A María Eugenia y Teté, que de niñas
jugaban con Lupe, el “compadre”, a quien
María Eugenia, la mamá de ellas dos, le
gustaba hacer repelar.
Despacio, haciendo equilibrio con la canasta arriba del tompiate, con los pies a rais, asentaba bien cada pisada con sus encallecidas plantas sobre las mojadas piedras de la calzada. La niebla, tendida sobra las casas, recortaba su esmirriada figura a la luz amarilla de las centelleantes bombillas del escaso alumbrado público y envuelta en su rebozo, sin apagar su cigarro, semejaba una luciérnaga descendiendo a intervalos en el silencio de la noche; sólo el crujir de la yerba seca bajo sus pies y el rodar sonoro de alguna furtiva piedra delataban su presencia. El frío húmedo y el constante golpeteo del agua sobre los charcos le hacían compañía. Llegó y dejando sobre una mesa su canasta y lienzos de manta, poco a poco se fue sentando sobre una silla chaparrita de tule y, tras un largo suspiro, aflojó el cuerpo.
Con fuerza inhaló una gran bocanada de humo al último tercio de su carmencita; más que una colilla, parecía una bachicha, de esas que dejan tiradas en la banqueta los borrachos cuando el pulso ya no los sostiene. Al terminar de saborearse el humo, con un olote lo restregó sobre el suelo para que ninguna chispa desbalagada fuera a incendiar su cocina. Ya pasaban de las ocho de la noche y aún no había puesto el nixcome para las tortillas de mañana.
—Qué fastidio, se me olvidó la cal de piedra en casa de mi prima Salustia —pensó, recordando su cotidiano comadrear del atardecer—; y tener que remontar de nueva cuenta la calzada hasta la calle del mercado para ir a buscarla y, de paso, ver de qué manera me hago de unos centavos extras para comprarle algo a Lupe, ahora que es noche de Reyes.
—Ni modo— volvió a decirse, habría que ir de nueva cuenta y a lo mejor por ahí con alguna de sus comadres le convidarían aunque sea un sorbo de café, pues con las prisas, ni un agua hervida para un té de hojas de naranjo había dispuesto en su cocina. Taciturna, se acercó a las cenizas de su derruido bracero de piedras y tabique en busca de calor para sus adoloridas pantorrillas, y estirando las piernas comenzó a sobárselas buscando alivio a su cansancio.
—Digo, ¿está usté muina, mamá?— preguntó Lupe desde la penumbra de su cama de tablas, en un rincón de la pieza.
—¡Ora, tú! ¿Todavía estás recuerdo? Yo creía que ya estabas dormido porque hace rato que llegué y no te había oído. Ni ruido haces, chamaco ¿Ya comités?
—Sí, doña Candelita me convidó unos chilehuates y unos buñuelos con café.
—¿Buñuelos?
—Sí, ¿no ve que acostaron su Niño Dios? La estaban esperando, pero usté nunca llegó.
—¡Újule! , de plano se me olvidó. ¿A poco hubo acostorio?, si ya estamos a cinco de enero, hijo. Eso es el veinticuatro de diciembre en la noche, así como lo hace el señor cura en la iglesia; pero no hasta ahora, ya mero llegan los Reyes: ah, que mi comadre Candelita, siempre tan despistada. Bueno, menos mal que comites, porque yo sólo el taco de frijoles que me llevé en la mañana y un pocillo de café con leche y pan que me convidó mi compadre, tu padrino, cuando les pasé a dejar las tortillas, camino del mercado: es todo lo que traigo en la barriga.
—No se apure, mamá, candelita le mandó unos tamales y un jarrito de chole, los puse ahí, en el trastero. Ahorita se los doy. El atole está bien calientito pa’ que se le entibien a usté sus pieses; y los chilehuates no están en hoja de milpa, pero saben bien buenos, dice que los hizo con unos frijoles que guardó de la cosecha del año pasado, de los que siembra su señor en Coahuixtepec, allá de donde son ellos.
—Ay, m’ijo, eres un santo, alcánzamelos, por favor, que tu madre, además de vieja, está cansada, que si no fuera por el hambre que traigo me quedaba privada aquí junto a las brasas.
Con toda la parsimonia del mundo, uno a uno fue desenvolviendo los tamales y, a intervalos, los iba comiendo acompañados del atole, que humeante todavía por el calor que conservaba el pocillo de barro, le volvió alma al cuerpo. Mientras comía bajo la mirada escudriñadora de Lupe, contemplaba complacida los negros ojos del chiquillo, que sobre sus mejillas coloreadas por las brasas la observaban con detenimiento, como queriendo interrogarla.
No era hijo de sus entrañas, más bien era su sobrino nieto; siete años atrás, al morir de parto su sobrina, le dio calor entre sus desecados pechos, que hacía mucho tiempo habían dejado de amamantar. Cuando nació cabía en una caja de zapatos –con frecuencia comentaba Carmen cuando se tocaba el tema–, y de no ser por Salustia, que antes de alcanzar la menopausia había dado a luz una criatura y era tanta la leche que producía que le alcanzaba para convidarle a su niño, se hubiera muerto. Después los vecinos le regalaban leche de cabra y de vaca, hasta que la dejó por el caldo de frijoles negros colados. No cabe duda, reflexionaba, Dios es grande y la santísima Virgen de Guadalupe, su patrona y señora, puesto que había nacido un doce de diciembre, le había hecho el milagro de que se lograra, y de estar sola después de haber tenido tantos hijos, en la vejez una voz infantil volvía a decirle mamá. Cuando terminó de cenar, saciada el hambre y mitigado un poco el cansancio, recordó que tenía que regresar al centro del pueblo; sin pensarlo, se puso de pie.
—Te vas a quedar un ratito solo, hijo —le dijo—. No me voy a tardar, lo que pasa es que olvidé la cal y ahora que recuerdo, con doña Felícitas, la de la fonda donde vendo las tortillas, también dejé el maíz; qué cabeza la mía, de eso vivimos y olvidárseme. No, si los años no pasan en balde. Acuéstate, tápate bien que hace frío y atranca la puerta con el palo, no vaya a ser que se meta un perro y luego se pelee con el gato y armen un desbarajuste de inmediato. Cierra bien y duérmete.
—La acompaño, mamacita, para que no vaya usté sola, ya es muy noche— replicó el niño.
—Ni Dios lo quiera, criatura, hace hartísimo frío y no son horas pa’ que un niño de tu edad ande en la calle serenándose; tú acuéstate, que yo vuelvo luego.
—Mamá —preguntó Lupe—: ¿mañana es Día de Reyes?, ¿mañana es cuando los Reyes Magos le traen juguetes a los niños?
—Sí, m’ijito, mañana llegan los Reyes; ya ves, ni me acordaba, así que por esa razón debe de haber mucha gente en la calle y no estaré sola; duérmete, m’ijito.
—¿Y a mí me van a traer juguetes, mamá? Yo me he portado bien, ahora sí me he portado bien, mamacita. Sabes, yo les pedí un carrito, un trompo y unas canicas; ¿verdad que sí me van a traer mis juguetes, verdad que sí, mamá?— repetía Lupe con insistencia.
—Sí, hijo, te los van a traer, ya verás —le contestó la angustiada mujer tragando gordo mientras contenía las lágrimas ante la cara de ilusión del niño—. Duérmete, que ya pronto será otro día y tendremos que ir a misa, porque mañana obliga.
—¿Aunque no sea domingo, mamá?
—Sí, ¿no ves que es un día muy grande? Ese día, cuando el niñito Dios acababa de nacer, tres Reyes, famosos por ser hombres sabios y buenos, llegaron a donde vivían la Virgen, San José y el Niño y le llevaron regalos: oro, incienso y mirra, y se arrodillaron a los pies del Niño, pos ellos sabían que era Dios y por eso, en recuerdo de aquel día, se celebra la Santa Misa.
—Y también le traen juguetes a todos los niños.
—Sí, m’ijito, por eso regalan juguetes y dulces a los niños que se portan bien; duérmete, luego regreso.
Cerca de las diez de la noche, Carmen, con los pies entumecidos, inició el pesado regreso al pueblo en medio de una veintena de personas que, en procesión, como espectros salidos de las oquedades de sus casas se mezclaban con ella, deslizándose entre la niebla.
—¡Santo Dios, compadrito!, ¿qué hace usté a estas horas caminando?
—Pues qué vamos a hacer, doña Carmen, hay que ver qué les mercamos a los chamacos, pues con tanta helada temprana no sé cómo le voy a hacer; a ver si me da algo de dinero don Samuel, el sacagente, a cuenta de los cortes de café.
Del Paraíso, su barrio, al centro de Altotonga, subiendo la calzada, cuatro largas cuadras la separaban de las calles Hidalgo y Dr, Marín, donde a un costado del mercado se improvisa, año con año, la vendimia de ropa, juguetes y golosinas con motivo del Día de Reyes. Desde las nueve de la noche, una vez acostada la gente menuda, los puestos bullen repletos de juguetes: lo mismo resplandecen los carritos de hojalata que brillan bajo las series de foquitos de colores, que los brillantes ojos azules de las muñecas de vinil, de sensual boca carmesí y mejillas sonrosadas, que miran a través del celofán estirado de su envoltura. Los trompos, hacinados con los baleros y los rehiletes, llaman la atención de los transeúntes al sonoro tronido de las matracas en el lugar donde están todos los juguetes de madera, incluyendo los grandes camiones de carga, sin faltar los repartidores de refrescos. Los carros a escala con control remoto y los trenecitos eléctricos se dejan ver tienda adentro, más allá de los carritos de plástico, los patines y las patinetas, los triciclos y las bicicletas alineados en batería, las pelotas multicolores y las más especializadas, las de futbol, basquetbol y voleibol; los juegos de matatena, de té y de damas chinas, rivalizan con las cazuelitas de barro y los implementos de limpieza hechos a escala, como pequeños trapeadores, escobas y plumeros; hay canicas, ositos de peluche, todos los héroes de los comics, de entre los que sobresalen Supermán y el Hombre Araña; robots de baterías y naves espaciales contemporizan con aviones de línea en los locales más exclusivos, y casi siempre todo este tipo de juguetes ha sido vendido desde septiembre bajo el sistema de apartado.
La calle, atestada de gente como todos los domingos a la salida de misa de doce, presentaba un ambiente festivo al amparo de los sarapes y jorongos, las chamarras de borrega, los abrigos, los gorros de estambre y las bufandas. El vapor del calor humano se mezclaba con la niebla tempranera que, antes del amanecer, se agazapaba entre los manteados de largos náilones multicolores, que en sus hondonadas almacenaban el agua fría de la lluvia. Alguien estiró un mecate y dio un gélido baño a quienes alrededor del puesto de elotes y esquites se apresuraban a comprarlos antes de que se acabaran. El aroma del chile seco de las garnachas inundaba la calle de frituras, donde varios se arremolinaban en busca del calor del brasero, mientras otros llevaban los tradicionales panes y roscas para el chocolate del otro día.
Carmen, confundida entre la marea de rebozos, paraguas y sombreros, recorría de acera a acera las cuatro esquinas de la abigarrada calle preñada de humores, sabores y colores que la persistente niebla bañaba con la delicadeza de una cortina de tul que rozaba las caras de quienes, a esa hora, esperaban el milagro de la baja de precios y el remate de la mercancía.
Hacía un año, más chico el niño, sólo pudo comprarle una trusa, y ante los justificados reclamos de su hijo, argumentó que posiblemente no se había portado bien y por eso los esperados juguetes no habían llegado como a las otras casas; pero ahora, ya más grandecito, no podía hacerle eso al niño, sobre todo porque en realidad se portaba bien y en la escuela iba tan adelantado que ya sabía leer y escribir, le ayudaba a hacer las cuentas en las entregas de tortillas con sus clientes y los días que se enfermaba de gripe o la dolencia de sus reumas no le permitía madrugar al molino, él se cargaba la cubeta de nixtamal y, como podía, le arrimaba palos y troncos del monte para la lumbre.
A medida que pasaban las horas, el frío arreciaba, la calle se iba quedando solitaria y la mercancía que sobraba en las mesas estaba tan escogida y manoseada que no había juguete que no estuviera chueco, le faltara alguna pieza o se viera despintado; pero aún así, los precios nunca bajaron y en ese estira y afloja del regateo sólo consiguió unas canicas de vidrio, entre las que destacaban las ágatas, sin comprometer su patrimonio, que siendo tan escaso, en ocasiones no iba ni al día; sólo tenía la certeza de que mientras echara tortillas, por lo menos las podía comer con manteca y sal. Hastiada de tanto andar, con el bulto de maíz y la bolsa de cal al hombro, enfiló rumbo a su casa pendiente de no encaminarse sola pues ya pasaban de las dos de la mañana, y aunque la luna resplandecía ahora en todo su esplendor al bajar la niebla con el viento del sur que empezó a soplar, apresuró el paso. Agotada y con sueño, arrastrando los pies, se detuvo a tomar resuello al empezar a bajar la calzada. A sus sesenta años, trabajada y mal comida, su fortaleza comenzaba a flaquear y pensaba seriamente en irse a vivir a Tlapacoyan, para que el frío no le hiciera mella. En fin –se dijo– , una vieja como yo se apaña con cualquier cosa, pero mi niño no; y se soltó a sollozar.
Al llegar a su casa, ya para dar las tres de la mañana, encontró la puerta entreabierta, sin atrancar; sobresaltada, se apresuró a entrar. Lupe dormía profundamente al abrigo de los gatos que le calentaban los pies; dentro del brasero ardían unos troncos de encino que de manera lenta se iban consumiendo y caldeaban la pieza. Bajó su pesada canasta y con cuidado para que el niño no se despertara, le acomodó las canicas a un lado de donde dormía.
—M’ijo —suspiró Carmen—, siempre preocupándose por su madre; tan pequeño y piensa en todo—; y sonriendo desde lo más profundo de su corazón, le agradeció al niño los palos que avivaban el fogón en donde rápido, paró una cubeta con agua para hervir el maíz con la cal. De inmediato, estaba tan cansada que jaló sus cobijas para acurrucarse junto a su hijo; al hacerlo, dejó al descubierto dos carritos de juguete de plástico, un balero, un trompo, una gran pelota roja, una bolsa grande de canicas, otra más de caramelos y malvaviscos, un par de choclos nuevos y una chamarra de pana, afelpada y con cuello de borrega.
—¡Dios santo! ¿Será posible?— exclamó la mujer, sorprendida y sin dejar de tocar los juguetes, los zapatos y la chamarra; moviendo la cabeza, incrédula, no acertaba a entender qué estaba pasando o qué había sucedido. Desconcertada y sin conciliar el sueño, salió al patio de la entrada en el momento que su compadre Tereso, su vecino y esposo de Candelita, le hablaba desde el otro lado de la cerca de varas.
—Digo, comadre, comadre, me ganó y eso que la estaba yo espiando.
—¡Ay, Dios bendito! ¿Quién me habla a estas horas?
—Soy yo, comadre, soy yo, Tereso. Figúrese que un señor que tiene una camioneta muy bonita y que a diario pasa por aquí camino de su rancho, se paró y preguntó que dónde vivía Lupe; como yo estaba afuera esperando a mis hijos, se dirigió a mí y me dijo: ¿Usted lo conoce? Claro, le contesté, el niño es mi vecinito y es hijo de mi comadre Carmen, pero ahorita, oiga usté, ya está dormido.
—Pero usted lo conoce bien— me insistió.
—Claro que lo conozco, es amiguito de mis nietos, señor, lo conozco bien. Entonces, de su camioneta sacó todos esos juguetes que ya ha de haber visto, comadre, y él mismo los metió a su casa; yo le ayudé. ¡Ah!, y también me dio esta carta, que dice que la encontró tirada en el camino, cerca de la entrada a su rancho; dijo que era de Lupe y que se la entregara yo personalmente a la mamá de Lupe, que algún otro día pasaría por aquí.
—Ay, compadre; ay, compadrito; yo mejor me siento, creo que me están abandonando las fuerzas. Imagínese, esa carta me la dio Lupe hace como un mes y me dijo que era para los Reyes Magos y que si le hacía el favor de llevarla al correo; y pos como yo no sé leer y además me imaginé de qué se trataba, me la guardé en mi refajo y la anduve trayendo hartos días hasta que una vez que fui a recoger leña allá merito, cerca del rancho de ese señor, se me perdió. Y ahora qué voy a hacer, cómo le pago yo a este señor esta caridad tan grande, y ni siquiera lo conozco.
—Dios dirá, comadrita, Dios dirá; usté no se mortifique y váyase ya a dormir, que pronto amanecerá; por lo pronto, Lupe se va a poner muy contento, ya me lo imagino, la cara que pondrá.
—No, compadrito, mañana tengo muchos encargos pendientes, ahorita me voy a preparar una taza de café bien cargadito en lo que se acaba de cocer el nixtamal, para lavarlo y llevarlo al molino, al cabo lo abren desde las cinco y no tardando, las van a dar.
Los niños de mi pueblo
tienen los ojos brillantes
y una mirada despierta
que adivina.
Lo ven
y escudriñan todo,
aunque no lo comprenden.
Pasaron las fiestas,
los fríos se fueron,
pero a sus casas,
los Reyes Magos venidos del oriente,
no entraron.
porque la cosecha se quedó en el campo
cuando heló
Y se adelantó el invierno.
Fernando de la Luz