A Luis Jorge Bello Rojo, mi padre,
que nació en la finca de San Luis,
Congregación de Mecacalco,
el 10 de octubre de 1917,
18 días después del cumpleaños
de su madre.
Desde crío, en la escuela de párvulos todos le apodaban Fosforito o Cabeza de Cerillas por el intenso color rojizo de su cabello, que ensortijado, lo peinaba de melena corta. Siempre quiso ser arquitecto y tras iniciar sus estudios en Alcalá de Henares, los continuó en la Escuela de Ingenieros del Colegio de Minería de la Ciudad de México, para finalmente graduarse como arquitecto en la ciudad de Chicago, que desde principios de siglo congregaba en su entorno a lo más granado de los constructores de la época. Los años le destiñeron el cabello y se lo pusieron blanco, sólo sus ojos mantenían la brillantez y chispa de ese verde esmeralda que lo caracterizaba. Llegado en los años treinta, escogió para residir con su familia los alrededores del Lago Michigan porque le fascinaban la tierra húmeda, los constrastes entre las estaciones y cuando la bruma sobre el lago invadía su casa; el bosque continuo de espesa niebla le traía gratos recuerdos de sus años mozos, cuando, allá por el diecisiete, llegó al estado de Veracruz aún siendo un mozo, aunque ya lo acompañaba María Inés, su esposa, y el primero de sus hijos. Ese día, muy de mañana, decidió que debía darse un largo y prolongado baño de tina y después, por qué no, meterse al vapor como solía hacerlo, porque había descubierto que no había nada mejor para una buena reflexión que un esclarecedor baño de vapor, seguido de un acogedor baño de tina de agua caliente y relajante, y si se le podía agregar a aquella gran infusión en que se metía las yerbas que le enviaban todavía de México, qué mejor; así no sólo sudaría de manera copiosa, sino que las ideas fluirían con más facilidad para definir el diseño de una importante obra que le habían encomendado. Con los años, la experiencia y el prestigio se había convertido en uno de los más cotizados arquitectos de la zona y el encargo que tenía en puerta era importante, lo que redobló su decisión de tomar un baño doble para meditar largo y tendido las ideas que circundaban su imaginación. Hacía tiempo que había desechado la ducha rápida y fría, que contrariamente a la conseja de que despabila y reanima el cuerpo, a él lo entumecía de tal manera que le nublaba las ideas. “No hay como un reconfortante baño de vapor”, decía, razón por la cual dentro de su casa, a un lado de su recámara, se había mandado construir uno que no dejaba fuera ninguna de las comodidades y extravagancias de la época. En el vapor, envuelto en una sábana blanca y cómodamente sentado en una gruesa poltrona de madera tratada, al influjo del vapor comenzó a hilvanar su pasado y voló hasta ese día en que, metido en una gran tina, había vuelto a la vida; nunca antes había estado en un baño como aquel, que le traía tantos y tan buenos recuerdos. Todavía a la distancia de cuarenta años, las imágenes eran maravillosas y casi podía tocarlas con sus manos en la espesura de la niebla, y oler aquella tierra húmeda que, abrazada por los rayos del sol, despedía un agradable aroma a jazmín, a flor de azahar, a cafeto cuajado de cerezas y melado de caña.
Cuesta abajo, con los ojos cerrados y las manos soldadas a la cabeza de la silla, tieso como palo de escoba cabalgaba a la deriva entre la espesa bruma de media mañana en una mula barcina que, con el freno suelto, apresuraba el paso entre las resbalosas piedras de granito y la tierra mojada del empinado sendero, conocido por todos como la cuesta de Tatempa, que sobre una pestaña de la agreste cordillera había sido esculpido para salvar la distancia entre la tierra fría y la tierra caliente al otro lado del río. Aquel hombre blanco, de facciones finas y el pelo pelirrojo, exudaba su petrificado miedo y, desafiando toda prudencia, se dirigía al encuentro de su destino. La malévola mula, en su desenfrenado trote a la vera de un desfiladero de más de cuatrocientos metros, lo percibía y adrede apretaba el paso. Los pedazos de piedra que el animal despegaba con las herraduras de sus cascos producían un eco reverberante que se iba dando tropezones entre las salientes de las rocas, perdiéndose en el abismo al no alcanzarse a escuchar el rebote en el fondo del cañón.
Minutos más tarde, enfrente, al otro lado de la cuesta, Emiliano, al cortar vuelta por la ribera del río y pasar frente a las pozas de la piedra lisa, alcanzó a divisar su frágil cuerpo flotando, atrapado entre el remolino de las corrientes y un madero atravesado que le impedía caer a la otra poza. Sin pensarlo dos veces, zafándose los botines y haciendo a un lado el gabán y el sombrero, saltó del caballo al agua y, en vilo, lo arrastró hasta la orilla y sobre la arena le dio respiración de boca a boca. Echó tanta agua por la boca y la nariz que su pecho se empapó sobre mojado, hasta que dejó escapar un imperceptible suspiro que, poco a poco, normalizó su respiración. Tosió fuerte y se estremeció de pies a cabeza. Fueron varios minutos lo que duró aquel forcejeo con la muerte, pero al final, exhausto, ganó la partida.
Tendido sobre el playón, con la ropa hecha jirones y las piernas y los brazos arañados por las ramas, sin aliento para incorporarse contemplaba cómo las embravecidas aguas perdían su color turbio y retomaban el azul aguamarina de las mansas pozas cristalinas, donde los rayos del sol reflejaban un desperdigado caleidoscopio a la manera del arco iris y se perdían entre el macizo verde de helechos y piñanonas de las partes altas. La tormenta tempranera y la intempestiva creciente cedieron y la calma del mediodía, con el sol a plomo, secaba sus ropas dejando escapar un tenue vapor de humores y sudores por donde fluía la vida recobrada y se escuchaban, a dos ritmos, sus acompasados resuellos.
Aquel hombre, incrédulo aún, veía fijamente a Emiliano con una mirada desorbitada, y los seguía a todas partes como su sombra. —Enmudeciste, ¿verdad? —le preguntó. Y como única respuesta parecía abrir más los ojos sin dejar de mirarlo. ¿Será sordomudo de nacimiento?, pensó. Al tiempo, como apretaba el hambre, de las alforjas de su caballo sacó el bastimento y se dispuso a encender un poco de lumbre con los escasos palos secos que encontró y unos cerillos que guardaba siempre en una bolsita de cuero amarrada a la silla de montar. —¿Quieres beber? —le dijo, alargando su brazo con un pocillo de café en la mano y volvió a quedarse mirándolo sin decir nada. Bebió sorbo a sorbo su café para recuperar las fuerzas y se percató de que el hombre a quien había salvado, sin dejar de mirarlo fijamente a los ojos con una mirada iluminada, mitad de asombro, mitad de agradecimiento, temblaba entero.
—¿Tienes frío? —le preguntó, y en ese momento sacó de un costado de su montura la anforita con aguardiente que llevaba consigo para cuando arreciaban los fríos y le hizo tomar un trago que lo puso rojo, rojo, sacudiéndolo fuertemente.
—Pega fuerte —balbuceó entre dientes, y ya más recio expresó: —, pero así me gusta. Aunque los hay mejores que éste, no está mal —agregó.
—¡Vaya, hombre, sí hablas! —replicó Emiliano, y al reconocer de inmediato su acento y tono de voz, quedó atónito al verle puesto el chaleco de pana color vino con aquellos vistosos botones dorados con el escudo de armas de España realzado que le había regalado tres años atrás, y darse cuenta de que ahora el sorprendido era él al no haberlo identificado en su palidez blanquecina y el pelo todo enmarañado y lleno de arena. —Pero si eres Fosforito. Fosforito, dale gracias a la Divina Providencia de que estás vivo.
—Sí, claro, el mismo, hombre, el mismo, como que nos conocimos en Madrid y tú personalmente me diste los datos para que me viniera a América y te buscara.
—No lo puedo creer. Esto no parece real. Y pensar que por poco la muerte te arranca de mis manos… Pero a quién se le ocurre cruzar un río crecido y sin saber nadar; sólo a ti, Constantino, sólo a ti, mi querido bachiller, compinche de parrandas y desveladas. Tómate otro trago para que te vuelvan las fuerzas, pues con el frío hasta las pecas se te despintaron. No lo puedo creer, no lo puedo creer —repetía con insistencia—, mira que la última vez que nos vimos fue cuando te ibas a Zaragoza a casarte. Y por cierto, ese día yo te regalé el chaleco que traes puesto, antes de mi regreso a Asturias, después de haber comprado el ajuar de novia de mi mujer. Pero échate un trago más y déjame que yo me tome otro para que se me baje el susto, porque aún no acabo de salir del asombro. ¡Vaya sorpresas que nos depara el destino! Y hablando de sorpresas, ¿has venido solo?
—Bueno, hasta aquí sí; he dejado a mi mujer y a mi pequeño chaval en un hotel de Altotonga, porque cuando pregunté por la finca de San Luis nadie me supo dar razón, hasta que mencioné tu nombre; entonces me dijeron que la finca estaba ubicada en la congregación de Mecacalco, pero que para mi mujer y el crío la jornada era agotadora y covenía más que ellos aguardaran mi regreso. Y aquí me tienes, por poco me ahogo al caer en la poza, una vez que la mula que montaba, encabritada, me ha echado abajo desde lo alto de esa peña; antes no me he roto la cabeza y entonces, aunque me hubieras sacado del agua como lo has hecho, de nada habría servido, ¿no crees?
—Lo que no acabo de creer es cómo te vine a encontrar en estas circunstancias y de cómo es el destino, pues si las novillas que venía arriando no se desvían hacia acá yo no hubiera bajado al río, porque además de haber sentado sus reales aquí en la región esta temporadita de lluvias, Tomasita, mi esposa, está en vísperas de dar a luz, así que procuro no ausentarme de casa. Pero, ¿me puedes decir también por qué no me escribiste? La correspondencia la recibo en Altotonga, en la casa que tengo allá, donde por ahora vive un compadre mío, y él, en el momento que me llega una comunicación, carta o telegrama, en ese preciso instante envía a un arriero con la correspondencia. De haber sido así yo me hubiera enterado, se habrían hospedado en mi casa, que una parte ahora funciona como hotel, y mi compadre Ricardo González te habría mandado con los arrieros para que algunos cargadores, en sus sillas de mano, bajaran a tu esposa y a tu niño por la dura cuesta de Tatempa. Y a propósito, ¿tú la bajaste montado o a pie?
—Cómo crees, la he bajado montao arriba de la mula, bien cogido de la cabeza de la silla y con los ojos cerrados, porque en cuanto los abría o miraba de reojo me quería dar un vahído. No sé cómo pude descender así esa maldita cuesta. Ya me habían advertido que al llegar ahí debía bajar de la mula, pero el animal este, al fin bestia, nunca se paró y parecía arreciar el paso como para pronto; tan es así que ya ves, en cuanto padsó del otro lado del río me botó como trasto viejo y partió a correr.
—Pues mira, voy a hablar como decís vosotros: joder, que ya te tocaba lo del susto, si no era golpeado o ahogado, de todos modos algo te iba a suceder.
Y al decir esto, Emiliano no pudo contener la risa; dándole un fuerte abrazo a Constatino, los dos rieron a rienda suelta durante un buen rato y terminaron por acabarse el aguardiente de la anforita.
—Lo importante es que me encontraste y me has salvado la vida, coño —terció Constantino—. Que hoy he vuelto a nacer, he vuelto a nacer. Cuando se lo platique a María Inés no me lo va a creer. Ella te conoce, sabes; sí, por fotografía. ¿Te acuerdas de la fotografía que nos hicimos en la Puerta del Sol, justo abajo del edificio del ayuntamiento?, ¿te acuerdas? Pues ésa es la que ella ha visto y a través de la cual te conoce, además de lo que yo le he contado acerca de ti. No es mucho, pero hombre, algo sabe.
—¿Y le has platicado a tu esposa de las parrandas que nos corrimos juntos en Madrid?
—Ahora sí el que te contesto soy yo: joder, ¿cómo crees?, con lo bien portados que somos.
—¡Hombre, no es para tanto! Si lo único que hacíamos era ir a los teatros a escuchar a la cupletista de moda, como cuando fuimos a ver a Raquel Meller; a comer o a cenar a buenos restaurantes; a los tablaos flamencos; a degustar buenos vinos y qué más da, de vez en cuando nos íbamos con alguna hembra, como aquellas cubanitas amigas tuyas, ¿te acuerdas, Fosforito? Bueno, y además qué caray, los dos éramos solteros, y como dice el refrán: “lo que no fue en tu año no es tu daño”, ¿o no, mi querido Fosforito?
—No, si te veo y todavía no lo puedo creer, quién me iba a decir que de veras te animarías a venir a México y que te volvería a ver en las circunstancias en que te he encontrado. Mira que todo esto me parece tan irreal, tan inverosímil; es algo así como mágico. Ya estaba de Dios que tú, mi querido Constantino, reconstruyeras mi casa de Altotonga, pues como te has de imaginar, ya con esposa e hijos no pienso permanecer acá en el campo; aunque por ahora parece que los ánimos se han calmado y la Revolución va cediendo, no faltan gavilleros o ladrones que merodean la región.
—Oye, y a propósito de tu esposa, ¿en qué hotel se ha quedado? Habrá que mandar un arriero con un mensdaje para mi compadre Ricardo y pedirle que la acompañe él, y tú y yo iremos hasta Tatempa a traerlos para que pasen unos días con nosotros, en lo que hacemos planes para que inicies los trabajos de mi casa y otros proyectos que tengo en mente sobre una fábrica de hilados y tejidos; pero lo primero, como te lo comenté en Madrid, es lo de mi casa. Figúrate, ya ahí nació mi padre, en 1840, y dicen que mi abuelo Rodrigo la compró en 1828, cuando se casó con mi abuela, doña María Antonia Arcos. Yo también nací ahí, el 8 de agosto de 1870, y cuando me quedé huérfano, mis abuelos me recogieron y ahí me acabé de criar y viví a su lado hasta que murieron. Después, por deudas de juego de mi tío Rómulo, se perdió todo, hasta que lo recuperé en 1910, hecha una ruina; medio la fui arreglando poco a poco, sobre todo para tener aunque sea un cuarto en el pueblo, para posteriormente encargársela a mi compadre Ricardo, quien ha convertido la mitad de la casa en hotel. Ahora que estemos juntos en San Luis ya habrá tiempo para que te cuente algo más de mi vida; por lo pronto, a Tomasita, mi esposa, le dará mucho gusto tener a tres paisanos suyos en casa, porque aunque no los conoce, basta y sobra con que sean españoles para que mitigue la nostalgia, pues no te creas, para ella no fue nada fácil dejar a su madre, a sus hermanos y su tierra, aunque por lo que me han contado, figúrate, aquí en la ciudad de México tiene parientes mucho muy cercanos, tan cercanos como que son dos tíos carnales, hermanos de su papá: su tío Manuel y su tío Andrés Rojo. Qué chico es el mundo. Todavía no los conozco y creo que ella tampoco, pero ya habrá tiempo para ello después de que nazca nuestro hijo.
—¿Y falta mucho para que arribe el crío?
—No, no lo creo, aunque ya ves que las primerizas tardan más; por lo que me has dicho hace rato acerca de tu hijo veo que te me adelantaste, bribón. Claro, nos casamos el mismo mes, pero tú te quedaste en España y nosotros hemos hecho un largo viaje, primero a Sevilla y Granada de luna de miel, después de Santander a La Habana, y luego de una estancia ahí de más de un mes, de La Habana a Veracruz; y tres meses después, de Veracruz hasta acá, así que lo mejor ha sido esperar hasta ahora, ya establecidos en la finca, ¿no te parece? Pero vamos, ¿qué hacemos aquí plática y plática, con las ropas sucias y los zapatos mojados? Súbete en ancas que aún falta un buen trecho para llegar a la finca; ya ahí habrá tiempo para todo.
Dicho esto, se perdieron en el camino de la derecha, bordeando el río por el camino de Río Vasco.
Habían pasado ocho meses desde su regreso de Europa, pero Tomasita sólo llevaba cinco meses en la finca porque hubo de guardar reposo en Veracruz ante lo delicado de su embarazo, que le habían diagnosticado en La Habana.
Ya en el otoño del diecisiete, con los ánimos calmados y Venustiano Carranza en el poder, la situación en el campo, sobre todo ahí en esa remota e incomunicada región de Veracruz, se tornó más favorable y los asaltos de gavillas inconformes y bandoleros se fueron haciendo más ocasionales, para tranquilidad de los lugareños. Los trabajos que generaban los beneficios del café y la explotación de la caña de azúcar, en sus modalidades de piloncillo y aguardiente, aunado a las siembras de maíz y frijol y a la escasa ganadería, le daban un respiro a las gentes para resarcirse de los estragos de la Revolución, porque aunque los campos de batalla estaban lejos de ahí, la inseguridad y la volatilidad de la moneda habían sumido a la región en una crisis económica palpable, que en algunos meses degeneró en hambruna.
Ya sobre el caballo, a dos leguas del río, en un pastizal lleno de tréboles, la mula barcina que había tirado a Constantino pacía absorta entre el mullido pasto, a la sombra de unos naranjos donde los frutos, iluminados por la luz ambarina de la tarde, se antojaban como para írselos comiendo de gajo en gajo, mientras varios nubarrones que semejaban jinetes a campo traviesa, entre los enrojecidos rayos del sol en una tarde airosa característica de los comienzos del otoño, viajaban a velocidad vertiginosa. Sin darle tiempo de nada, Emiliano, diestro con la soga, lazó al animal en segundos y le aseguró el freno que se le había desprendido.
—Mira —le dijo, señalando la panza del animal—. Se le reventó el cincho; dale gracias a Dios que esto no sucedió en la cuesta, porque a estas horas yacerías sin remedio en el fondo del cañón. Después de todo hoy ha sido tu día de suerte; y de ribete localizamos la bestia, con todo y esa bolsa que arrastra, que debe ser parte de tu equipaje, ¿o me equivoco?
Recuperada la mula Emiliano le hizo unos arreglos y, con la carona y unas mantas, improvisó una silla con estribos de mecate y unos palos atravesados para que Constantino pudiera ir cómodo y así avanzar más de prisa. Montados los dos emulaban a don Quijote de la Mancha, sólo que acá la situación era otra, pues aunque no había un asno, sino una mula de buenas carnes, el caballo, nada famélico por cierto, lo montaba Emiliano, chaparrito y de complexión robusta, y la mula, Constantino, delgado, de un metro ochenta y cinco de estatura; ambos recorrían las verdes y húmedas laderas de la tierra caliente del municipio de Altotonga. El camino, serpenteando la montaña entre pequeñas planicies y hondonadas, ascendía entre sembradíos de caña e hileras de cafetos bajo la sombra de árboles grandes y macizos, dejando atrás, muchos metros abajo, la silueta azul del río de Bobos, que se perdía en el paraje de la luna al intersectar con el río de Las Truchas.
La singular silla de montar, bastante acolchonada, amortiguaba el feo trote del animal y le evitaba el golpeteo en la perlvis que la silla original de madera le había propinado toda la travesía. El bello paisaje era realmente inusitado y en nada se parecía a los campos de Montiel en la legendaria Mancha, región natal de Constantino Vega Lizaur, jover pasante de arquitectura de la Universidad de Alcalá de Henares, recién arribado a Veracruz en compañía de su joven esposa y su hijito de un año el 15 de septiembre. Hoy, a veintidós del mismo mes y a escasos siete días de su arribo al país, el santoral marcaba San Mauricio y, tras azarosas peripecias, respiraba hondo y profundo el tibio aire húmedo de Mecacalco. Realmente lo celebraba y disfrutaba; estaba vivo y los días por venir se perfilaban prometedores. La tarde avanzaba sin prisa, y trepado otra vez sobre la mula gracias los buenos oficios de Emiliano, su amigo y mecenas mexicano, cavilaba sobre el nombre del amigo de éste, con el que juntos recorrieron Madrid por espacio de veinte días a fines de 1915.
¿Juan? ¿José Miguel? ¿Antonio?, se repetía moviendo la cabeza de manera negativa hasta que lo recordó, ¡Pedro! Sí, Pedro se llama.
—Oye, y a Pedro, ¿lo has visto? Según me dijeron ustedes en Madrid los dos eran vecinos, ¿o estoy mal?}
—No, claro, ayer vino a San Luis por una levadura para el aguardiente que está produciendo; precisamente de camino a casa, ahora que nos vayamos, pasaremos por sus tierras. San Joaquín se llama la hacienda. Yo traté en varias ocasiones de ver la posibilidad de comprarla, porque según sabía era de don Joaquín Arcadio Pagaza, el arzobispo de Xalapa, pero resulta que éste la perdió por deudas y la hipoteca se le quedó a don Manuel Rojo. Imagínate, Constantino, el tío de Tomasita, mi esposa, fue quien mandó a Pedro Niembro, a quien tú de sobra conoces, a que se hiciera cargo de la hacienda y posteriormente se la vendió. ¿Cómo ves? El mismísimo tío Manuel de mi esposa, del que te estaba platicando hace rato. Ahora que lleguemos a San Luis, de inmediato mando a un mensajero para que le avisen a Pedro de tu llegada. Se va a sorprender.
—Sí, y más cuando le platiquemos cómo fue nuestro encuentro. ¿Y vosotros, tú y Pedro, se frecuentan a menudo?, ¿son muchas leguas las que separan sus propiedades? Con tantas barrancas y colinas los accesos no serán tan fáciles —preguntó Constantino al salir de un pequeño bosque de encinos, desde donde se divisaba, en lo alto de un cerro, el caserío de Mecacalco, que semejaba una fortaleza medieval enclavada en las estribaciones de la sierra. Emiliano, sin haber escuchado la pregunta por lo apresurado del trote, le dijo, apuntando con la mano a la distancia.
—¡Mira allá, hacia abajo del pueblo, entre el cañaveral! ¿Ves aquella construcción blanca y el chacuaco por el que sale humo negro de manera constante? Ésa es San Luis, mi finca, mi casa, a la que llegaremos en diez o quince minutos. ¿La ves? —volvió a prguntarle.
—Sí, la veo muy bien, y desde aquí luce hermosa, sobre todo por los contrastes de los diferentes tonos de verde en el atardecer y el rojo quemado de sus tejas sobre la construcción blanca. Bonito, realmente muy bonito, y cómo huele, ese aroma delicado a dulce, a miel, que te invade los sentidos. Todo es increíble, nunca había imaginado algo así. En las partes altas, antes de bajar por esa estrujante cuesta, el paisaje le da un aire al norte de España, pero esto es otra cosa. Oye, pero no contestaste mi pregunta.
—¿Cuál?
—¿Cómo cuál? La de si tú y Pedro se frecuentaban.
—Ah, disculpa, no te escuché. Y es que siempre al salir del encinal, esa vista tiene para mí un encanto especial; al divisar mi casa me entra una desesperación por llegar y me invade una inquietud por tratar de adivinar cómo están y qué hacen mis seres queridos; más ahora, imagínate, con mi esposa en días de dar a luz siento que el corazón me palpita más fuerte.
—Sí, nos visitamos seguido para echarnos una partida de dominó y tomar la copa, aunque ahora que Tomasita ha llegado es más común que Pedro venga a que nosotros vayamos; seguido sus hijas están aquí con mi mujer. Pedro se regresó mucho antes que yo, con la de malas que al llegar se encontró con la infausta noticia de la muerte de su esposa. ¿Te imaginas? Llegar y encontrar sólo la sepultura y a sus pobres hijos atribulados por la pena y sin haberse podido comunicar con él. El golpe fue terrible, aunque creo que ya lo está superando. Tengo entendido que está planeando de nueva cuenta un viaje a Asturias, a Aciego, el pueblo vecino a Pandiello, de donde es Tomasita. Bueno, eso me dijo la última vez que nos vimos, la semana pasada, y no creo que se haya ido aún porque quedó muy formal de pasar por acá por un encargo para mi suegra. Yo espero que no se haya marchado ya para poder reunirnos y charlar y recordar nuestras andanzas por Madrid, ¿te parece?
Y diciendo esto comenzaron a bajar hacia la finca por una espaciosa calzada de piedra bola de río flanqueada de árboles de naranjo, limones y matas de plátano, entre tulipanes y copas de oro florecidas. El calor de la tarde levantaba una leve bruma del suelo mojado, mientras las gallinas y aves de pluma picoteaban el dulce gabazo fresco de caña atrincherado a un lado del trapiche, que servía de combustible para el horno que alimentaba las calderas.
Pardeando la tarde, al decir de los campesinos del lugar, Constantino y Emiliano llegaron a la finca y se apearon frente a la casona principal, en medio del gran patio de losas de cantera cuidadosamente barrido y regado, que servía de asoleadero en época de la cosecha de café para secar la cereza antes de meterla a la despulpadora. El sol de media tarde incendiaba los tejados y dejaba escapar una imperceptible niebla al terminar de secarse el barro que por la madrugada el sereno empapaba de humedad. Cuatro balcones que miran al norte, de hierro forjado con incrustaciones de bronce, ostentan al centro el monograma “EBR” (Emiliano Bello Rodríguez), y en la parte superior, sendos pasamanos de cedro barnizado al natural enmarcan el segundo nivel de la casa, bajo capiteles de cantera labrada que le dan a la construcción un aire señorial, más atractivo y cautivante por el exuberante verde del entorno. Alrededor, tres grandes casas de madera de dos pisos, de cuatro aguas y techo de tejemanil, circundan el lugar al que la gente que acude a la tienda de la planta baja da vida con el bullicioso rumor de sus pláticas desparpajadas, y los peones, al percatarse de la presencia del patrón, hilvanan sus comentarios acerca de los recién llegados, sobre todo lo relacionado con el joven pelirrojo que monta la mula barcina y parece arrastrar los estribos y que nunca habían visto por ahí.
—¿Qué te parece? —le pregunta Emiliano, mientras Constantino, azorado, no da crédito a lo que ven sus ojos; aquello era increíble, y a su entender, mágico: arquitectura señorial de piedra de cantera, teja española y herrería de fierro forjado, combinada con aquellas hermosas casas de madera de encino de cuartones gruesos y bien cepillados y aquel gran patio con pilastras de granito para amarrar a las bestias; pero, de manera especial, la magia de aquel sitio estaba dada por su ubicación: una montaña en descenso pronunciado de sur a norte con una vista espléndida de la salida del cañón, los ríos, los valles y, a lo lejos, donde se junta el mar con el cielo, las nubes en constante flujo a capricho del viento. Al desmontar del caballo, Emiliano le cedió la rienda al caballerango que aguardaba sus instrucciones y se encaminó a ayudar a Constantino, que envarado del largo recorrido desde Altotonga hasta San Luis no podía bajarse de la mula y le dolía todo el cuerpo.
—Te juro por mi madre que no me puedo mover —le dijo, al tiempo que entre Emiliano y el caballerango lo bajaban frente a un pretil para que no se lastimara. Ya con los pies en el suelo, Constantino, plantado como horqueta, completamente zambo, testereando y con la ayuda de un palo que hacía las veces de bastón, intentó caminar.
—Te lo juro —volvió a repetir—, no es que no quiera, sino que no puedo.
—Pues tienes que poder, porque de lo contrario te vas a envarar más si no caminas. Poco a poco, pero tienes que caminar; ni modo, haz la lucha y ya verás cómo se te quita lo aporreado. ¡Fulgencio! —ordenó Emiliano—. Tráeme un vaso con aguardiente del bueno, del calientito que está saliendo del alambique, para revivir este muerto.
Y de manera solícita, Fulgencio, el caballerango, en un pequeño vaso de vidrio se lo trajo y sorbo a sorbo hizo que Constantino lo bebiera para que recuperara las fuerzas.
—Con esto quedarás como nuevo, nada más que no se te ocurra echarte al río de nuevo, porque entonces no habrá quien te saque ni te dé respiración de boca a boca —dijo Emiliano riendo de buena gana, al momento que puso su hombro bajo el brazo de Constantino para ayudarlo a caminar—. Ahorita, como a los caballos y a las bestias de carga, no te queda otra más que caminar y caminar hasta que se te aflojen los músculos, procurando que no te vayas a enfriar o te pegue un mal aire que te desconozca. De menos debes darle diez vueltas al patio para que entres a la casa y te tumbes en algún sillón o cama a descansar, antes de que se sirva la cena y te pueda presentar a Tomasita, quien seguramente estará descansando. Se va a sorprender cuando te presente, porque aunque ella te conoce por referencias y sabe también que vendrías a México atendiendo mi invitación, no creerá que haya sido tan pronto.
Y así caminando, apoyado uno en el otro, dieron las diez vueltas de rigor para entrar a la casa con los últimos rayos del sol; pronto la penumbra se apoderó del ambiente y hubo necesidad de encender los candiles y las lámparas de petróleo, a las que se apilaban, como abejas al panal, miles de insectos; las luciérnagas, aquí conocidas como cocuyos, en vuelo errático iluminaban sus resplandecientes cuerpos al arrullo del cántico de los grillos y las cigarras y el croar de las ranas de los arroyos circunvecinos a la finca. Pronto se dejaron ver las estrellas; la luna, en cuarto menguante, saldría después de la medianoche.
Ya adentro de la construcción, tres grandes candiles de fierro, guindados de las vigas de los techos, alumbraban los amplios salones de seis metros de altura y muros encalados con un discreto guardapolvos color vino a un metro. Había tres espaciosas habitaciones comunicadas entre sí, tan grandes que bien se podía organizar ahí un baile o una tertulia, donde de manera holgada cabrían más de doscientas personas. Al entrar, un agradable aroma a café mezclado con el dulce bouquet que despedían las barricas de ron y las latas alcoholeras de aguardiente, daban la sensación de estar entrando a una gran bodega dividida en tres, donde al fondo, encima de sendas tarimas de madera, se estibaban cientos de sacos de café en pergamino, algunos de ellos con café tostado en grano, y en la habitación de la derecha, alineadas en pasillos paralelos, las barricas de ron y las latas alcoholeras. A un lado del primer gran salón se abría una puerta que comunicaba con la tienda de abarrotes y la trastienda, repleta de provisiones, granos y semillas, mantas y cobijas, velas e implementos de labranza. En la tienda, los lugareños podían adquirir desde alimentos básicos hasta ropa y huaraches, y por la tarde, cuando el cuerpo lo pedía, un buen trago de aguardiente.
Intrigado, Constantino, para quien todo era novedad, recorría los espacios con ansiedad contenida y examinaba a detalle pieza por pieza, admirando la solidez de aquella contruccíon rústica que no dejaba de tener su encanto, en especial el piso de ladrillo rojo de barro, unido con una amalgama blanca de cemento. Caminando entre las barricas de roble blanco, le sorprendió su procedencia: Francia y España. Traerlas desde tan lejos, con ese camino inaccesible y peligroso, era una proeza, pensó. Sólo que existiera otro camino que él no conociera. Al pasar de donde se almacenaban los sacos de café al área de las barricas del ron, tropezó y se fue de bruces sin meter las manos, lo que le valió una copiosa hemorragia nasal que le acabó de ensuciar el de por sí ya sucio chaleco.
Menudo susto se llevó al quedar frente a frente con Olga. Se puso pálido y apenas alcanzó a balbucear una frase, situación que provocó la hilaridad de Emiliano, que acudió a levantarle y a darle una explicación. Olga era pacífica e inofensiva, le dijo, pero él no le creyó, subiéndose de inmediato a un promontorio formado por sacos de azúcar.
—¡Vaya costumbres salvajes que tienen acá! —expresó en voz alta, mientras Emiliano seguía sin poder contener la risa—. ¡Mira que convivir con bestias de esa naturaleza! Fácilmente se hubiera engullido mi pierna o una mano —agregó.
—¡Qué va a engullir ni que nada —le contestó Emiliano a intervalos, al no poder casi articular palabra de la risa que tenía. —¿Qué no ves cómo está asustada la pobre? Está más asustada que tú —insistió. Y se dispuso a ayudar a Constantino a bajar de los costales de azúcar para subir las escaleras que los conducirían al segundo piso, para ahí tal vez tomar un refrigerio y esperar hasta la hora de la cena, dándole margen a Constantino para que se repusiera de tanto susto, sobresalto y novedades, que por lo visto no parecían tener fin.
Entre una pieza y la otra tres grandes pórticos de cantera, con su arco de medio punto, comunican el enorme espacio a través de zaguanes con puertas plegables de madera, que durante el día se abaten para mantener ventilado el lugar y durante la noche se cierran para que Olga, la pitón que deambula entre los costales y barriles cazando ratas, tlacoaches, oncillas, sieterrayas y algunos otros animales nocturnos que suelen hurgar por comida, con particular interés en las bodegas de la tienda, no se saliera e intentara subir al segundo nivel, donde propiamente daba comienzo la casa-habitación.
En el costado derecho del primer salón, justo a un lado de la puerta que comunica con la tienda, casi a la entrada, una escalera de piedra de cantera rosa, con su barandal de hierro forjado, sube al segundo nivel a través de un claro entre pisos, que deja ver desde abajo el cancel de madera labrada con vidrios biselados que resguarda el acceso en la entrada; hasta arriba de las vigas del techo del segundo piso cuelga un candil de latón pavonado con doce gruesas velas, que reflejan su propia sombra centelleante sobre los blancos muros. La parte alta de la casa guardaba cierta semejanza con los salones de abajo en lo que se refiere al concepto de amplitud, sólo que acá los muros estaban repellados y cuidadosamente pintados con figuras geométricas, rosetones y flores de lis. Después del vestíbulo, que conducía a una gran sala con muebles de madera de cedro y caoba, con mecedoras y poltronas de diferente diseño, entre los que destacaban los de origen austriaco, esquineros, percheros, un bargueño y un gran mueble tallado a mano que le servía de base a un aguamanil de porcelana, con toda su habilitación en tonos de azul; el comedor, con vista a un ventanal que daba al norte, dominaba el espectacular paisaje de la salida del cañón hacia los valles bajos. Todo estaba en su lugar, limpio, impecable pero sobrio; había lo necesario, sin excesos, de buen gusto pero sin lujos y se notaba la mano femenina en los detalles, carpetas y deshilados que complementaban el decorado.
Tanto en la sala como en el comedor dos grandes gobelinos presidían la escena: en la sala, un paisaje bucólico con remembranzas bíblicas, y en el comedor, una Última Cena. Al área de los dormitorios, situada en la parte posterior de ese nivel, se llegaba por un largo pasillo ubicado después del desayunador y la cocina. Era una casa majestuosa en sus dimensiones y orientación, pero austera de mobiliario y objetos suntuarios.
—Toma una —dijo Emiliano llevándose a la boca una pera, cuyo néctar le escurrió por la comisura de los labios—. Están deliciosas —agregó—. Come una o dos para que mitigues el hambre, porque antes de cenar querrás asearte, ¿o no? —le preguntó—. No te preocupes, aún es temprano y nosotros por lo regular siempre cenamos alrededor de las ocho de la noche; tú descansa y date un buen baño. Con eso vas a quedar como nuevo, ya verás. En lo que voy a ver a Tomasita, que debe estar reposando en su dormitorio, adelántate, que aquí Eduviges te mostrará tu habitación y te indicará el camino al baño., que a esta hora ya debe estar listo.
Diciendo esto Emiliano desapareció por un largo pasillo, y acto seguido Eduviges, una afable y robusta mujer con cara de matrona y grandes manos, le dijo: “Buenas tardes, joven, ¿quiere hacer el favor de seguirme?”. Y los dos descendieron por la escalera que momentos antes Constantino acababa de subir, para tomar camino del gran patio en dirección a la fábrica de aguardiente por un caminito empedrado lleno de cafetos y plantas de plátano que iluminaba el candil de mano que llevaba la mujer.
Constantino, sorprendido y sin entender por qué bajaban e iban en dirección opuesta al área de dormitorios de la casa, la siguió con paso más despabilado, contemplando el cielo estrellado y percibiendo el delicado aroma de las matas de jazmín y gardenia diseminadas por el sendero. —¿Se puede saber a dónde vamos, buena mujer? —preguntó un tanto inseguro.
—Al baño de vapor, joven —respondió, sin dejar de acelerar el paso.
—¿De vapor? —inquirió sorprendido—. ¿Aquí y a estas horas?
—Sí, de vapor, ya vamos a llegar.
Aquello era inusitado y en verdad le resultaba algo confuso. ¿Para que habían subido a la parte superior de la casa, para qué? ¿Para luego salir y bajar rumbo a no sé dónde? No tenía mucho sentido. Ahora, lo del baño ¿por qué hasta allá? Tampoco lo entendía. ¿Y por qué tenía que bañarse precisamente a esa hora, antes de la cena? Bueno, pensó, a lo mejor así son las costumbres de acá, sobre todo por aquello del calor. Llegaron a la puerta del baño, casi junto a la caldera y su chimenea, a un lado de los alambiques.
—Ya llegamos, aquí es —dijo Eduviges abriendo una pesada puerta de fierro forrada en su interior de madera, con un gran empaque de hule que la circundaba.
—¿Aquí es? —exclamó Constantino poniendo cara de admiración.
—Sí, aquí mero —confirmó Eduviges y reforzó su sí asentándolo con la cabeza
No daba crédito a lo que veían sus ojos. Al abrirse la puerta apareció ante sí un cuarto de aproximadamente cuarenta metros cuadrados totalmente recubierto de azulejo color blanco, donde estaban colocados dos camastros de madera con colchonetas de borra y varias toallas blancas, así como una gran mesa de encino para masajes. En el centro, a manera de fuente, una pileta, también cubierta de azulejo, de dos metros de diámetro por dos de altura, a la que se llegaba por sendas escaleras, tando dentro como fuera de la misma, dejaba escapar un denso y aromático vapor. Dentro del mismo cuarto, como parte de uno de los muros recubiertos de azulejo, se adivinaba el contorno de una puerta a la que daba certidumbre una manija de fierro; ahí estaba el verdadero baño de vapor, de seis metros cuadrados, también recubierto de piso a techo, alimentado por tubería procedente de la caldera.
—¡Hombre, esto parece una sala de operaciones! ¿O no? —dijo sonriéndole afablemente a Eduviges—. ¿Y qué se supone que debo hacer? —agregó.
—Pues bañarse, nada más —le contestó, mirándolo de arriba abajo—. Me supongo que traerá alguna otra muda, ¿o no? —insistió, al riempo que cerraba la puerta quedando los dos adentro.
—¿Me quiere decir que me voy a bañar con usted aquí adentro?
—No, se va a bañar usted solo ahí adentro y me va a dar sus trapos sucios para que los lave, y además darme los que se pondrá cuando termine de bañarse; pero antes debo darle una buena friega como me ordenó el patrón y meterlo en la pileta; a ver si aguanta, pues se me hace que está usted muy tiernito y no va a aguantar el agua con las yerbas.
—¿Pero tengo que desnudarme con usted aquí? La verdad eso me cohíbe un poco.
—No, por mí ni se fije, que podría ser su abuela, y me da lo mismo que se encuere o se bañe con ropa, allá usted. Si supieras, hijo, la cantidad de hombres que he bañado, tallado y restregado, te admirarías. Báñate de una vez, que se hace tarde para la cena. Haz de cuenta que no estoy aquí y desvístete.
Y sin pensarlo más comenzó a tutearlo y poco a poco le fue ayudando a desvestirse, ante lo adolorido y aporreado que se encontraba, sin que él opusiera resistencia. Aquella mujer mestiza, con canas entrelazadas en sus trenzas, de aspecto tosco y mirada complaciente, fue ganando su confianza y acabó de desvestirlo por completo.
—Mira cómo estás —le dijo, mientras le untaba un bálsamo inodoro que ella misma preparaba con árnica y yerba del golpe—. Parece que te arañó un mapache, pues aparte de los rasguños no hay parte de tu cuerpo que no esté llena de moretones. Parece que te viniste rodando todo el camino, criatura —agregó, Luego lo arropó con unas mantas y lo introdujo al baño de vapor, donde lo sentó en una silla de madera y procedió a abrir la llave—. Si te sientes mal y crees no poder resistir el calor del vapor, me avisas. La puerta nada más está emparejada para que no se salga el vapor, yo estaré acá afuera pendiente.
El vapor comenzó a salir de la extremidad de un tubo oxidado que estaba protegido por un desvencijado cajón de madera hinchado de humedad y verde de líquenes y musgos. Pronto el espacio se llenó de vapor y una blancura fantasmal lo envolvió en segundos, haciéndolo sudar copiosamente por todos los poros de su amoratada piel, que al influjo del calor y el bálsamo de Eduviges se recuperaba como por arte de alquimia, y donde había un golpe o un rasguño la piel adquiría su tersura y color original. Del nacimiento del cabello salían delgados hilos de sudor, que en su descenso incrementaban su flujo y al pasar por su boca dejaban un gusto salobre que palmo a palmo recorría su anatomía, en vértigo sensual y atrevido que penetraba hasta los lugares más íntimos y exudaba todo el moho del camino. Sentado, con las piernas estiradas, una sensación de beatitud se apoderó de su ser y las imágenes de su vida se sucedieron en segundos, hasta que se vio a sí mismo inmerso en la poza del río, donde, con sus pulmones haciendo resistencia, se le escapaba la vida. Inmóvil, flotando a la deriva, estuvo a merced del destino, que en ese momento no tenía contemplada su partida y que utilizó a Emilliano como emisario al rescate. Todo lo sucedido se antojaba irreal y a la vez mágico, pues a Constantino una gitana en Zaragoza, a la edad de diecinueve años, le había adivinado la suerte y le había predicho larga vida, muchos hijos y un gran viaje a través del mar. De los hijos, apenas había llegado el primero, el gran viaje lo estaba realizando y su longevidad, aunque amenazada ese día, la confirmaba su larga línea de la vida en la mano izquierda, que por ahora marcaba una cicatriz en el primer cuarto de su recorrido. El relajamiento absoluto y la desintoxicación paulatina a que estaba siendo sometido lo sumieron en un letargo, del que sólo despertó gracias a los buenos oficios de Eduviges.
Aquel baño, que incluso en Madrid y en la misma ciudad México era un privilegio de las clases acomodadas, aquí, en la lejanía de la montaña y el aislamiento secular del progreso y la modernidad, era todo un reto y un acontecimiento. Ya afuera del vapor Eduviges le sirvió un té de estafiate para que recobrara las fuerzas y se le recogiera la bilis que, a la sazón, estaba muy desparramada.
—Pero si hasta te ves chapeado y te aparecieron un montón de pecas —le dijo la buena mujer, que de nueva cuenta lo llenaba de ungüento—. No me había fijado, pero tienes la cara como huevo de totola —y se reía de buena gana.
—¿De qué? —interrumpió Constantino intrigado.
—Sí, de huevo de totola, no ves que los huevos de la totola son pintos, así como con manchitas, como esas pecas cafés que tienes en las mejillas.
—Ah, sí —dijo él—, mis pecas. Os parecen graciosas. Vaya, nunca alguien me lo había dicho.
—Ahora te vas a meter a la pileta un rato, a ver si la aguantas, porque ahí he puesto varias yerbas medicinales que te harán sentir mejor; de ahí saldrás como nuevo, listo para que te dé una friega de alcohol que ya tengo preparado. A mí —agregó— nada se me olvida.
—Ya lo creo, por lo visto es usted más que experta en estos menesteres y tiene mano de santa, porque por donde la pasa, sana todo.
Dicho esto dio un sorbo al pocillo de barro que contenía el estafiate y, haciendo gestos, lo fue consumiento poco a poco. Con la ayuda de Eduviges, Constantino subió trastabillando la escalera de la pileta y se introdujo en ella. El agua caliente lo hizo enrojecer y le puso la piel del color de su pelo; apenas si la toleraba.
—Ya verás, es cosa de unos minutos y luego sentirás el alivio. A las parturientas, el baño en esta infusión de yerbas las arregla por dentro y antes de los cuarenta días ya están reglando de nuevo. Claro, tú no eres ese caso, pero imagínate, si eso hace por una mujer que acaba de dar a luz, qué no hará por ti, que sólo tienes magulladuras —le comentó en tono de sorna—. Ya verás, después no te vas a querer salir de ahí —le siguió diciendo.
Cuando Constantino salió de la pileta, después de haber permanecido ahí por espacio de quince minutos, era otro, su cuerpo había recuperado el tono muscular y el cansancio había desaparecido. Al salir, ya resignado a que tenía que hacer la voluntad de aquella buena mujer, le preguntó. —Y ahora, ¿qué hacemos? O mejor dicho, ¿qué vas a hacer conmigo?
—Ah, ya veo que al fin te animaste a hablarme de tú, eso está mejor, mucho mejor —. Y diciendo esto, con el brazo estirado le señaló la gran mesa de madera de encino, donde le daría una friega con alcohol alcanforado y una olorosa mezcla de aceite con yerbas preparada para el caso.
Tumbado sobre la mesa, flácido y con el cuerpo caliente aún por la temperatura del agua de aquella milagrosa infusión, las manos de Eduviges, grandes y ásperas, manos de curandera, de comadrona, se desplazaron por su cuerpo con habilidad admirable, tocando y oprimiendo en el lugar indicado, desde las vértebras del cuello hasta las palmas de los pies, dejándolo como nuevo, poniendo cada músculo en su lugar y apretando las coyunturas de los huesos que, aparte de los golpes, habían sufrido el traqueteo del pésimo trote de la mula. Rápido, lo frotaba recio para que no resintiera lo frío del alcohol y su cuerpo recobrara la frescura de los treinta y seis grados. Ya limpio, vestido y calzado, con un jorongo de lana en la espalda, acompañado por Eduviges tomó el camino de regreso a la casa grande, listo para la cena y también para ser presentado a la señora de la casa, su paisana, que de maneta paradójica resultaba ser menor que él, con apenas veintidos años cumplidos. Ella, Tomasa Rojo Gómez de Bello, oriunda de Pandiello, una villa de la provincia de Asturias, España, ese día, 22 de septiembre, cumplía diecisiete años; iba con el siglo.
Al pasar frente a las construcciones de madera, Eduviges se detuvo y le indicó:
—Te hospedarás acá arriba, en el cuarto de la derecha. Ya está todo dispuesto; incluso tu ropa y el equipaje que venía en la mula, pues con la muda que te cambiaste hace rato sólo te queda una. En el cuarto de la izquierda duerme don Luis, el papá del patrón, y en la parte de abajo, sus hermanas, María e Ignacia.En la otra casa de madera están las habitaciones de los hijos del patrón: Amalia, Adelina y Emiliano.
—¡Hijos de Emiliano! —reparó Constantino.
—Pues claro, de quién habrían de ser sino de él —le respondió, dejando escapar un risita burlona con ojos de malicia.
—Pero es que su esposa está apenas por aliviarse, ¿no?
—Sí, la señora Tomasita, su linda y joven esposa que se fue a traer allá lejos, lejos, tan lejos que hacen rete harto tiempo para llegar. Sí, ella está por dar a luz y yo la voy a atender a la hora de su parto.
—¿Ya la conociste? —le preguntó Eduviges poniendo cara de satisfacción—. Es muy hermosa, jovencita y muy señora —agregó—. No, éstos son hijos de una mujer de aquí, de muy buena familia de Mecacalco; por cierto, una señora muy guapa de ojos verdes, por qué no decirlo, que engañó al patrón con su propio hermano. Imagínate, tener de amante al hermano menor de su esposo y, a su vez, no sé si esposo o novio de su hermana; y la cosa no paró ahí, sino que trajeron al mundo a una pobre criatura que nació muerta. Cuando el patrón los sorprendió la echó de la casa y le quitó a los hijos. Ella sólo se quedó con el más pequeño de los chamacos y eso porque el patrón lo permitió al ser un niño todavía muy pequeño que necesitaba de su madre. Una vez separados la señora se fue para Altotonga y allá el patrón, cuando sube al pueblo, ve al niño a través de su compadre Ricardo.
—No, si el diablo no descansa, y lo malo de todo es que los que sufren las consecuencias son los hijos. Ellos no tienen la culpa de los padres. Pero no fue lo peor, al pobre de don Alberto, el hermano del patrón, por poco lo fusilan unos carrancistas porque su esposa, avergonzada por la deshonra, lo denunció como opositor al señor Carranza. Figúrate qué escándalo, tanto, que si no intervienen las señoritas Ignacia y María, sus hermanas, al pobre lo hubieran fusilado. Y total, ahora ella lo perdonó y como si nada hubiera pasado, tan felices como siempre.
—¿Me quieres decir que estando casados dos hermanos con dos hermanas, una se metió con el marido de su hermana y hermano de su propio esposo? Mira que esa mujer no tuvo límites —comentó Constantino, interesado en toda aquella trama que ahora descubría su bañera.
—Pues precisamente por eso el patrón se fue lejos de aquí, para olvidar, para disimular las penas, para ahogar su amargura en tierras lejanas y llorar su coraje donde nadie lo viera. Cuando se dio cuenta de que su mujer lo engañaba, a diario ensillaba su caballo y se perdía en el monte. Una ocasión en que no regresó por la noche, tres días después su hermana Ignacia salió a buscarlo y lo trajo de madrugada, completamente ebrio; ya creíamos que lo habían tomado preso los zapatistas. Nunca el patrón había perdido la compostura de tal forma. A la semana de ese penoso incidente, hizo su maleta y en compañía de su compadre Pedro Niembro, el que vive aquí abajito, en San Joaquín, se fue para La Habana. Me acuerdo bien que fue el día de San Juan, en que llovió todo el día, y salieron de madrugada por el camino de Las Minas. De eso ya hizo más de dos años, fue en junio de 1915. Y quién lo iba a decir, ahora regresó feliz y contento con su nueva esposa y ya en días tendrán a su primer hijo.
Vaya jornada, comentó Constantino en voz baja. Por la mañana, en medio de una niebla espesa y montado en la ya tristemente célebre mula barcina, tomando la calzada salió de Altotonga a eso de las cinco de la mañana, siguiendo a una recua de mulas y sus arrieros que iban con el mismo destino: Mecacalco. Ahora, ya cerca de las ocho de la noche, bañado y arreglado de manera pulcra, se disponía a entrar de nueva cuenta en la casa de Emiliano, su amigo y salvador, para compartir los alimentos de la cena que en breve se serviría y en la que él, curiosamente, era el único invitado, y compartiría la velada con las señoritas María e Ignacia, hermanas de su anfitrión, y de Tomasita, por supuesto, la señora de la casa.
Por fin las conocería a todas y tiempo después podría descansar a rienda suelta, pues de tantas emociones fuertes e intempetivas bien se merecía dormir hasta veinte horas de corrido, pensó.
De regreso, nuevamente en el gran vestíbulo del segundo piso de la casa, Emiliano salió a recibirlo vestido de manera impecable, con un traje de lino color beige y corbata de seda en tonos azul claro, con todo y zapatos de verano. Estaba ataviado como para asisitr a una gran recepción en algún lujoso hotel de La Habana, sólo le faltaba el puro en la mano, pero él no fumaba. A su lado, sosteniéndose sobre su brazo, Tomasita, de cabello rubio y ojos garzos y en avanzado estado de gravidez, sonreía con mirada cansada por arriba del hombro de su marido, a quien le sacaba más de diez centímetros de estatura. De un color sonrosado y de facciones muy finas, enmarcaba su bella presencia un elegante vestido de terciopelo verde esmeralda que hacía juego con sus ojos. Realmente es bella y muy joven, meditó Constantino, al momento que Emiliano le decía: —Tomasita, éste es el famoso Constantino Vega, de quien tanto te he platicado y que no ha querido faltar a la cena de tu cumpleaños.
—Mucho gusto —dijo al saludarla de mano. La mujer resplandecía de felicidad.
Todos habían decidido vestir sus mejores galas, hasta don Luis Bello Arcos, el padre de Emiliano, quien además de ponerse saco y corbata, cosa que no hacía de manera usual, decidió retrasar su horario y permitirse el lujo de cenar en toda forma después de las nueve de la noche, situación que a su muy particular manera de ver las cosas era ya toda una desvelada, pues generalmente a las ocho y media de la noche ya estaba acostado. Sus hijas, María e Ignacia, mujeres con casi treinta años, eran para la época más que señoritas quedadas, las perfectas solteronas que vivían sujetas al padre y a la benevolencia del hermano mayor, quien además de quererlas y apoyarlas consentía en que vivieran a su lado y de esa manera. Ignacia hacía las veces de administradora y capataz, mientras que María, toda dulzura y recato, con la ayuda de Eduviges se encargaba de los menesteres de la cocina y el manejo de la casa. Ella también vigilaba y orientaba a sus sobrinas, Amalia y Adelina, y a su sobrino Emiliano, que vivían bajo la tutela de su padre.
Ahora, con la llegada de Tomasita, María se había convertido en su ángel de la guarda y la asistía plegándose en todo a sus indicaciones, orientándola en el manejo de la casa y, sobre todo, mediando y manteniendo en su lugar a sus sobrinas, que a la sazón tenían trece y doce años de edad, una edad difícil para dos niñas a quienes para nada la vida había sido fácil, más ahora en su posición de entenadas frente a su madrastra.
El gran reloj de pared comenzó a dar las primeras campanadas de las nueve de la noche; en torno al gran comedos rectangular, con catorce lugares a la mesa, estaban todos los convidados: don Luis, Ignacia, María, Amalia, Adelina, Emiliano hijo, Emiliano y Tomasita, el padre Agustín, párroco de las Minas y por ende del lugar, don Arnulfo Carballo, compadre de Emiliano oriundo de Temimilco, Pedro Niembro y dos de sus hijos, Valentín y Gregorio, que habían venido de San Joaquín, y Constantino, que saludaba de manera afable a todos y a quien le había tomado por sorpresa encontrar a Pedro Niembro, a quien esperaba ver pero no tan pronto y esa noche.
Emiliano, el amo de lo inesperado, venía preparando esta cena desde fines de julio, sobre todo porque había ordenado al puerto de Veracruz algunas piezas originales de jamón serrano, vinos de la Rioja y varios quesos maduros de Cabrales, así como turrones, almendras confitadas y los famosos marron glacés que tanto disfrutara su esposa en su viaje de bodas. La cena, pensada y elaborada pacientemente por Emiliano y María, su hermana, era digna de cualquier restaurante madrileño, parisino o de la misma ciudad de México e impregnaba con sus fragancias de exquisitos y delicados aromas toda la parte alta de la casa: entrada de verduras frías al vapor con arroz blanco, salpicón de res sobre una base de lechuga, molotes de plátano macho rellenos de picadillo de carne de cerdo, estofado de cordero, langostino del río Bobos al mojo de ajo y tamalitos de elote tierno en hoja santa, de postre. Todo acompañado con vinos tinto y blanco españoles, además de una variedad de quesos fuertes y jamones para degustar, cremas, brandies y un ron añejo especialidad de la destilería de Emiliano.
El pan de hogaza para la ocasión fue cocido en los hornos de piedra de la casa, calentados con leña de pino olorosa a resina minutos antes de servirse la cena. Llamaban la atención, por su frescura y variedad, las fuentes de verduras al vapor y el tamaño y verdor de la hojas de lechuga y espinaca. De esto, las responsables eran María e Ignacia, quienes cultivaban con esmero una gran huerta en un terreno situado atrás de la casa. Las dos manejaban con destreza el azadón, el machete e incluso el zapapico; prueba fehaciente de ello eran sus toscas y encallecidas manos, que el trabajo cotidiano había moldeado. No permitían a ningún hombre la entrada a su huerta, donde además había una gran variedad de flores y plantas de ornato; sólo Eduviges les ayudaba y ahora, desde su llegada Tomasita las acompañaba con frecuencia e incluso hacían largas caminatas por las tardes en las inmediaciones de la finca.
Sentados a la mesa y bajo la supervisión de María e Ignacia, Eduviges y las muchachas que ayudaban en la cocina comenzaron a llevar las viandas y las pescaderas repletas de comida, que pusieron al centro para que cada quien se sirviera, respetando los tiempos entre platillo y platillo. De manera previa, Emiliano había destapado ya varias botellas de vino tinto reserva de 1900. Una vez que que todos tuvieron sus copas llenas propuso un brindis a la salud de su esposa, que cumplía diecisiete años, del hijo o hija que esperaban y de su amigo Constantino, que ese día había vuelto a nacer.
Aquel día Constantino, bajo el influjo del espeso vapor del baño, totalmente relajado, recordó el día ya lejano en que su amigo Emiliano le salvó la vida en un encuentro fortuito que el destino le había reservado, fecha memorable porque también, en cuestión de horas, se dio dos baños.