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Fernando de la Luz

...De sobra sé que fui, soy y seré siempre el mismo...

...De sobra sé que fui, soy

y seré siempre el mismo...

Lisandro

A Aurora Piñeiro y Francisco Padrón,
entrañables amigos

 

“Hay que entrar con la luz a las tinieblas”
Vicente Quirarte

 

Todas las tardes, con la subida de la niebla, una fascinante música de piano envuelve la atmósfera y los que la escuchan saben bien que Lisandro se ha sentado a tocar, como todos los días, justo en el momento en que el manto blanco de nubes, cuajado de rocío, a manera de ondulante cortina de tul refracta la luz de un hermoso caleidoscopio que lo protege de su atávica hipersensibilidad bajo el cobijo de sus aposentos. La casa, majestuosa y solariega en el resplandor de su abandono, permanece incólume al paso del tiempo y la tupida hiedra que la cubre propicia el olvido de los transeúntes, al convertir los vetustos paredones en parte del feraz paisaje que se desliza en abrupta caída hacia el barranco donde pocos pasan, y los que se aventuran a rondar por ahí lo hacen tan de prisa en su jadeante ascenso que el cansancio los vence, y la conseja de no voltear jamás, so pena de ser encantados, hace el resto. Si la niebla baja hasta el arroyo, el constante fluir del agua ahoga las notas entre la ebullición de la caída y la frágil desbandada de las hojas que como vuelo de pájaros se escurren por el suelo.

Años atrás, siendo muy niño, en ese mismo lugar el sueño lo venció un acalorado y extraño día de agosto, en plena canícula; se quedó dormido por la tarde sobre el crecido césped del jardín y al despertar tuvo su primer encuentro con las abejas que, al picarle, le produjeron un intenso dolor que le paralizaron los dedos de las manos; desde entonces trataba de esquivarlas, pero ahí, para su desgracia o su fortuna, tenía que convivir con ellas, eran las eternas guardianas que ahuyentaban a los transeúntes de la casa. 

Con frecuencia le gustaba tomar el sol, cuando lo había, y desde el pequeño kiosco, donde a las seis en punto tomaba su merienda, contemplar los rebaños de ovejas que, de regreso del llano, se descolgaban a sus corrales por el camino del Paraíso, justo atrás del acantilado por donde se despeña el arroyo de Xoampolco, al pie de los grandes ventanales de su casa. Con cierta asiduidad, lo abundante de la comida y el buen vino se conjugaban con la neblina fresca de la tarde y lo sumían en un profundo letargo del que no podía despertar. Las nubes, en delgadas capas de brisa, se deslizaban entre las copas de los encinos, cipreses y hayas desafiando al sol y al aire que amenazaban con deshacerlas, mientras él soñaba que su cuerpo entero se paralizaba y una sensación de adormecimiento general lo invadía; sólo sus ojos, desorbitados por el miedo, permanecían abiertos para dar fe de su angustia ante la pesadilla que vivía todas las tardes.

Cada vez que se quedaba dormido sucedía lo mismo: sudaba, gemía y despertaba sobresaltado cuando cientos de abejas, en vuelo raudo y veloz, le picaban los ojos y lo dejaban ciego. Permanecía así en aquella desagradable oscuridad hasta que con los rayos del sol del nuevo día recuperaba la vista, en ese sui generis juego prometeico que lo estaba volviendo loco. En aquella ocasión estaba decidido a ganarles la partida; al sentir los piquetes reaccionó de inmediato y con los puños cerrados de sus entumecidas manos se restregó los párpados y comprobó que aún veía y estaba vivo. Se puso de pie e inhaló una bocanada de aire fresco que lo devolvió a la realidad.

Cuando abrió los ojos, el crepúsculo enrojecido por la puesta del sol inundaba el jardín, el kiosco y la casa con una tenue luz color ámbar, dando al ambiente un toque cálido antes de ceder a la neblina que, agazapada entre los cañones y rejollas, esquivaba al viento del sur que no la dejaba subir. Aquel espectáculo, nada cotidiano en la región, alegró un poco la desolada existencia que llevaba en su destierro de Altotonga.

Nadie en el pueblo estaba enterado de su presencia; la noche en que se instaló, al abrigo de una gruesa capa de niebla, llegó en compañía de su madre, del ama de llaves y del chofer, quien al día siguiente, en compañía de su madre, regresó a Veracruz; sólo con su ama de llaves y el muchacho de los mandados, que hacía también de jardinero, pasaba los días en medio de la soledad más absoluta. La casa, construida en la cresta de un cerro, domina el pueblo y el lomerío suave que, entre riachuelos y cañadas profundas, desciende hasta Atzalan.

Aquella tarde, al despertarse, sintió que movía con facilidad sus dedos y, haciendo a un lado con el pie la frazada sobre la que se había recostado, caminó decidido en dirección al gabinete de música, donde se sentó al piano y comenzó a interpretar con destreza el “Sueño de Amor” de Franz Liszt.

Habían transcurrido diez meses desde la última vez que tocó con la Orquesta Sinfónica de Xalapa, un 10 de octubre de 1950, cuando decidió no volver a pisar un escenario ni interpretar en público nada de su maravilloso repertorio que lo había consagrado como el virtuoso número uno del piano. El nuevo Rachmaninov, le apodaban unos; otros lo comparaban con el genio inigualable de Federico Chopín.

La sombría noche de octubre cuando la artritis le paralizó los dedos de las manos juró no tocar jamás el teclado de un piano. El dolor fue terrible, tanto, que ignoró la cerrada ovación que, puestos de pie, le tributaron los asistentes a aquella su última función por espacio de diez minutos. Nunca imaginó que le sucedería algo así; menos mal que cuando se le paralizaron los dedos había tocado el último acorde del concierto “Emperador” de Beethoven.

Dentro de su cabeza bullían todas y cada una de las melodías que interpretaba en sus audiciones y los aplausos del público lo ensordecían como un recuerdo estridente de sus éxitos pasados. Mientras tocaba y sus manos se deslizaban sin dificultad sobre el teclado, cómodamente sentado frente aquel suntuoso piano de cola que había sido de su abuelo paterno, sorprendido todavía tarareaba la melodía y, a través de los ventanales, observaba con cierta languidez los últimos rayos del sol de aquel martes 10 de agosto.

Ya en la penumbra de la pieza, siguió tocando hasta bien entrada la noche y parecía acariciar el piano con las manos, impecables, pulcras y cuidadosamente arregladas. A diario, una hermosa chica que conoció a los pocos días de llegar a vivir ahí le daba masaje en las manos y le introducía dedo por dedo en una infusión de hierbas y flores aromáticas lo más caliente que aguantara; luego le untaba un perfumado bálsamo que traía en un recipiente de cera en forma de hexágono que sacaba de su regazo.

No sabía nada acerca de ella y sólo él podía verla; quienes lo acompañaban en la casa jamás la veían y no les extrañaba que hablara solo, porque sabían que, en su esquizofrenia, lo hacía seguido. Un presentimiento lo asaltaba cada vez que se encontraba en su presencia; lo sabía, y de hecho casi estaba seguro: la conocía de antes, su cara le era familiar y en especial sus manos, porque curiosamente, desde el primer día en que sus manos entraron en contacto con las de ella supo que ya había pasado por esa sensación, sobre todo porque al revisarle las manos percibía la manera en que se fijaba en ambas líneas de la vida. Le inquietaba no recordar aquel pasaje de su vida; debía saberlo, se cuestionaba a sí mismo. Cuando la vio por primera vez, a los ocho días de su llegada, la encontró en el mismo sitio donde se reunían a diario: en el kiosco, en medio del inmenso jardín. Él mismo la bautizó con el nombre de Jazmín porque siempre salía de un enorme arbusto de jazmín donde se escuchaba el zumbido de una colmena, porque no sabía cómo se llamaba en realidad y porque al caminar trascendía con ese aroma por donde iba pasando.

¿Qué le atraía de ella? A ciencia cierta no acababa de comprenderlo, pero era un hecho que lo cautivaba con sus ademanes finos, con su sonrisa fresca, espontánea, y ese dejo de melancolía y mansedumbre que reflejaba en su rostro le inspiraba confianza. Se reía con los ojos y, al mirarlo, lo traspasaba por completo haciéndolo suyo. Era una posesión perfecta de la que no deseaba zafarse y que en cierta forma le proporcionaba placer. Jazmín le inspiraba sentimientos encontrados y era una mezcla de madre, diosa, amante, verdugo, pitonisa y enfermera que lo cautivaba e introducía por el camino de sensaciones nuevas. Su sola presencia le producía un vértigo que lo transportaba al misterio de los orgasmos platónicos. Era como una fuente de energía que le daba vida y, al mismo tiempo, lo devoraba lentamente librándolo del dolor. Dos veces a la semana, con sumo cuidado y esmero, le hacía manicure, como correspondía a un gran concertista, y con su gentil presencia le daba ánimos para salir adelante en su lucha contra la artritis.

La casa se encontraba sumida en una total ausencia de sonidos y murmullos; sólo rasgaba el aire la falda almidonada de Sara, el ama de llaves, que hacía acto de presencia en el comedor a la hora requerida y desparecía de inmediato en cuanto la mesa estaba puesta. Procuraba pasar inadvertida y evitaba, si podía hacerlo, la presencia de su patrón; sólo convivía con el chico que le hacía los mandados y le ayudaba en los quehaceres de la casa. Fuera de ellos tres, la mansión parecía estar deshabitada y flotaba en el ambiente un aire de nostalgia que lo impregnaba todo.

La casa la había construido su abuelo en el siglo XIX y pasaba ahí largas temporadas durante el verano, cuando el calor del puerto de Veracruz lo hacía correr en busca de mejor clima. Al tiempo de su velada estancia un rumor de misterio recorría el pueblo entero y se escuchaba decir que ahí, en la casa del risco, habitaba un loco furioso que en las noches de luna, al tranquilizarse, solía tocar el piano hasta el amanecer.

Esa tarde era una premonición de tiempos mejores, pensó mientras seguía tocando bajo los claroscuros rayos de la luna que se filtraban a través de los cristales biselados del gran ventanal y se reflejaban en la laca brillante de la tapa del piano. Dos horas sin parar tocó, desde que llegó procedente del jardín, y como quien interpreta una biografía musical cronológicamente ordenada ejecutó gran parte de la obra de Liszt.

Terminó agotado y, al final, el sudor bañaba su rostro y sus ojos tenían un brillo especial que le permitía ver en la oscuridad. Hasta entonces se percató de que no había encendido las velas del candelabro que se encontraba sobre el pilar de mármol contiguo al piano. No era necesario, porque además de que había una luna espléndida, él tocaba sin partitura y ahora sentía como si estuviera acostumbrado a ver en la oscuridad. Se levantó y encendiendo unos fósforos que traía en el bolsillo fue prendiendo las velas una por una, hasta completar diez. Se hizo la luz y pudo apreciar con más claridad lo hermoso y acogedor que era el gabinete donde se encontraba y al que no había querido entrar por los tristes recuerdos que le traía la presencia de aquel piano.

Al terminar de encender la última vela, sin darse cuenta se quemó la mano derecha; instintivamente se llevó los dedos a la boca; se desconcertó porque le supieron salados y advirtió residuos de sangre alrededor de varias lancetas que tenía incrustadas entre los dedos, la parte superior de las muñecas y los brazos. Se acercó al candelabro y al examinarse la mano izquierda comprobó que de igual forma tenía ensartadas cientos de lancetas por todos lados. Aquello lo dejó pensativo; mientras se sentaba a reflexionar sobre lo ocurrido, una ráfaga de aire frío apagó las velas.

Sin mostrar mayor preocupación por lo sucedido, salió del gabinete de música y se dirigió al comedor, donde estaba ya servida una frugal cena: manzanas hervidas, un pedazo de queso, una hogaza y una copa de oporto. Otra vez se percató de su nueva habilidad para desplazarse en la oscuridad sin necesidad de luz, al recorrer con facilidad y sin tropiezos los largos pasillos que separaban las habitaciones. Toda aquella atmósfera de misterios y hechos sorpresivos le pareció interesante y pensó, mientras cenaba, cómo habría de hacer para comentarle a Jazmín lo sucedido cuando a la mañana siguiente viniera para reanudar los masajes a sus manos. En realidad su cura había sido sorprendente, pensaba al saborear su copa de oporto y examinarse las manos a la luz de los quinqués que alumbraban el comedor; además, aquella gran cantidad de lancetas colocadas curiosamente de manera longitudinal no le molestaban.

Ya en su alcoba, con la ayuda de unas pequeñas pinzas fue extrayendo de manos y brazos, una por una, las lancetas que tenía incrustadas; en la medida que avanzaba en su tarea fue perdiendo la destreza de sus manos; la oscuridad se hizo presente y, al arrancarse el último pequeño aguijón, se desplomó sobre los almohadones de su cama. La sensación de adormecimiento general lo invadió de nuevo. Inmóvil y con la mirada perdida en la oscuridad de su habitación dormitó, más que dormir, envuelto en una madeja de pensamientos y sueños extraños que lo transportaron a sus días de intenso estudio en el conservatorio de Viena, donde por espacio de cinco años permaneció como becario antes de la guerra, allá por el treinta y cinco. También solía visitar en ese entonces la bella Budapest, adonde se escapaba con frecuencia en compañía de varios condiscípulos.

La noche aquella en que a la salida de un bar en compañía de sus amigos una joven y bella gitana lo maldijo sonaba en sus oídos como violín desafinado, perturbándole la existencia ante la desafortunada profecía que lo perseguía día y noche. “Más valiera que te picaran miles de abejas a que se cumpla el conjuro a que tus ancestros te han condenado desde antes de nacer”, le había predicho. “Más te valiera, más te valiera”, y la advertencia retumbaba en su cabeza por ser descendiente en línea directa de Arnold Paole, redimente nacido en Medvegia, antigua provincia de Serbia, en el siglo XVIII. Ser el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, ser pelirrojo en extremo y tener el rostro lleno de pecas, además de tener los ojos azules, de ese azul claro característico, por ello pasarás de la vida al inframundo de los muertos, serás un muerto viviente y permanecerás errante en la oscuridad de los tiempos”. Siempre que la profecía se asomaba entre las rendijas de sus recuerdos propiciaba el encuentro con las abejas; aunque lo sabía, desde niño les tenía terror y no acertaba a dilucidar el significado de aquello que, irremisiblemente, cuando se presentaba lo sumía en un presentimiento funesto.

Ante la pesada carga de aquella profecía, mientras duró su estancia en Europa se preocupó por investigar y leer todo, o casi todo, lo que se había escrito acerca de los vampiros, y en sus tiempos de ocio, al terminar sus prácticas en el conservatorio, leía y releía dos libros, tanto que se convirtieron en sus libros de cabecera: el Tratado sobre los redimentes en cuerpos, los excomulgados, vampiros y brouculatas, del abad Agustín Calmet, así como las Cartas Eruditas, de Benito Jerónimo Feijoo. Todos los días, hasta altas horas de la noche, los hojeaba con minucia como si quisiera encontrar entre sus páginas alguna receta o artificio que lo librara de tan fatídica profecía.

Con la ayuda de sus mentores y algunos amigos influyentes visitó los archivos secretos de los asuntos de Estado del Imperio Austriaco en el ramo de la sanidad; bajo el rubro “Estrictamente confidencial” encontró un documento cuidadosamente envuelto en una bolsa de cuero, y sobre ésta, en letras pirograbadas, se podía leer: “Documenten Zum Vampirismus”. Contenía los resultados de una investigación ordenada por el emperador Francisco I de Austria llevada a cabo por Johannes Fluckinger, precisamente en la ciudad de Medvegia, en el año de 1791, donde supuestamente su antepasado, según el decir de la gitana, Arnold Paole, había fallecido al caer de una carreta y, una vez sepultado, convertido en Nosferatu, se había transformado, como su nombre lo indicaba, en portador de pestes y plagas, asolando, en compañía de diez vampiros más, a toda la región. De acuerdo con los cánones para el caso, al ser descubiertos incorruptos en sus tumbas se les clavó una estaca de madera en el corazón, para posteriormente ser decapitados e incinerados. En el documento, al hacer mención de la necropsia, se podía leer “Mortus non morde”. Con aquellas severas medidas, la ola de desolación y muerte terminó y volvió la tranquilidad a la región, asentaba el informe. Por eso, desde entonces, después de la música, que era toda su pasión, no cesaba de documentarse acerca de estos sucesos que, por extraños que parecieran, le hacían pensar seriamente en cómo evitar aquel posible desenlace. 

A la mañana siguiente, cuando se despertó, no recordaba a ciencia cierta todo lo sucedido; sólo tenía el recuerdo, eso sí, de haber estado en el gabinete de música interpretando piezas de Liszt.

No conocía el lenguaje de los sordomudos, y aunque no tenía la certeza de que Jazmín lo fuera, no hacía falta articular palabra alguna, pues a través de miradas penetrantes y sensaciones placenteras, sin tocarse se comunicaban.

Después de ignorar al pasar por el comedor el suculento almuerzo que le había sido servido, se dirigió con rapidez hacia el kiosco, donde el descenso de la temperatura y la blanquecina vista de aquel paisaje húmedo y frío, esa mañana le produjeron una sensación de vértigo. Allí esperaría la llegada de Jazmín para iniciar su cotidiana rutina y continuar el eterno coloquio de miradas penetrantes e inquisitivas, de sonrojos y escasos monosílabos a intervalos y de esquivar siempre la misma pregunta que ella le hacía a través de una libreta de notas, donde, con letra delineada, a la manera de la caligrafía del siglo XIX, se podía leer: “¿Te gustaría volver a tocar el piano?”

Jazmín apareció de repente de atrás de una enredadera, donde, en el intrincado laberinto de brazos de árboles y ramas secas, se escuchaba el constante zumbar de una enorme colmena que se confundía con el rumor del agua que subía de la barranca. Ella se deslizaba por los prados, como suspendida en el aire. Él, sin saber qué hacer ni qué decir, se le quedó mirando y, al instante, comprendió que ella sabía lo de su estancia en el gabinete de música la noche anterior. Sentados en el kiosco, se miraban uno al otro sin decirse nada; sin embargo, la comunicación fluía entre sus mentes derribando la barrera del lenguaje, al grado que le recordó la noche aquella en que en la hermosa ciudad de Budapest le vaticinó la horrible maldición que pesaba sobre su persona. Estaba en lo cierto: la conocía de antes, era ella y lo sabían todo uno acerca del otro.

El día, de segundos eternos y horas estacionadas, se desgastaba minuto a minuto en el tiempo; su trote era lento, mientras ellos, evocando mazurkas y marchas, cabalgaban con la imaginación sobre los dorados campos de Hungría y permanecían en el jardín confundiéndose con el paisaje.

Lisandro movía los dedos con facilidad y el dolor en sus articulaciones había desaparecido por completo. Sin dar crédito a lo que estaba sucediendo, siguió anclado en el kiosco contemplando a Jazmín, hasta que ésta, ante su asombro, se fundió en el velo parduzco del anochecer. Como solía hacerlo, se frotó la cara con las manos en señal inequívoca de incredulidad y cerró los ojos un instante; al abrirlos, se encontró sentado frente al piano en el gabinete de música interpretando la polonesa “Heroica” de Chopin de manera impecable. Al otro extremo del piano lo observaba Jazmín; mientras tocaba, cercano al paroxismo, ella, ataviada con su tradicional traje de gitana, sentándose a su lado se fundió en su cuerpo y lo sedujo.

Al terminar, obedeciendo a un impulso y a una sentencia que no se apartaba de su mente, se levantó y comenzó a caminar en dirección a su recámara. En el trayecto, al recorrer las espaciosas galerías y subir las escaleras, recordó la voz de su madre cuando le decía, dos años atrás, al acompañarlo y enterarse de que su enfermedad era incurable: “Sólo la muerte podrá liberarte de esta enfermedad maldita”:

Nunca había creído en la existencia de fantasmas hasta que traspasó el muro de su alcoba y contempló su cuerpo inerte, que yacía entre los almohadones de la cama. Desde entonces, atrapado entre los muros que circundan la casona, toca cada vez que aparece la niebla y celebra con júbilo, aunque nunca lo creyó del todo, que las abejas lo hayan librado de la maldición del vampiro; sabe que nunca dejará de interpretar todo su amplio repertorio musical entre los paredones recubiertos de esa infranqueable celosía de hiedra, musgo y humedad, donde, en compañía de Jazmín, cohabita por siempre al abrigo de los comentarios furtivos de sus vecinos del barrio del Paraíso.

Ese mismo día de agosto, tras un fallido incendio que aparentemente dejó todo en su lugar, cuentan en el pueblo que vieron salir a la señora que cuidaba al loco en compañía del joven que le ayudaba en los quehaceres; del loco nunca se volvió a saber nada. Unos afirman que murió esa noche y quedó carbonizado entre los paredones; otros se aventuran a decir que vive ahí y que todas las noches se sienta al piano en compañía de una joven que bajó del cielo para cuidarlo por siempre. Lo mejor es no acercarse por ahí, porque siempre un loco es de cuidado.