la gran pieza, ahora alumbrada solamente por la débil luz de una parpadeante veladora.

El catre tendido al final del corredor, con dos frazadas ligeras, dos almohadas y un pabellón de manta de cielo para los mosquitos, estaba listo. Gonzalo se sentó en una esquina y un fresco aroma a jazmín le llegó de entre las sábanas. Nunca había visto unas sábanas tan blancas y, curiosamente, perfumadas. Daba lástima acostarse en aquel inmaculado lecho. Las fundas de las Almohadas estaban bordadas a mano y tenían dos iniciales entrelazadas en un corazón: “M y M”, pero en las sábanas, además de los corazones entrelazados, se podía leer en bordado de punto de cruz color amarillo: María y Mario.

Cohibido, divisando para todos lados, en un rincón del corredor se desvistió, colocó su ropa sobre una silla y sin hacer ruido, envolviéndose en una toalla, caminó hacia el patio, mezclándose con las caprichosas formas que los árboles a la luz de la luna reflejaban sobre el suelo. Algo raro para la época del año, se sentía mucho calor. Sudaba y no se podía acostar así, el aroma a limpio de las sábanas lo empujó hasta la pila de cantera que, desde el centro del patio, de manera sugestiva derramaba parte de su líquido y dejaba escuchar el relajante sonido del agua a través de los peldaños de piedra del canal que riega la huerta. Se metió y su cuerpo quedó sumergido en el agua, en los recuerdos. Su imaginación voló despacio, no muy lejos de ahí. Y acudieron a su mente pasajes sueltos de la vida de los aldeanos de su pueblo, de sus orígenes, de su entorno y de su familia como retazos hilvanados de pensamiento, al divagar de cara a las estrellas.

 

Mesillas, un caserío polvoriento compuesto por una larga y solitaria calle, quedaba atrás. El sol pegaba duro y calcinaba la arena, porque más que tierra, era arena; por eso cuando llovía no se encharcaba el agua. Los campos áridos y sin riego, debían esperar la llegada de junio para que se iniciaran las siembras; hecho que obligaba a sus habitantes a abandonar el pueblo por temporadas. Por eso hacían pan y elaboraban queso de cabra, para irlo a vender a Mazatlán y los más aventurados se iban hasta Culiacán la capital del estado.

Sin embargo, durante los meses de diciembre y enero e incluso febrero, cuando caen “las equipatas”, nombre regional de las lluvias de invierno, sembraban algo de frijol en las vegas del río que hace un recodo al pasar cerca de la villa. Si el agua de lluvia era oportuna y suficiente, los hombres se levantaban muy de mañana a trabajar en la labor. Construían pequeñas represas y desviaban algunos brazos del río hacia sus terrenos. También sembraban cacahuate, muy cotizado en tiempo de carnaval, el cual, una vez tostado, llevaban a vender a Mazatlán y les proporcionaba buenas ganancias.

En su familia, los Garnier, de mediana posición, todos eran güeros y tenían los ojos azules y descendían en línea directa del general Garnier, como atinadamente lo había señalado Sofía. Dicen que en Mesillas la gran mayoría de sus habitantes desciende de un destacamento de soldados belgas, de la época del Segundo Imperio, que habían desembarcado en San Blas, Nayarit, y decidieron quedarse en la zona. En su casa, guardado en un armario —se acordó—, su abuela tenía un pequeño retrato retrato de la emperatriz Carlota y su padre guardaba varias monedas de plata y estampillas postales con la efigie de Maximiliano, donde se podía leer: “Imperio Mexicano”. Parte de esas monedas y timbres fue a parar a manos de un coleccionista de la ciudad de México. En ese entonces, a su padre le dieron una importante cantidad de dinero, con la que adquirió el autobús que hacía el servicio de pasajeros entre mesillas y el puerto de Mazatlán.

Gonzalo quería viajar lejos, irse a donde nadie lo conociera. El destino lo colocaba, según él, ante dos grandes alternativas —ser torero o boxeador— para salir de su rancho, para viajar muy lejos, porque lo más retirado que había salido era a la ciudad de Guadalajara.

Los toreros y los boxeadores ganan buenos billetes, se decía; unos bonitos pases con el capote o algunos buenos moquetes bien acomodados al contrincante no eran mucho esfuerzo y, si las cosas se hacían bien, el dinero y la fama llegaban solos. Se inclinaba más por ser torero y hasta tenía un traje de luces que le había regalado su abuelo, de cuando había sido novillero; pero de todos modos tendría que irse de ahí. En la región no había futuro para él; tal vez en Tijuana, donde vivía su hermano mayor y había una gran plaza de toros, tendría suerte y la haría como torero. Tijuana estaba lejos pero no de sus sueños. Con el dinero que iba a recibir muy pronto, podría llegar hasta allá. Mañana iba a ser otro día y mientras los segundos se convertían en una eternidad, los recuerdos quedaban atrás, atrapados en los recovecos de la conciencia.

Ya avanzada la noche, su cuerpo desnudo flotaba boca arriba en aquella gran pila, mientras sus ojos, ausentes, contemplaban sin mirar la blanca luz de la luna.

—¿Te baño? —le susurraron al oído. Creía estar soñando despierto cuando unas manos le acariciaron la frente, el pelo y, con suavidad, lo frotaron por los hombros. Un líquido aceitoso que hacía espuma y olía mucho a agua de colonia le escurría por los brazos. Desconcertado, no supo qué hacer. Pensó en brincar y perderse entre la huerta, pero la toalla la había colgado en la rama de un árbol, lejos de la pila. Trató de incorporarse y, sin salir de su asombro, se encontró de frente con María, que estaba desnuda.

Lo bañaba, acariciándole el cuerpo entero y lo llenaba de besos,  sin dejar que se moviera. Nunca mujer alguna le había hecho sentir aquello. Era su primera vez. Estático y sereno, de rubor pasmado, se quedó en silencio, sin decir nada. En un principio la quiso tocar pero se detuvo: no tenía experiencia en esos menesteres.

—no hables, no tengas miedo. Mi madre duerme, estamos solos —y sin permitirle salir del agua, se metió también a la pila y en el claroscuro de la noche, a contraluz, se delinearon sus bellas formas. Adentro, sus manos, como corrientes de agua juguetonas, indecisas, exploraban con avidez calmada y desesperación contenida las formas viriles de un hombre joven capaz de llevarla al paroxismo.

Gonzalo jamás había experimentado algo así: su cuerpo entero se tibió dentro del agua fría al contacto con la piel de aquella mujer que lo acosaba y estrechaba contra sus pechos. Nadie lo había besado así antes y, beso tras beso, su ser entero se cimbró y una sensación placentera invadió su cuerpo, recorriéndole por entre las piernas y el bajo vientre un cosquilleo desenfrenado que lo envolvió por completo. Se dejó llevar por aquel vértigo y buscaba alcanzar sus pezones con la lengua, mientras con las yemas de los dedos repasaba aquellas sutiles formas redondas de mujer.

María sentía que se partía en dos y sus carnes flácidas se encendieron al sentirse atrapada entre los brazos de Gonzalo. Sus pechos, turgentes de pasión suspendidos sobre el agua se dejaron seducir por manos inexpertas  que, trémulas, le iban descubriendo un mundo de sensaciones nuevas. Lo tomó por la cintura y, abrazándolo con fuerza, frotó su pubis entre las piernas de él y con sus manos, hizo suya la fruta prohibida. Él, tierno, ella, madura, cerraron el ciclo mágico de una pasión desbordada.

Abrieron la llave de la pila y entre los chorros de agua y la espuma del jabón, sus cuerpos se rozaron y se volvieron a tocar una y otra vez, en una danza sensual bañada de rayos de luna. La entrega fue total, se abrazaron y el agua cristalina de la fuente se tiñó de rojo.

Sus cuerpos, livianos y traslúcidos, sumergidos por partes, subían y bajaban en frenética búsqueda y arremetían contra las resbaladizas paredes del estanque, aprisionando ambos,  entre sus muslos, el objeto de su deseo. Poco a poco se fueron metiendo el uno en el otro y, al acurrucarse entre las mansas aguas, se fundieron en un beso.

María lo secó con una sábana blanca, lo frotó con agua de colonia y, con sus dedos recorrió aquel cuerpo. Todo era nuevo, por descubrir. Tomándolo de la mano lo arropó con una frazada y juntos caminaron hacia el corredor. En el catre, entre las sábanas que olían a colonia, a jazmín y a azahar, había pétalos de rosas esparcidos por doquier. Se metieron, cerraron el pabellón y se amaron de madrugada. La claridad del nuevo día los sorprendió juntos, inmóviles, y de aquel abandono producido por la modorra, al rozarse sus cuerpos tibios, despertaron y se amaron de nuevo por la mañana.

Con la cabeza descansada sobre el regazo de María, y sus ojos azules, fijos y escudriñadores, le peguntó sin dejar de mirarla: —¿Te gustó?, ¿te gustó más anoche o ahora?—. Y sin dejarlo hablar más, le cerró los labios con un beso que se prolngó por varios instantes, hasta que él, tomándola por la cintura, escurridizo, la penetró de nueva cuenta y al poseerla, insistió:

—Y ahora, ¿te gusta más?

—Más, más y cada vez más —replicó ella, apretada contra su pecho y ciñéndolo con sus brazos—. Sigue, sigue, no pares, que a cada minuto que pasas lo haces mejor —y al estremecerse él, se desprendieron y quedaron tumbados uno junto al otro, cogidos de la mano.

—¿Sabes? —le dijo ella—, tienes una voz muy bonita: sonora, varonil y a la vez dulce, tierna.

Al sonrojarse él, ella volvió a repetirlo:

—De veras, hablo en serio, no sé cómo explicarlo, eres tan ingenuo y transparente y a la vez tan sensual.

Y de nueva cuenta él la traspasó con la mirada y con suavidad se recostó sobre su vientre, al tiempo que con las manos le acariciaba sus pechos.

—¿te gustan? —le preguntó ella.

—me encantas —le respondió—. Tanto que me quedaría dormido acariciándolos. —y sin pensarlo más los hizo suyos, succionándolos con su boca y haciéndole pequeños escarceos con la punta de la lengua.

—Me gustas mucho —le dijo ella.

—Y tú a mí mucho más —contestó él—. ¿Sabes que tienes los pechos tan bonitos o mejores que los de la señora de la película de anoche?

—¿Fuiste al cine también?

—¿Por qué también? ¿Quiere decir que tú estabas anoche en el cine?

—Claro, ¿o acaso estaba prohibida la función para las señoras?

—No, de ninguna manera, pero además, soy un tonto, si tú misma me lo dijiste cuando preparabas la cena, ¡qué cabeza la mía!

—verás, se me ha ocurrido una idea: también tengo una mantilla  y peinetas como las de la señora de la película y si quieres, a la tarde me arreglo y vamos a los toros, qué dices. Anímate, hombre, te gustará; además cuentan que los toreros son muy buenos.

—Me gustaría, pero no puedo. Tengo un compromiso al que no puedo faltar; de gustarme los toros a mí, me encantan, son mi pasión, ya será otro día, porque nos vamos a ver seguido,  ¿verdad? Bueno, si tú quieres. Es que yo pensaba, si tu madre no se enoja, venir otra vez por la noche.

—¿A cenar? —preguntó maría con malicia.

—Bueno, a cenar y a lo que ya sabes; si tú quieres, claro.

—Por supuesto que quiero —dijo brincando sobre el catre y, abalanzándose sobre Gonzalo, lo acarició, colocándole sus pechos sobre la cara—. Y en tu casa, ¿no te dicen nada por no llegar a dormir?

—¿A mí? —contestó sorprendido—, pero si soy todo un hombre, ¿o no?

Los dos rieron de buena gana y con largueza se prodigaron caricias por todo el cuerpo. Ya de mañana, María disipó sus dudas: era rubio y de ojos azules, como siempre lo había soñado. La edad no importaba, podía ser su hijo si los hubiera tenido, pero ahora lo tenía a él.

El constante estallido de los cohetes, una música lejana de tambora y el rechinido estruendoso de las bisagras de la puerta de la recámara de Sofía, que camino ya del pasillo estuvo a punto de tomarlos por sorpresa , los sacó de la plática y los hizo caer en cuenta de que estaban completamente desnudos. María buscó en el suelo algo con que cubrirse, brincó del catre y corrió hacia el fondo del patio, donde la noche anterior había dejado su ropa; se la puso y con rapidez vertiginosa, alcanzó a su madre, que pesadamente se desplazaba por el corredor, camino del retrete.

Ya eran las nueve de la mañana y la claridad del soleado día penetraba hasta las mismas piezas del frente  de la casa, donde la oficina de correos aguardaba ser abierta.

—¡tanto alboroto!, ¿por qué? ¡Ah!, casi lo había olvidado, es veinte de enero y el santo patrono está de fiesta.

—¿Fiesta?, ¿cuál fiesta?

—El pregón, qué barbaridad, ya no me acordaba.

 

Rápido, tras el baño, se puso un vestido color beige, casi caqui, se pasó el peine por la cabeza y se acomodó el quepí del mismo color que, arriba de la visera sobre colores café y naranja, llevaba el emblema del correo. Cuando la cosa era oficial, había que comportarse a la altura de las circunstancias y  representar dignamente a la institución, según María, y en esta ocasión era necesario utilizar el uniforme.

Antes de partir le preparó a su madre un vaso grande de café con leche y unos huevos con chorizo y, echándose un pedazo de pan a la boca, se dirigió al corredor, donde la aguardaba Gonzalo.       

—Ven, ayúdame. Carga con la mochila del correo, se me olvidó el pregón que les prometí a los del barrio de “la otra banda” a la salida de misa de diez.

—¿El qué…? —preguntó Gonzalo, sorprendido.

—Oh, tú ven conmigo, luego te explico —replicó María.

En eso apareció Gelacio, con la mochila al hombro. No se le había olvidado la promesa hecha por María a los habitantes de ¨”la otra banda”, que vivían en la ribera opuesta del río.

—Bueno —dijo María, al ver a su ayudante—. Ya llegó este hombre, si quieres quédate y acompaña a mi madre a desayunar, al cabo hay suficiente comida para los dos. Yo vuelvo en seguida, no me tardo, voy aquí cerquita. Me prometiste volver no se te olvide, y que conste que rechazaste mi invitación a los toros. ¿A qué hora volverás? —le preguntó ansiosa.

—Yo vuelvo, no te preocupes, ¡o acaso no quedamos ya?—. Y acercándose a su oído, en voz bajita le susurró: —Cuando la luz de la luna llene de sombras otra vez la huerta te estaré esperando junto a la fuente —al tiempo que le acariciaba la mejilla, ante la incrédula mirada de Gelacio, que no acertaba a creer aquello. María, cogiendo una sombrilla para guarecerse del sol y un chal del perchero, después de hacerle un guiño a Gonzalo y enviarle un beso, se perdió en el pasillo, camino de la calle, dejando una estela de fragancia de flores de azahar.

—El pregón no es como usted dijo, en el atrio de la iglesia a la salida de misa de diez, es hasta allá,  en “la otra banda”.

—¡Hasta allá! —repitió María con cierto enfado. —Yo misma los cité.

—Sí, pero el padre Nacho suspendió la misa de diez y la pasó para las siete de la tarde, después de la corrida de toros, porque avisó que estará confesando toda la mañana para que al iniciarse el jubileo, comulgue la mayor cantidad de gente.

—Ni me digas, que yo no me confieso desde Navidad; sé que debo hacerlo, pero también quiero ir a la corrida y con esto del pregón en “la otra banda” se me complican las cosas. Apúrate, a ver si alcanzamos el camión de las diez que va a Villa Unión. ¡Ya ves!, siempre que uno planea algo, llega el diablo y lo descompone.

En el camino, mientras corrían rumbo al paradero de los camiones, hicieron un alto en el parque y se pusieron a revisar que unas cartas estuvieran acomodadas en orden alfabético y otras, en función de su procedencia.

—Ojalá y salgamos de todo este tambache de cartas, porque de lo contrario vamos a tener que echarle lumbre y llamar al señor juez como testigo de que toda esta correspondencia no hubo quien la reclamara —comentaba María a Gelacio—. Yo no sé qué ideas de la gente escribir de tan lejos y no ponerle el remitente y luego, como si el pueblo fuera tan chiquito, nunca se acuerdan de la dirección; ¡claro!, aquí está su taruga, que se sabe la vida y milagros de todo el pueblo y tiene que recorrérselo de la “a” a la “z”.

Gelacio, esbozando una sonrisa, la escuchaba en silencio y corría tras ella, pues no podía sostenerle el paso.

Del otro lado del río, las casa esparcidas sobre un promontorio de peñascos semejaban una alta y blanca guarnición de muros encalados y tejados rojos con banquetas y pretiles de hasta tres metros de altura, que los libraban de las grandes crecientes del río en los meses de agosto y septiembre, cuando se interrumpía el paso en el vado hasta por tres y cuatro días al subir el nivel del agua a escasos centímetros de las puertas de las casas. Si había tiempo y se aguantaba el calor para una buena caminada entre  huertas de mango, bajadas pedregosas y se estaba dispuesto a mojarse los pies al cruzar el vado, se podía hacer el recorrido a pie en una hora, pero hoy María no tenía tiempo y estaba cansada.

Cuando llegó y se bajó del camión, en vez de dirigirse a la casona de Esteban Cruz, tendejón donde se vendían una serie de productos al estilo de una miscelánea y hacía las veces de Agencia de Correos, optó mejor por sentarse hasta arriba del caserío, en medio de un solar sobre una piedra lisa a la sombra de una gran ceiba, e invitó a todos los presentes a hacer lo propio, poniéndose cómodos. Aquí, en medio de árboles grandes y frondosos, el calor de la mañana aminaba y de vez en cuando una ráfaga furtiva de viento traía el frescor de la sierra. Desde ahí podían escucharse con claridad las campanas del reloj de la presidencia municipal y seguir con detenimiento la hora. Ese día las cartas eran muchas y las personas pasaban de doscientas.

Una vez hechos los saludos correspondientes y,  comadreado largo y tendido con Chepina, su inseparable amiga, que vivía aquí y a diario remontaba el río para asistir puntual a la jugada de lotería y qué, incrédula, escuchó su aventura, abrió la mochila y, como lo hiciera tandas las tardes cuando cantaba las cartas, empezó a gritar.

—Esteban Zamudio Aparicio. ¿Alguien conoce a este individuo? Esteban Zamudio Aparicio, le escriben, según parece ser … —y se quedaba deletreando en silencio un rato—, ah ya está, le escriben de Míchigan o Michigán, no sé cómo se dice, pero de ahí le escriben. Esteban Zamudio a la una, Esteban Zamudio a las dos y Esteban …

—Yo, yo sé quién es —gritó una mujer recargada en el guardafango de una camioneta descompuesta.

—¿Quién es? —preguntó  María—. ¿Sabes en realidad quién es, lo conoces o se te afigura que lo conoces?

—¡Pues claro, hombre! —dijo  la mujer—, es mi primo.

—¿Tu primo? —cuestionó María, no muy convencida —. Bueno, allá tú. Fírmale aquí de recibido, o nomás pon la huella. Pero ay de ti donde no sea tu primo. Porque si van a la oficina y me reclaman, hasta el bote vas a ir a dar.

—La que sigue —dijo María a Gelacio—. Sabrina Peraza de Guzmán —y todos soltaron la risa.

—Ay, sí qué sabedora —dijo “la Felipa”, y la risa cundió por todo el lugar.

—¡Silencio! —gritó María, un tanto enfadada—, no he venido aquí a hablar con putos —y todos soltaron la carcajada. Dentro del grupo que estaba a su derecha, justo sobre las gradas del tendejón “Los laureles” sede de la Agencia de Correos, alzó la mano una señora de avanzada edad y exclamó: “Soy yo”. Y haciendo un esfuerzo, María atravesó todo el solar y en propia mano le entregó la carta.

—Cuídela mucho, que ésta venía certificada, a lo mejor aquí le manda algunos billetes, porque si fuera un giro hubiera llegado en otro sobre y yo personalmente le hubiera traído su  dinero; ándele, abuelita, vaya con Dios —le dijo.

Y así continuó gran parte de la mañana, hasta que más de la mitad de las cartas y paquetes que habían llevado, fueron entregados a sus dueños.

Al estar en el pregón, maría tenía presente la cara de Gonzalo mirándola a los ojos con cierta ternura. Ahora que regrese, se decía a sí misma en silencio, con el calor de la tarde, si Gonzalo ya llegó,  nos bañaremos otra vez en la pila, mientras mi madre duerme su siesta, antes de que nos vayamos a ver la corrida de toros. Tenía que asegurar bien el portón de atrás por si a alguna de sus amigas metiches se le ocurriera entrar sin tocar, como lo acostumbraban algunas. ¡Ah, pero no se va a poder!, rectificó al instante, ya me acordé, si me dijo que no podía acompañarme a los toros, que nos veríamos hasta la noche, ¡qué cabeza la mía!, todo se me olvida.     

A lo lejos, en aquella acalorada mañana, ya para terminar el pregón alcanzó a escuchar las doce campanadas del reloj del Ayuntamiento que anunciaban el mediodía y lo constató con su reloj de pulso.

—Las doce y yo todavía aquí —murmuró entre dientes, al tiempo que le hacía una seña a Chepina para que se acercara.

—Oye —le dijo—, échame una manita. Con esto del pregón solamente falta sellar algunos contrarrecibos y hacer unas anotaciones en el libro. Gelacio lo puede hacer solo, pero necesito que le eches un ojito, no vaya a ser el diablo y éste no haga bien las cosas . te juro que es cualquier cosa, no te vas a tardar nadita; lo que pasa es que si no me doy prisa, pues ahora sí que no me va a rendir la tarde. Imagínate, todavía me tengo que confesar, arreglar lo que te comenté y luego, lo más importante, ponerme guapa para la corrida de toros. Si te animas, yo te invito y nos vamos las dos juntas.

—Oh, no me gusta hacer mal tercio, mejor me quedo y mañana subo con lo que haya quedado de correspondencia.

—No, por eso ni te preocupes, Gelacio lo sube al rato y hasta lo deja ordenado ya en la oficina. Yo lo decía para que te distraigas un poco, mujer. ¡No te vas a ir a confesar?

—¿Yo? No, para qué. Yo soy rete santita, santita, no como otras —dijo poniendo cara de pícara e ingenua a la vez, al momento que soltó la risa.

—¡Qué bárbara! No vayas a andar por ahí de bocafloja. Conste, lo que yo te confié es sagrado, ni el padre Nacho lo sabrá aún.

—¿Cómo crees chamaca? Yo sé guardar secretos. Y ahora que recuerdo te tengo que ayudar en lo de la quemazón, ¿o qué ya no te acuerdas? Mejor nos apuramos y nos vamos juntas y mientras tú te confiesas, yo voy rociando de petróleo todo el traperío, ¿de acuerdo?

—Apúrate pues y dile a Gelacio que le corra con la mochila, no vaya a dejarnos el autobús de las doce y cuarto, que no tarda en pasar.

Cuando, en compañía de Chepina, llegó a su casa, en efecto, su madre dormía en una poltrona, pero a Gonzalo no lo encontró. Ni modo, murmuró, tal vez cambie de parecer y regrese al rato. Con las ganas que tenía de que me acompañara a la plaza y fuera yo la envidia de todas las cotorronas del pueblo, pensaba, pero si no, hasta la noche como él había quedado, y los ojos le brillaron con malicia.

—Bueno, Chepina, en estas cajas está todo lo que vamos a quemar, a ver si no causamos un incendio en la huerta, ahora que todo está tan seco. Yo no me tardo; nada más me confieso y regreso. A lo mejor sería prudente cerrar bien la puerta de la recámara de mi mamá para que el humo no la despierte y luego empiece a hacer conjeturas de que si esto o de que si lo otro.

Habiéndose cambiado el uniforme por un vestido de color azul marino con mangas tres cuartos, por aquello de que iba a la iglesia, salió apresurada camino del centro del pueblo.

 

Ya en las escalinatas del atrio, algunas de sus compañeras de asociación la interpelaron, admiradas de que no fuera vestida de blanco, y le reclamaron su ausencia en la misa de siete de la mañana.

—Pero María, ¿tú? Apenas se puede creer que te animes a salir a la calle sin tu tradicional y recatado vestido blanco y tu mantilla.

—¿Y por qué no? ¿Acaso este vestido es indecente o el color azul maino es ofensivo a los ojos de Dios? Yo creo que no; al contrario, siento que me va bien y luzco —dijo esbozando una coqueta sonrisa— como una señora de mi edad, ¿no creen?

—Bueno, no, nosotras no quisimos decir eso, ni ofenderte, cómo crees. Sólo que la costumbre de verte siempre de blanco, nos toma por sorpresa ahora verte de azul y sobre todo, con zapatillas rojas.

—¡Ay, de veras! Mira que no me había fijado que traía zapatillas rojas. Es que he corrido tanto el día de hoy, que les juro que desde las ocho de la mañana no he parado y ni cuenta me di de qué color eran los zapatos que me puse. Ahora sí, no sé ni dónde traigo la cabeza —y echó a reír de buena gana, recargándose sobre el muro, a un costado de la puerta de entrada.

—¿Te vienes a confesar? —le preguntaron a coro.

—claro, a qué otra cosa habría de venir. ¿No lo anunció el padre Nacho, incluso, en un volante que repartimos la semana pasada e imprimimos en el mimeógrafo de la escuela de niñas que nos prestó la maestra Sofía? ¿A qué viene esa admiración? Como si yo, María, hija y presidenta de la asociación de mi mismo nombre, no supiera cumplir con mis obligaciones espirituales.

—No, no, mujer, no es por eso. Te lo decimos porque te tenemos un chismito y qué bueno que te encontramos a tiempo, porque de lo contrario, sofocón que te ibas a llevar.

—Pero, ¿por qué? La que nada debe, nada teme, y yo tengo mi conciencia tranquila y limpia como de costumbre, ¿o no?

—Claro María, claro, sólo que ya sabes aquí como vuelan las noticias y dicen por ahí que anoche te vieron en el cine con un fulano que no apartaba la vista de tus pechos y que tú todavía te bajaste más el escote, ante los chiflidos de una bola de pelados que sabe Dios cuántas groserías dijeron y, como te has de imaginar, el padre Nacho está como agua pa’ chocolate. Yo que tú ni me le paraba por enfrente, mucho menos tener la osadía de querer confesarte con él.

—¡Uy, pues que mal informados o informadas, mejor diría, están esas chimoleras, que de seguro también fueron al cine anoche porque de lo contrario, ¿cómo están tan bien informadas?

—porque de que fui al cine, no lo niego; de que hacía calor y mi vestido era un poco escotado, tampoco lo niego, y yo no tengo la culpa de que les guste a los hombres. Pero de lo que sí estoy segura es de que quien fue con el chisme, estaba también en el cine, y eso, tarde que temprano lo sabré; por lo demás, el pobre padre está tan sordo que se enteran más de nuestros pecados los que están afuera, de tanto gritar, que uno adentro del confesionario, pero en fin, eso a mí no me preocupa —y dando media vuelta, dejando con la palabra en la boca a sus flamantes acusadoras, entró en el templo.

Ya adentro, se sentó en una banca para encontrar sosiego consigo misma y disipar un poco la cólera en que la hicieron montar sus beatas y recatadas amigas; además era tal la intensidad de los rayos del sol a esa hora, que entró encandilada y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra del interior del templo. Poco a poco comenzó a distinguir los cientos de veladoras encendidas a diestra y siniestra y la figura del santo patrono entronizada en medio del retablo principal , arriba del altar mayor, regiamente ataviado con un manto rojo de raso confeccionado por las Hermanas de María para la ocasión.

El padre, ¿qué le diría el padre Nacho, que la quería tanto y que de niña le había dado la primera comunión recién llegado a Concordia, su primera y tercera parroquia, pues salvo unos años que estuvo en Cosalá, ésta era la población donde más tiempo había permanecido como párroco, una vez salido del seminario de Guadalajara. —murmuraba María,  en voz baja, realmente sí estaba preocupada.

Que el padre era enérgico y en ocasiones exageraba la nota, era cierto; que pululaban las viejas chismosas y él era afecto a andarse enterando a través de terceros que hacían las veces de informantes, por no decirles espías, cierto también; pero no era para tanto, pensó. Otras casi fornican en el cine y nadie dice nada. Total, al mal paso habría que darle prisa y se apresuró a formarse en la fila izquierda del confesionario, porque al igual que en la misa, las mujeres hacían cola por un lado y los hombres por otro. Al tocarle su turno se metió dentro del lado izquierdo del confesionario, corrió la cortinilla de terciopelo morado y se hincó a esperar que el padre abriera la ventanita de madera por la que no se veía nada, sólo se escuchaba un acompasado resuello que el calor y la gordura acentuaban y sofocaban al anciano presbítero.

—Ave María Purísima —preguntó una voz cascada, entre tosida y tosida.

—Sin pecado concebida —respondió María con voz firme y serena.

—¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas?

—mes y medio, padre. La última vez fue en la víspera de Navidad.

—¿Cumpliste la penitencia?

—Sí, padre.

—¿Qué te dejé de penitencia?

—Que ofreciera tres rosarios a la Virgen del Carmen y rezara con devoción el viacrucis.

—¿estás segura?, ¿la cumpliste bien? Porque si no, están infringiendo el octavo mandamiento y de nada te sirvieron tus rezos, comuniones e idas a misa.

—Sí, estoy segura, padre —respondió María.

—pues no, niña, fíjate bien primero con quien te confiesas. Yo no soy el padre Nacho, soy el padre Romualdo, de villa Unión, y he venido hoy a ayudar al padre nacho en el inicio del Jubileo, en Navidad, yo no vine. Abusada, hay que estar despierta, así que obviamente no pude haberte dejado esa penitencia, porque ni siquiera te confesé.

—Discúlpeme, padre, yo creí…

—Pues no andes creyendo y para la próxima, ponte lista.  A ver, vamos a empezar de nuevo. Bueno, todo no, nada más dime tus pecados, o mejor yo te pregunto y tú me respondes sí o no ¿de acuerdo?, porque luego enredan tanto las cosas. Da pena que con tantos años de doctrina no sepan confesarse y lo hagan perder a uno el tiempo.

—Sí, padre.

—¿Crees en Jesucristo todopoderoso, omnipotente y misericordioso, nacido de la Virgen María y crucificado para redención de nuestros pecados, con todas tus fuerzas y tu voluntad?

—Sí, padre, sí creo.

—¿Cumples con los mandamientos de la ley de Dios y con los de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana?

—Sí, padre.

—A ver, vamos a ver si es cierto, dime cuál es el tercer mandamiento de la ley de Dios.

—santificarás las fiestas.

—Muy bien, muy bien, y ¿de verdad lo cumples?

—Sí, padre. Voy a misa todos los domingos y en las fiestas de guardar, como Navidad, Corpus Christi, en la Ascensión del Señor, en la Asunción de María, el día primero del año, comulgo todos los viernes primero de cada mes, guardo la vigilia y la abstinencia durante toda la cuaresma, ¡ah! y los miércoles de ceniza acudo a que me la impongan; además soy la presidente de la asociación de Hijas de María.

—Ah, muy bien, mira que sí están bien informada y cumples con todo. Dime, ¿te acordarás por casualidad cómo se llama el Sumo Pontífice, nuestro Papa?

—Sí, padre Romualdo. Nuestro Santo Padre es Pío XII y su nombre antes de que fuera Papa es Eugenio Pacelli.

—vaya, vaya, ahora sí que me has sorprendido. Bueno, sigamos con nuestra confesión. ¿Honras a tu padre y a tu madre?

—Por supuesto, padre, vivo con mi mamá que ya es ancianita.

—¿Vives con tu esposo e hijos y con tu mamá?

—No, padre, vivimos solas mi mamá y yo, soy soltera, nunca me he casado.

—Ah, perdona, hija, y yo que te iba a cuestionar sobre el sexto mandamiento y sobre si le eras fiel a tu marido. Perdona, no he dicho nada; pero ¡de verdad no tienes marido u hombre alguno?

—No, padre, ¿cómo cree? Imagínese con lo delicada que es mi santa madre; yo no, imposible, si hasta fui religiosa y me tuve que salir para venir a cuidarla. No, padre, ya se lo dije, soy soltera.

—Bueno, puesto que amas a Dios, honras a tus padres, santificas las fiestas, no has matado a nadie y además vives con tu madre y eres soltera, recibe mi absolución ,hija, y sigue así. Ah, ahora que me acuerdo, ya te conocía, y por cierto a tu mamá también, pues el año pasado, cuando vine a auxiliar al padre Nacho en las pláticas y ejercicios espirituales de Semana Santa, comí varias veces en tu casa, ¿lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo, padre. Sólo que ahora estaba medio cohibida porque nunca me había confesado con usted.

—Nada, nada, ya sabes, cuando vayas a Villa Unión, allí tienes tu casa —y al decir esto, el viejo sacerdote se incorporó con dificultad y tendió la mano a María en señal de saludo. Ya para despedirse le dijo al oído, bajito, bajito, para que nadie oyera:

—Mira, muchacha, la soledad no es buena compañía y tu madre, ya grande, de acuerdo con las leyes de la vida, no te va a durar mucho, búscate un hombre que te dé respeto y te quiera, no permanezcas sola, además que desperdicio, Dios mío, qué desperdicio… —dijo sonriendo sacarronamente—. Ve con Dios.

—¡Vaya! —suspiró María—, qué susto, pasé la prueba y el padre Nacho ni sus luces. De nada habían valido los chismes malsanos de sus intrigantes compañeras de asociación.

 

La corrida estaba programada para las cuatro de la tarde y el cartel, de dudosa raigambre taurina, anunciaba a tres novilleros que nunca habían saltado al ruedo. La ganadería, con toros traídos de Escuinapa, del rancho de los Toledo, curiosamente llamado “La Campana”, no era la adecuada y había más ganado cebú y chinampo de la región que toros de lidia, animales pesados de más de setecientos kilos. ¡Vaya corrida aquella! En Concordia no recordaban haber visto una corrida de toros; por consiguiente, todos tenían interés por conocer de cerca la fiesta brava.

Las familias principales fueron llegando a la plaza: los Garzón, los Lizárraga, los Vizcarra, los Magaña y los Peraza. La flor y nata de la rancia aristocracia talabartera se dieron cita y desde las tres de la tarde, bajo los acordes de pasodobles interpretados en el muy singular estilo de la “Tambora”, la banda del pueblo, comenzó a llenarse la plaza.

María, como la generalidad de los habitantes en el pueblo, nunca había presenciado una corrida de toros, salvo en las películas, pero con la curiosidad de ver quiénes eran los toreros y, sobre todo, con la firme determinación que había tomado ahora de mostrar a todo Concordia su cambio, su nuevo estilo de vida, se arregló. El vestido blanco, las zapatillas, el velo, los listones del cabello y hasta la piel rociada de perfumado talco, se acabaron. Nunca más.

Al llegar a su casa procedente de la iglesia, a mediodía, exhausta porque el sol pegaba fuerte, tensa todavía después de aquella confesión tan especial, con la ayuda de Gelacio y Chepina quemó todas las prendas de color blanco que poseía, incluyendo sus dos vestidos de novia —el que llevaba el día de su malograda boda y el que portó cuando había profesado como monja— tal como lo había venido pensando por el camino. En el patio, sobre la hoguera donde hervía la gran olla de cobre para preparar la lejía, quemó todo: sus cartas, sus ilusiones, sus recuerdos. De ahora en adelante nadie la reconocería.

Después de comer algo ligero en compañía de su madre y de Chepina, y despedir a su amiga, se dio un fresco baño en la pila, donde lamentó no tener a su lado a Gonzalo, se dirigió a la gran pieza y de uno de los pesados arcones sacó varios vestidos de colores vivos y alegres que extendió sobre la cama. ¡Qué tiempos aquellos!, pensó. Y uno a uno se los probó, recordando debutaría la ocasión: el rojo con lunares negros lo usó cuando bailó, a beneficio de la escuela primaria de niñas, “España cañí” y “Las Bodas de Luis Alonso”; el blanco con lunares rojos, ribeteado con cenefas azul rey, lo llevó en el carnaval de Villa Unión, cuando bailó las jotas aragonesas y representó a Concordia en los juegos florales; el de faldones de encaje negros y rojos, entreverados, acompañado de una gran mantilla y peineta, con el que cantó “El Relicario” en las festividades en honor a la Virgen del Rosario, en el mismo pueblo del Rosario. Todos estaban ahí y todos tenían un porqué. Cuando terminó de probárselos, dejó la habitación en desorden.

Al ponérselos y mirarse en los espejos, con un aire de gracia y picardía, ciñéndose el escote, recordó cuando por las noches, dormida su madre, se los ponía todos. De esa forma, a escondidas, en muchas ocasiones se había hecho ilusiones de vivir su vida, de recuperar el tiempo perdido, pero nunca se había decidido hasta la noche anterior, cuando Gonzalo con sus manos tocó sus pechos, su vientre. Fue él el que despejó sus dudas y despertó sus deseos, escondidos y flagelados bajo un falso pudor y un vestido blanco. Lo sedujo y después de haberlo iniciado era otra, se sentía mujer y nunca más se avergonzaría de sentir, de tocar, de amar, ni tendría ya necesidad por las noches de correr desnuda por la huerta para sentir cómo las hojas y ramas de los árboles le acariciaban el cuerpo.

Después de pasar un largo rato mirándose al espejo, se decidió por un vestido rojo de lunares blancos, se recogió el pelo, se puso una peineta y como no encontró claveles, se hizo un ramillete de flores de laurel y en una bolsa de tela, desmenuzó cientos de flores de tabachín que harían las veces del confeti, por si se prestaba la ocasión.

Ahora iría sola, sin su madre, no eran trotes estos para doña Sofía, y a Gonzalo no lo vería hasta en la noche. Lástima, se repetía una y otra vez, cómo le hubiera gustado que la acompañara y le sirviera de respeto. Él le dijo que volvería y hasta dejó una parte de su equipaje.

Aún percibía el olor del agua de colonia derramada sobre el catre y miraba las marcas amorosas que había dejado en su cuerpo al estrecharla contra el suyo. Su mirada lánguida y pura, el azul de sus ojos. Por toda la casa percibía el aroma de su piel y entre los árboles del patio creía adivinar su erguida y varonil figura. No estaba, se había ido pero su presencia perduraba en el ambiente, en los olores, encerrados entre los rincones de la casa.

—Madre, voy a ir a los toros. No te preocupes. Ahí la cosa es temprano y va a estar todo el pueblo, por compañía no pararé. Si viene el joven Gonzalo, dile que me espere, no tardo.

Caminó rumbo a la plaza como si fuera ella quien toreara; más que un paseíllo, recorrió todo el pueblo. Encima de la peineta se colocó una mantilla y, con paso cadencioso, recorrió las calles de esquina a esquina.

Miren, aquí vengo, aquí estoy, mírenme.

Soy María Encarnación del Espíritu Santo Zataráin Vizcarra.

La misma que hace veinticinco años dejaron plantada en el atrio del templo. Vestida de blanco, con velo y corona de azahares, con anillo, arras y flores.

¿Se acuerdan? Parece que las personas de este pueblo tienen la memoria flaca, muy flaca.

¡Véanme! Soy la que por años han visto vestida de blanco recorrer las calles de este pueblo polvoriento.

Soy María, la inocente, la siempre virgen. Esa, la misma que profesó por decepción con las monjas Clarisas y luego colgó los hábitos. ¿Se acuerdan?

Soy María, encarnación de la inocencia, prudencia y sensatez. La que todas las tardes frente a la oficina de correos juega a la lotería.

Soy María, la novia de Mario, la prometida del juez.

Soy aquella desdichada mujer que no pudo casarse porque le mataron a mansalva al novio. ¿Se acuerdan?  

¿Se acuerdan del asalto al carro del correo, de los muertos y de las valijas perdidas?

¿De las órdenes de aprehensión para la gavilla de “los del Monte” que había girado el Tribunal de Justicia del Estado y venían en ese despacho?

¿Se acuerdan de Mario Sarabia, el joven juez que impartía justicia y quería limpiar de escoria y bandoleros el pueblo?

No, yo sé bien que no se acuerdan, porque el miedo les atrofió la memoria y les enmudeció el habla. Pero soy yo, la misma, a la distancia, pero la misma.

Soy María, la viuda-novia, la compañera, la amiga de aquel hombre recto, decidido a hacer justicia. Lo quise mucho, lo amé y por siempre he guardado en mi pecho el recuerdo de aquel malogrado encuentro, de aquella boda de sangre.

Soy María a la que ustedes pusieron el sobrenombre de “Campanas” y todos los sábados por la tarde, desde un costado de la única torre de la iglesia de San Sebastián, repica al vuelo las campanas. La que en las procesiones del Jueves Santo toca la campana para invitar a los fieles al recogimiento y  la oración. La que en misa de doce, a la hora de la consagración, toca el tresillo. La que en el zaguán de su casa, en lugar de aldaba, tiene una campana.

Aquella a la que por su cadencia en el andar y la hermosura de sus pechos ustedes bautizaron como “María Campanas” e hicieron circular por el pueblo unos versos disque anónimos; nada de eso, esos hermosos versos me los compuso Mario, mi novio y yo, los guardo en un papel arrugado dentro de mi corpiño.

Tus senos perfumados me adormecen por la noche.
Al amanecer, su recuerdo me enciende de nuevo
y me consume en el insomnio de mis deseos.
Te abrazo
y cuando los toco con mis manos,
se convierten en frágiles campanas
que repican sobre mis sentidos
la melodía de tu amor. 

¿Me recuerdan?

 

Había animación y expectación en la plaza, aunque no era redonda. La construcción, improvisada para la feria, estaba hecha con postes de palmera e izotes y recubierta con una trama de palma tejida. Al entrar se tenía la sensación de estar en una gran palapa, en lugar de en una plaza de toros. Cuadrada, con tres costados con gradería, no dejaba ver nada de afuera hacia adentro. El tejido era tupido y en la entrada, con letras color naranja, se podía leer: “Plaza de Toros San Sebastián”

Sentada, en lo alto de una tribuna, María parecía presidir la fiesta con su espléndido vestido de atrevido escote, al tiempo que con cierta coquetería se tapaba con una mantilla negra que enmarcaba la blancura de su cara, cerrando un ojo o echando una mirada coqueta a quien con admiración la volteaba a ver.

Aquella mujer, la de la tribuna en lo alto, llamaba la atención, porque nunca antes la habían visto, sola, majestuosa.

—¿Quién será? —se preguntaba la gente.

¿Acaso una cantante que debutaría en la tardeada del parque, o simplemente alguna muchacha que había venido de Copala o Pánuco a las fiestas? María, sonriendo con malicia, se echaba aire con un lujoso abanico que había descolgado de un estuche clavado en la pared  de su casa: de carey con incrustaciones de concha y en la seda negra de la tela, estampada, una reproducción de la maja desnuda de Goya. Lo movía con gracia y no dejaba de abanicarse.

Cómo gozaba el hecho de que todos en la plaza estuvieran intrigados por la presencia de tan enigmática mujer. Sola y con algo que salía de serie: un busto muy bien formado que parecía salirse del corpiño en actitud provocativa, situación por la que más de dos caballeros recibieron varios pellizcos y puntapiés de sus esposas. Estaba prohibido mirar hacia arriba, hacia la tribuna.

Eran las cinco de la tarde, el sol caía con fuerza sobre la arena de la plaza y, al hacer su entrada al palco de honor las autoridades municipales y el representante del señor gobernador, la banda tocó una diana, que arrancó los aplausos de la concurrencia y uno que otro silbido motivado por la larga espera. Pasaron cinco minutos y al interpretar la banda un vibrante pasodoble, entre gritos y aplausos se abrieron las puertas por donde salieron los toreros, los jueces, los picadores y los banderilleros. Hacía más de cuarenta años, desde 1918, cuando llegaron a Concordia unos representantes del señor Carranza porque se celebraban los trescientos años de su fundación, que no se había llevado a cabo una corrida de toros.

Todo era animación y el sopor de la acalorada tarde cedía al fresco aire de la sierra. María no lo podía creer: entre los toreros, en medio, con gran traje de luces color verde manzana, estaba su amor. El muchacho de los ojos azules y cabellera rubia, el niño que había convertido en hombre y la había desflorado de sus ataduras, de sus falsedades. ¡No puede ser!, ¡no puede ser!, se decía a sí misma y se pellizcaba, con razón le había dicho que no podía acompañarla a los toros, quería darle la sorpresa, impresionarla de seguro, se decía; pues lo había logrado  y con creces. María, emocionada, lo saludaba y le gritaba desde donde estaba.

Con el sol de frente, en la cara, Gonzalo no podía mirar hacia arriba y, al igual que los demás toreros, dio la vuelta al cuadrilátero, porque aquella plaza era cuadrada; aunque al centro habían pintado con cal un gran círculo que delimitaba el área de la faena. Saludaron mientras la banda tocaba el pasodoble “Novillero” y aguardaron a que sonara el clarín anunciando el primero de la tarde.

El toro salió con un trote pesado, se paró ante el improvisado burladero y con las patas delanteras se dedicó a escarbar el suelo pedregoso, mientras que con fuertes resoplidos levantaba el polvo que caís sobre sus lomos. De color grisáceo con manchas negras en los costados, comenzó a embestir a diestra y siniestra y con su tremendo peso estremecía la plaza entera cada vez que pegaba de frente contra los postes de palmera.

La gente se alarmó; aquello era una corrida de toros, no un jaripeo y el animal, esquivando los capotes de los toreros, se dio a la tarea de echar abajo la plaza entre bramido y bramido. Cada vez los impactos eran más fuertes.

Todos huyeron despavoridos. Los jóvenes saltaron, otros rompían las palmas ante la imposibilidad de salir por la entrada. La mayoría gritaba, maldecía y querían alcanzar la puerta o volar. La plaza se movía toda y una parte cercana a los corrales se derrumbó, se vino abajo. Los demás toros se escaparon y corrieron desbocados por las calles. Los postes de palmeras siguieron cayendo, ante la histeria de los que aún estaban arriba. En aquella confusión sólo María permanecía inmóvil, sola, sin saber qué hacer. Gonzalo, aunque sabía e intuía que estaba ahí, nunca la vio.

La bajaron entre dos señores que la reconocieron y la llevaron a su casa. Estaba ida, tenía la mirada lejana y la sonrisa en sus labios. Hubo varios muertos. La plaza se vino abajo y debido a la imprudencia de los fumadores, la palma ardió como yesca. Todo se perdió: la plaza, el dinero de las entradas, la ilusión de los habitantes de Concordia por ver una corrida de toros y la vida de uno de los tres toreros. El más joven de los tres y el más intrépido. Dicen que ayudó a salvar a muchas gentes y cuando montado en una yegua trató de arrear al ganado que había quedado atrapado en uno de los corrales, un pesado poste de palmera lo golpeó en la cabeza. El parte médico decía: Nombre del occiso: Gonzalo Garnier Zavala. Edad: veinte años. Causa de la muerte: fractura de cráneo.

A los dos días de aquellos tristes sucesos, después de haberle celebrado una misa de cuerpo presente y haberle rendido honores en los bajos de la presidencia municipal, como el héroe de aquella trágica corrida de toros, sus padres se lo llevaron a Mesillas para darle sepultura al lado de sus ascendientes franceses y otros familiares; desde entonces, descansa para siempre, quien una tarde de sol quiso ser torero.

Pasaron las fiestas, se olvidaron los muertos y cuentan que frente a la oficina de correos, en el número 42 de la calle de Rafael Buelna, sentada en la banqueta, a la sombra de dos almendros y un tabachín, una mujer vestida de negro, con mantilla y peineta y un abanico muy fino, canta. Canta todas las tarde y si uno se acerca con cuidado, sin que ella se percate de la presencia de nadie, se puede oír, se puede escuchar con voz entrecortada:

“Un día en sus ojos la fiebre brillaba,
aquellos ojazos que en mi alma clavó
y vi que la vida fugaz se escapaba
de aquel que en sus besos la vida me dio.
Y loca a su lado corrí,
vive, vive, exclamé para mí.
Y el que se moría aún sonreía diciéndome así:

Nena, me decía loco de pasión,
Nena, que mi vida llenas de ilusión.
Deja que ponga, con embeleso,
Junto a tus labios
La llama divina de un beso”  1 


1 Zamacois-Puche.- Autores de letra y música del cuplé “Nena”