A Luis Bello Morín y a Ignacio Bello Mora,
Mi hermano y mi primo que convivieron con Félix.
A la ruru niño, a la ruru ya,
Duérmase mi niño, duérmase me ya,
Porque viene el coco y se lo comerá.
(canción popular)
Nunca supe en realidad cuál era su verdadero nombre, si Félix en sí, o Feliciano y en diminutivo le llamaban Félix, qué sé yo; sólo recuerdo al hombre, al personaje, al mítico y etéreo mandadero, mozo, peón, sirviente, jornalero, cuadrillero, conocido en la calle, y en especial en el barrio de la Palma, como nacho Bello, porque en sus no muy escasas borracheras, al filo de las doce de la noche o una de la madrugada, recorría la calle de Juárez de arriba abajo gritando, a viva voz: Nacho Bello, Nacho Bello; y en ocasiones lo decía completo Nacho Bello chico, que era en verdad a quien se refería y a quien él consideraba su patrón. A la casa lo llevó Luis, mi hermano, lo que le valió ser incluido en las consabidas letanías producidas bajo los efectos del aguardiente, pero eso sí, signo inequívoco de agradecimiento sincero; de tal suerte que al desaparecer de la escena Ignacio Bello Mora, por haberse ido a vivir a la finca de san Luis, en Mecacalco; Luis Bello Morín, al acogerlo y darle trabajo en la casa, se ganó que noche a noche, cuando Félix, en sus locas correrías nocturnas preñadas de recuerdos olvidados y nostalgias contenidas, eufórico por el alcohol gritara: Luis Bello, Luis Bello y también, claro está, Luis Bello chico. Él sabía bien que se refería a los hijos, no a los padres.
De mediana estatura y cutis cetrino, curtido por el sol y la tierra que lo cubría de pies a cabeza, enfundado en su única muda de ropa: camisa y calzón de manta y un jorongo que arrastraba las puntas sobre la banqueta, tenía una mirada triste y se reía con los ojos y miraba sin mirar que miraba por abajo del ala de su sombrero, que lo protegía de la insidia y de la burla de los chamacos majaderos que lo molestaban. Era una presencia lejana que, en estado de beatitud, vivía inmerso en sus pensamientos y en el mundo que a diario se fabricaba y se reinventaba.
En la algarabía y el trajín de los quehaceres cotidianos pasaba inadvertido y se escurría por las banquetas al desplazarse en silencio, disminuido, y clavando la mirada dos o tres cuadras adelante , se mezclaba entre los transeúntes sin ser visto y mucho menos oído, pues sus rugosos y ennegrecidos pies a raíz, carecían de huaraches, lo que acreditaba su desamparo y prohijaba el olvido a que lo habían condenado los de razón por no saber, y más que por no saber, por no interesarles, ya no se diga su pasado, su persona.
En días normales, de lunes a sábado, se recogía temprano bajo el abrigo de dos cobijas roídas y un jorongo de lana sobre las tablas del zarzo, arriba de los gallineros, donde antes estuvieron los macheros, de la antigua casa de los abuelos. Saciaba el hambre secular que lo consumía, después de merendar su pocillo de café con leche y sus cinco pesos de pan, que religiosamente le daban como compensación en la panadería de don Cutberto Hernández porque se acomedía a barrer y les acarreaba y estivaba la leña; hecho esto se acostaba.
Todos los días, muy de mañana, antes de que cantaran los gallos, se encaminaba al monte en busca de yerbas y flores silvestres, que gustoso proporcionaba a todos los animales del gallinero; pacientemente, las cortaba en trocitos y se las administraba de tal manera que ninguna gallina se quedara sin su ración de yerbas frescas. Terminada esta operación y una vez limpiados todos los gallineros, se sentaba entre todas las aves del corral y sobre su mano colocaba diminutas piedras, trozos de arena y pedacitos de cal en piedra, que los entendidos animales picoteaban para cubrir sus necesidades de minerales y proveer a la molleja de las piedritas que les ayudarían en el proceso de la digestión. Parecía conocerlas a todas y llamarlas por su nombre y podía permanecer ahí hasta bien entrado el día recogiendo los huevos que, una a una, iban poniendo. A las que se habían enculecado y estaban echadas en su nido, les daba de comer en el pico y las proveía, además de su alimento, de granos de maíz para que no se enflacaran demasiado mientras empollaban sus huevos; adentro, cubierto con su sombrero desparpajado, sentado entre todos los animales, se llegaba a confundir con su entorno rodeado de todas las gallinas, que cacareaban animadamente la presencia de su benefactor.
A la hora de la comida, la sopa de fideos era su favorita y se congraciaba con la cocinera haciéndole mandados al mercado para que su ración de sopa fuera doble o triple si se podía; de hecho, Luis, mi hermano, estaba pendiente de que comiera bien y de que no se le negara nada. Además de hacer mandados, arreglar los gallineros, barrer y trapear los corredores y patios y aflojar la tierra de las jardineras, cada tercer día, por las tardes, se daba tiempo de ir hasta la ribera del arroyo de Alseseca a cortar alcatraces para llevárselos a la tumba de su hijito, que se encontraba sobre la ladera del pequeño cementerio de Xoampolco; ahí se entretenía jugando a las canicas y sacaba un trompo para enseñarle a su pequeño cómo debía de hacerle para bailarlo bien. Aflojaba la tierra de las plantas silvestres que nacían alrededor de la sepultura y cuando llovía fuerte y tronaba el cielo, extendía sobre la tumba una gran manga de hule que guardaba para la ocasión para que el agua no se filtrara y se tendía a un lado, a esperar que pasara la tormenta.
—No tengas miedo, chiquito —le decía—, papi está aquí y comenzaba a tararear lo que parecían ser algunas canciones infantiles. En ocasiones, cuando la tarde estaba soleada, jugaba y se reía alrededor de la tumba y algunas gentes que lo conocían, juraban y perjuraban que lo veían jugar con un niñito de escasos seis años. Siempre que visitaba la tumba de su niño, sobre la pequeña cruz de madera donde se podía leer: “A Rodrigo, con cariño de su papá, Félix”, le dejaba una resortera nueva, que él personalmente hacía y moldeaba con una navaja que celosamente guardaba entre sus cobijas, porque la resortera original, la que había pertenecido a su hijo, la traía siempre consigo, junto con las canicas, en su morral bajo el brazo.
No siempre fue así, entiendo. Antes, mucho antes de que su mutismo y apariencia de retrasado mental hicieran acto de presencia en su vida, era otro y tuvo otra clase de vida, que muchos hubieran deseado para ellos. Arriero de oficio, cubría la ruta que separa la tierra caliente de la tierra fría y poseía el mejor mesón de Altotonga, el que por su ubicación y amplitud de macheros y corrales para las mulas, machos, yeguas y caballos, preferían la mayoría de los propietarios de recuas.
Su mujer, una hermosa mestiza de ojos verdes y formas delineadas, en compañía de dos mujeres de edad madura, atendía la cocina que había cobrado merecida fama; ella, además de ser su muy amada esposa, le había dado un hijo varón que era toda su orgullo y felicidad. Los viajes, largos y constantes, según relatos de los vecinos, lo sacaban con frecuencia del mesón hasta que un día, durante las fiestas de mayo, de regreso de Zapotitlán, no encontró más a su mujer, que según contaban, se había ido a vivir con un ingeniero, lejos, muy lejos, allá por el Estado de Chiapas; jamás volvió a saber de ella. Se fue sola, porque al niño lo dejó encargado con las dos mujeres que le ayudaban en los menesteres de la cocina. A partir de ahí, su hijo, que apenas frisaba los cinco años, lo acompañaba en casi todos sus viajes y no se separaba de él para nada. Era su única compañía y también su único familiar, porque no se le conocían parientes cercanos ni lejanos. Decía ser originario de la congregación de Pastor Vergara, pero jamás mencionaba a nadie ni evocaba familiar alguno. Cuando el niño sucumbió a una feroz parasitosis, enloqueció y, alcoholizado día y noche, lo perdió todo.
El día en que murió su pequeño, deambuló con él en brazos por todo el pueblo y permaneció por horas en el hospital al lado de su cuerpo inerte. Lloraba con un sentimiento reprimido de rabia e impotencia y sus lágrimas, como río desbordado, le escurrían hasta el suelo, como goteras de lluvia que fluyen por las cornisas de los techos de las casas. Él personalmente le hizo su pequeña caja de gruesa madera de encino y adentro le acomodó sus escasos juguetes. Al enterrarlo, forró el ataúd con un plástico muy grueso, para que cuando lloviera no se mojara su cuerpecito. Lo enterró una tarde de abril y, sobre el pequeño promontorio de tierra suelta, regó semillas de plantas para que siempre hubiera flores. Al dejar sepultado a su niño, solito, sobre la ladera del pequeño cementerio de Xoampolco, se internó en el bosque por días y cuando regresó, escuálido, petrificado en su dolor, su mirada se perdía entre el bullicio de la gente y existía sin vivir y vivía sin ser, en el inframundo de su conciencia.
Una gélida madrugada del mes de enero apareció muerto sobre el portal de la casa que fuera de los Guevara y el comandante de la policía municipal, que sabía que por temporadas, cuando el aguardiente lo dejaba en paz, trabajaba en la casa, me llamó para informarme al ver que nadie acudía a reclamar el cuerpo. Los vecinos nos cooperamos, hicimos todos los preparativos, le mandamos decir su misa de cuerpo presente y lo llevamos a enterrar al cementerio de Xoampolco, al lado de la sepultura de su hijito. Don Teodomiro Tejeda y don Roberto González Sayago llevaron ropa y lo cambiaron en el anfiteatro del hospital regional antes de llevarlo a la misa de cuerpo presente, porque no tuvo velorio.
Ese día se veía muy serio, ataviado con pantalones de caqui y camisa vaquera de manga larga, chamarra y, sobre todo, un par de zapatos que le deben de haber apretado. De lo que se juntó de la cooperación se pagó la misa y los derechos del entierro; yo compré el ataúd y, con sendos ramos de alcatraces, mis hijas, mi esposa, Nacho Bello chico, con su esposa y su pequeño hijo, Nachito, además de mi tía Georgina, mamá de Nacho, mi primo, Marina Martínez, esposa de don Roberto González y Evita Martínez, esposa de don Teodomiro Tejeda, la familia de Hugo López y Conchita Cabañas, su mamá, nos fuimos por el camino de Xoampolco en una tarde soleada de enero que, según las cabañuelas, correspondía al mes de julio. Al ver las personas del pueblo quiénes íbamos en el cortejo, ya no dudaron más de que Félix era de nuestra familia.
Ahora, por las madrugadas, cuando me levanto a la ordeña, al filo de las cinco, al escuchar el cantar de los gallos y el cacareo a coro de las gallinas, presiento, intuyo que Félix ha vuelto y, sentado en medio del gallinero, les da piedritas en la mano y trocitos de cal a todas las gallinas.