A la siempre risueña cara de Galdino Platas Landa,
Hombre bueno y sencillo que hace queso de cabra
Lo aprehendieron en el parque cuando se detuvo frente al puesto de nieves y se estaba comiendo un amantecado doble. Del susto, se le fue chueco y por poco se ahoga. Traía consigo su machete fajado al cinto, su sombrero de palma como los que usan en la costa y una jáquima que había comprado en la jarciería “El Ranchero” para la becerrita que parió su vaca, a la que llama Granicilla porque es pinta de negro y, sobre el cuero blanco, tiene muchas manchas negras apeñuscadas, como si le hubieran aventado un montón de lodo sobre el lomo. Llovía tanto que hasta las lombrices se salían de la tierra y, en medio de aquel aguacero, lo detuvieron.
—¡Hey, tú!, el del sombrero arriscado, detente —le gritó el comandante de la policía—. Sí, tú. ¿O qué no eres de los Platas?
Mientras tanto el helado se le escurría por la comisura de los labios, regándosele por el cuello; la tos no lo dejaba respirar.
—¡Déjeme que agarre resuello siquiera! —le contestó, y entre tosida y tosida, se le quedó mirando fijamente a los ojos—. ¿Y ahora qué? Ya no puede uno noi andar por la calle. Estoy sosiego saboreando un helado mientras pasa la lluvia y ya me sale usted con que estoy detenido. ¿Acaso está prohibido sentarse en las bancas? Pagué mi helado, si no, pregúntele a la señorita que me lo despachó.
—¡No, hombre!, no es para tanto —le dijo el comandante—. Es un asunto de tipo administrativo. Sólo tienes que acompañarme al juzgado municipal para desahogar una diligencia de carácter civil.
—¿Una qué?
—Bueno, t+u ven conmigo y luego te vas para tu casa.
Tiró el helado, se quitó el sombrero y, al tiempo que se alisaba el cabello con la mano, sobre una silla del juzgado dejó su manga de hule, que escurría agua e hizo un charco en el piso.
—Como llovió, mi comandante, ahora si va haber elotes —decía un poco nervioso, tratando de hacer plática.
—Aquí está, señor juez, se lo dije que no iba a ser difícil dar con él: el mismísimo Galdino Platas.
—Acércate. Tú eres Galdino Platas, ¿verdad?
—Pues si usted lo dice, ése debo ser yo . Yo siempre he sabido que soy Galdino Platas, hijo de Galdino Platas y nieto de Galdino Platas, porque asi me lo ha dicho mi abuelita.
—¿Y quién es tú abuelita? —preguntó el juez con voz fuerte, pues veía poco y oía menos, frunciendo el ceño y viendo por encima de sus antiparras.
—¡Pues quién va a ser! Pues mi abuelita. ¡Ah!, ya le entendí a usted. Usted quiere saber cómo se nombra mi abuelita. Se nombra Zenaida y yo vivo con ella; mejor dicho, vivimos con ella: una mujer que tengo y yo.
—¡Eres casado?
—No. Lo que se dice casado, casado, no. Tengo mujer, pero nada más así: juntados.
—Pues precisamente de eso se trata —aclaró el juez—; de que te cases, legalices tu situación y no vivas nada más arrimado con tu mujer, como si fueran animales.
—¿Casarme? ¿Con papeles y todo? Pero si no tengo ni acta de nacimiento y mi fe de bautizo la tiene mi mamá, que vive en la congregación de Mecacalco. Mi mamá se llama Isabel, ¿Sabía usted? Ella es de los Landa, pero yo me crie aquí con mi abuelita, por eso no tengo papeles. Precisamente ayer le estaba diciendo a mi abuelita que un día de estos me iba a dar una vueltecita por la Villa de Atzalan, para saber si ahí me tienen archivado, o como se diga …Mi abuelita estuvo buscando en un baúl que tiene a ver si jallaba mis papeles, pero no encontró nada; por eso le dije que a mi me latía que ahí en Atzalan, en el palacio municipal, me tienen archivado. Así que como usted podrá entender, yono tengo papeles y así no me puedo casar. ¿Oh sí? —y nuevamente se le quedó mirando a los ojos, de frente, esperando una respuesta del anciano y meditabundo juez que, en lugar de pensar, dormía y cabeceaba en todas las audiencias.
—No hay problema. No te preocupes por los documentos —terció el secretario del juzgado, al tiempo que ponía sobre el escritorio un legajo de papeles y un cojín con tinta para huellas dactilares— ¿Sabes leer?
—No, yo nunca fui a la escuela —respondió Galdino.
—Aquí, de lo único que se trata —volvió a decir el secretario— es de que pongas tus huellas sobre estas hojas y asunto arreglado; luego, mañana, traes a la señora para que ella también ponga sus huellas y listo.
—¡Oiga, no! Lo que usted quiere es chingarme. ¿Y a usted quién le dijo que me quiero casar? Una cosa es que la muchacha viva conmigo y otra que me quiera yo casar; además, a ella me la escogió mi abuelita, porque dizque que su papá le va a heredar un terrenito que colinda con nosotros y como en nuestras tierras no tenemos ningún ojo de agua y en las de ellos hasta un arroyo las cruza, dice que conviene; pero a mí, la mera verdad, no me convence eso del casorio. Así que, si no pongo la huella, ¿qué pasa?
—Pues entonces, el comandante tiene instrucciones de tu abuela y de los papás de tu mujer, de guardarte aquí en la cárcel unos días para que pienses bien las cosas.
—¿Y si pongo mis huellas?
—Una vez que las hayas puesto en la hoja y sobre el libro de matrimonios, te puedes ir a tu casa y ya mañana que venga tu mujer.
—¡Pero si no tengo papeles! Ya la dije que tengo necesidad de ir a Atzalan para averiguar si ahí me tienen archivado.
—No importa, aquí todo mundo te conoce. Conocemos a tu padre y doña Zenaida está de acuerdo con lo del casamiento, así que no hay problema alguno.
—Mira —le dijo el juez, tratando de ser más comprensivo con el muchacho—, vamos a hacer una cosa: ve a Atzalan a preguntar por tu acta de nacimiento, nos la traes en un lapso de tres horas para verificar los datos y entonces firmas. ¿Qué te parece mi proposición?
—Bueno, si usted quiere —dijo Galdino encogiéndose de hombros, no muy convencido del plazo acordado.
—¡Ah!, pero no te irás solo. Te va a acompañar el cabo Justino Murrieta que, por cierto, es tu vecino y amigo. Son las once de la mañana, todavía es temprano, aquí los espero como a eso de las dos y media de la tarde y cerramos este asunto.
Salió de las oficinas del juzgado y, en compañía de Justino, cabo de la policía municipal de Altotonga, se dirigió a la terminal de autobuses para trasladarse a Atzalan. Aunque está cerca, cómo a cinco kilómetros de ahí, debía darse prisa, porque eso de buscar papeles entre tanto libro viejo y trebejos era tardado. Hacía justo un año cuando se quiso enlistar de soldado, había acudido a las oficinas del Registro Civil, primero en Altotonga, municipio donde él vivía, y luego en Atzalan, a solicitar su acta, pero nunca la encontraron. Él sabía que andaba cerca de los dieciocho años y que había nacido entre el veintitrés y el veinticuatro de marzo.
—Me acuerdo de que fue en una Semana Santa temprana que cayó en marzo y estaba la luna recia —le decía su abuela—, su tío Praxedis, hermano de su padre, le platicó que cuando nació hubo un eclipse de sol y que por eso se le adelantó el parto a su madre— Tú fuiste de siete meses, Galdino. Eras una bolita de carne que apenas si se movía dentro de la cuna y hasta pensábamos que no te ibas a lograr.
No eran muchos datos para encontrar un acta de nacimiento, pero de lo que sí estaba seguro , porque se lo había dicho su madre cuando la visitó el año pasado, era de que lo habían registrado en Atzalan.
—A ti te asentamos en Atzalan —le decía— porque naciste en el centro de salud que se encuentra atrás del palacio municipal. Cuando me empezaron los dolores y me di cuenta de que no era efecto de luna, sino que el parto se me venía encima, tu padre me levó al médico y por eso naciste en la meritita Villa de Atzalan.
—Cómo no vas a estar asentado en esa oficina, si tú eres de ahí —le insistía su madre.
Ya en otra ocasión que estuvo preguntando por su acta, doña Chole, la anciana encargada de llevar los libros, la había estado buscando durante una semana entera, de manera infructuosa.
—¡Búsquele usted con curia! —replicó—. Yo sé que aquí me tienen archivado— pero después, nunca volvió.
—Yo no me caso, Justino. A fuerzas, ni los zapatos entran; mucho menos con ésta que cuando se metió conmigo ya no era señorita. Ni aunque lo quiera el señor cura, ni quien sea. Con ésta, no me caso. A poco me van a salir con el cuento de que porque montaba mucho a caballo se le desgarró el aparto ese. Ése, del que tú ya sabes. Afigúrate nomás, ahora me quieren pegar a mí la criatura, ¡que sabrá Dios quién se la hizo! Yo estoy seguro, seguro, de que no es mía. Si tan sólo tiene cuatro meses que me la llevé y nos juntamos. Sí te voy a decir una cosa: cuando nos juyimos y la escondí en el zarzo de la casa de tío Juan, ya se le veía su pancita; pero me dijo que ansina era de nación. Y la verdad, la mera verdad, como yo le traiba rete hartas ganas, pos no me importó su pancita; al contrario, sentía bien bonito cuando se la sobaba en las noches y ya ves, dice mi comadre doña Elvira, la partera, que en dos o tres días tira la cría. Ya hasta le dejé unos centavos por si se le ofrece ahora que se alivie; pero yo, mejor me voy pa’ la tierra de mi mamá a los cortes de café. ¡Qué puntadas de don Cayetano y su mujer, quererme enjaretar a su hija! ¡Que me la llevé!, pos sí, para qué lo voy a negar; pero no fue a la fuerza y además, ella sabía que yo tenía novia. Ella tuvo la culpa por andar de creída y se pasó de lista. Le dio vuelo a la hilacha con varios y a mí me quiere para papá de su hijo. Sí me quiere, pero me quiere joder. ¡Qué bonito! Nomás eso me faltaba a mí, Galdino Platas Landa de Tiocuautla, vecino de Mecacalco y originario de San Felipe, aunque dicen que nacido en Atzalan, que me pegaran un chamaco ajeno y, por si fuera poco, me casaran a la de a huevo. Yo soy hombre de ley y de bigote, como decimos por acá, pero no zoquete de nadie y venir a ver, que los muy condenados de los viejos, como tienen influencias en el municipio y le han de haber soltado lana al juez, dicen que ya nos casaron por poder y que me tengo que aguantar- ¿Cómo la ves, Justino? ¿Te parece justo esto que me pasa a mí?
—Yo pienso que eso que hicieron os padres de Rutila no está bien, no está nada bien.
—Eso le pasa a uno por no tener quien lo defienda. Yo me crié en casa de mi abuelita Zenaida, desde que mi papá nos abandonó y se buscó otra mujer. Todo esto de mi casorio no es más que conveniencia de mi abuela, que ya se cansó de llevar las chivas a beber agua lejos de la casa.
Justino movía la cabeza y de todo se reía.
—A mí me da los mismo —le decía mientras se rascaba las verijas con las manos metidas adentro del pantalón—, si ya sabías que la Rutila andaba con varios, pa’ qué te la llevates. Todos en el rancho se daban cuenta cuando se iba a bañar al arroyo con el hijo de don Serafín, el panadero, y un día, cuentan, la encontraron encuerada haciendo el amor con el maistrillo ese del Ramiro, que dizque estudia pa’ profesor allá por tampico, durante las vacaciones. Lo que pasa es que tú eres muy bruto, Galdino. Te cuadró la vieja y le arrimates aunque ya estuviera paseada. Lo que no sabías era que andaba buscando un pendejo pa’ ensartarle la criatura. Ahora ya ni modo. Tienes que poner la huella o te zampan al bote. Como dice mi compadre Anastasio: “Te tiene guindado de los huevos”.
Ya en Atzalan, con los mismos datos, la búsqueda duró tres horas y media y nada.
—Ahorita vengo —le dijo Justino—. Tengo que reportarme con mi comandante, si no va a pensar que nos pelamos los dos juntos. No te vayas a mover de aquí, en cinco minutos regreso, mientras doña Cholita sigue buscando.
Sentado en una silla desvencijada y con el bejuco roto, Galdino aguardaba con la mirada perdida hacia las araucarias del parque.
—¡Oye, muchacho! Ahora recuerdo: ¿no eres tú el que se iba a ir de soldado? ¿El que según me platicaste entonces nació en una Semana Santa? ¡Qué caray! —decía doña Cholita mientras se rascaba la cabeza—. Yo encontré ese expedienthace más de un año, pero tú, que me prometiste unos quesos de cabra y mil de colmena, nunca volviste. ¡Qué barbaridad!, ¡cómo no te reconocí antes! De haber sabido nos ahorramos tanto tiempo. Sí, ya me acordé bien. Tú eres Platas Landa y naciste un veinticuatro de marzo de mil novecientos setenta y seis y ya cumpliste los diecinueve años. Pero hay un pequeño problemita: tú no eres Galdino, como me dijiste.
—¡Qué pasó, doña Cholita! Ahora resulta que soy mentiroso,
—Tú te llamas Glorio, porque naciste el sábado de Gloria y ese nombre te pusieron tus padres, aparte de que era el nombre que trajiste. Tú eres Glorio Platas Landa. Con razón yo no encontraba tu expediente, porque luego vienen a reclamar como si supieran cómo les pusieron sus papás.
Glorio, vaya nombrecito que le habían puesto. Se quedó clavado en la silla y las manos le sudaban de la impresión.
—¿Está usted segura de lo que dice, doña Cholita?
—¡Claro, hombre!, si hasta guardé tus papeles en un cajón de mi escritorio en espera de que vinieras.
—Glorio. Ah, que mis papases tan atarantados —pensaba en voz alta—. Pero si me pusieron nombre de puto. Siquiera al Efraín, mi primo, que no se llama Efraín, le pusieron Teódulo, pero “Glorio” de veras que me amolaron con ganas.
Es un nombre como para que le dé muina a cualquiera. Y yo que creía que me llamaba Galdino—. Y estirando los pies se puso a reír de buna gana.
—¿No eres hijo acaso de Galdino Platas Vázquez y de Isabel Landa Méndez?
—Sí.
—¿No eres hijo en primer lugar?
—Sí.
—¿No naciste en la Villa de Atzalan?
—Pues sí.
—Entonces —Exclamó la anciana en tono de sentencia—, tú eres Glorio.
—Bueno, Cholita, mañana vengo por mis papeles, no me los dé ahorita, sino hasta mañana. Si le pregunta algo el cabo que me acompaña, diga que no encontró nada.
Justino tardó mas de un cuarto de hora en volver, pues tuvo que aguardar turno para hacer la llamada.
—ya hablé por teléfono y nos están esperando. ¿Qué pasó?
—¡Nada!, aquí no hay nada; vámonos con la música a otra parte —respondió Galdino, mientras le hacía un guiño a Cholita—.
—No te preocupes, Galdino, dice mi comandante que no hay problema, que pongas tu huella como ya quedaron.
De regreso en Altotonga, doña Natalia —la octagenaria encargada del Registro Civil— le leyó el acta de matrimonio, la epístola de Melchor Ocampo y le explicó que el convenio matrimonial era por separación de bienes. ¡Uh!, pensó, a la abuela se le cebó lo del terrenito. Por fin, don Cayetano se había salido con la suya: emparentar con los Platas y darle un padre a su nieto o nieta, que ni la misma Rutila sabía de quién era.
—Ya mañana, o en el curso de la semana, le puedes decir a tu esposa que venga a firmar, porque según sé, ella si sabe leer y escribir. ¡Felicidades, hombre!, quita esa cara que no te has muerto todavía. Saludos a tu abuela. Le dices que la mandó saludar don Gregorio Mota, el juez, su eterno pretendiente.
Al día siguiente de la firma, Rutila dio a luz a un varón que pesó tres kilos y medio, de ojos claros y pelo hirsuto como Ramiro. Lo registraron en Altotonga y creció al lado de sus abuelos maternos, porque su madre se fue con otro y nunca conoció a su padre.
Dicen que a Galdino se lo llevó una fuerte corriente del río de Alseseca, la tarde después de que se casó en Altotonga por el civil. Se ahogó. Creció tanto el río que nunca encontraron el cuerpo —decía la gente—; jamás se supo de él.
Glorio se marchó para el norte a trabajar de bracero, una vez que hubo recogido sus papales y llevado a doña Cholita cinco quesos de cabra y una penca de miel de colmena.