A todas aquellas mujeres que, como Ella,
al caer la tarde, llegaron y se quedaron para
siempre entre nosotros.
Todos la recuerdan hermosa, cuesta arriba o cuesta abajo según fuera o viniera. De pasos firmes y apresurados, dejaba la acera impregnada a colonia de jengibre y en el aire se podía sentir la tersura de su blanco velo que, ondulante, caía atrás más debajo de la pantorrilla, casi rozando el suelo. A las ocho en punto de la mañana, era la primera en hacer su compra y, con gracia inusual, depositaba en una coqueta canasta de mimbre el frugal recaudo del día, colocando al fondo los envoltorios de carne y pollo, de granos y especies, para dejar encima las hojas verdes de lechuga entreveradas de rabos de cebollas y jitomates, sobre los que descansaban algunos huevos de rancho cuidadosamente acomodados y aguacates cuando era temporada. Como exhalación entraba por una puerta y salía por otra, sin cruzar palabra con nadie; así como aparecía, de improviso se esfumaba por la calle y se perdía entre los barandales del atrio de la iglesia. Los que se preciaban de conocerla un poco más –sus vecinos– sabían bien que tocaba el violín magistralmente y en repetidas ocasiones lo hacía vibrar de manera sobrecogedora, al grado de que a todos se les ponía la carne de gallina. Era una melodía constante que lo mismo evocaba la lejanía de la tierra dejada atrás que hacía vibrar el llanto ahogado ante la impotencia del regreso. Nadie jamás la vio tocarlo, sin embargo, cada vez que las notas traspasaban los muros y brincaban los aleros del tejado intuían su estado de ánimo.
En el día, ella salía sólo tres veces: a las seis de la mañana a recoger litro y medio de leche a un establo distante a cinco minutos de su casa; a las ocho de la mañana, al mercado; y a las cuatro de la tarde, al horno de don Olegario a comprar el pan calientito, recién hecho. Sólo en la salida de las cuatro de la tarde, cuando hacía buen sol y el clima era benigno, la acompañaba alguno de sus hijos, generalmente el más grandecito.
Llegó un veintidós de julio, la mera fiesta de la patrona del pueblo, entre el estallido de cuetes y los acordes de tambora; la procesión solemne con Santa María Magdalena en andas acababa de pasar frente al edificio de la terminal de autobuses. A las cinco de la tarde, cubierta con un grueso abrigo de lana color azul marino, con una maleta de lona en la mano izquierda y cogiendo con la otra mano a su pequeño hijo de escasos tres años, descendió lentamente del autobús y, al pisar el resbaladizo mosaico del lugar, trastabilló; de no ser por la oportuna aparición de Juan Antonio, quien la sostuvo con fuerza cogiéndola de los hombros, hubiera caído sin remedio. Su rostro blanco, de finas y delineadas facciones, enmarcado en una mata de reluciente cabello negro, se sonrojó por completo y apenas si balbuceó un inaudible gracias, esbozando una leve sonrisa. Aquel fortuito encuentro se repetiría una y otra vez y siempre recordarían ambos su calidez. Todo fue tan repentino que nadie había reparado en la presencia de aquel hombre maduro que peinaba canas, a quien el niño llamaba papá y que, tomándola del brazo a una indicación suya, se fue con ella hasta el hotel más próximo. Todos sabían de su llegada: él era el nuevo agente forestal que el gobierno enviaba a la región para poner freno a la tala inmoderada que asolaba los alrededores del pueblo. Ella lo acompañaba y en el pueblo suponían que era su esposa porque vivían en la misma casa, pero por la edad bien pudiera ser su hija. A los tres años de haber llegado, el forestal desapareció y nunca más se le vio por ahí; ni ella vistió luto ni el niño preguntó por él; se fue y sólo le dejó el mote de La Forestala,con el cual las gentes del pueblo la nombraban.
El día que llegó, aquella tarde, ya rumbo al hotel, se veía imponente. Era de elevada estatura y calzaba zapatillas de tacón alto, tan alto que en esa ocasión decidió caminar por el arroyo de la calle para que la banqueta disimulara la diferencia de estatura de su acompañante. Sonriente, aunque de semblante triste, la nostalgia por los suyos acudió a su memoria cuando, en segundos, la espesa niebla cubrió las casas de gris y una bocanada de aire frío la remitió a los largos inviernos de su niñez. A intervalos, cuando su estado emocional era más estable, tras grandes esfuerzos lograba traer a su memoria algunos recuerdos donde la nieve se derretía y, convertida en agua, inundaba los campos yermos, cenizos de frío.
El mar, encrespado, azotaba un viejo y raído casco de barco donde el bamboleo hacía sonar un par de cadenas sueltas que, como badajo de campana, marcaban las interminables horas que hilvanaban el tiempo cargado de hastío. Por el ojo de la claraboya, su mirada, perdida en la ausencia, se quedaba por horas fija donde las aguas se mezclaban con el cielo, una y otra vez, hasta que la espuma blanca y salobre empañaba el opaco y despulido vidrio. Los olores a pan de centeno recién hecho y la hirviente leche de cabra endulzada con miel de colmena silvestre le despertaban el apetito y, cerrando los ojos, creía tocar con sus dedos las gruesas hogazas dispuestas sobre la tosca mesa de abeto. Eran sólo instantes, segundos de ilusión pasajera que la transportaban lejos, muy lejos de ahí y todavía más lejos de su inconsciencia. El calor húmedo y sofocante no le gustaba, le traía recuerdos amargos, por eso desde que llegó supo que en ese lugar echaría raíces; el clima frío le sentaba bien.
Cuando en el pueblo se enteraron de la partida del forestal, pasados ya algunos meses del hecho, su presencia en las calles despertó aún más la curiosidad de ellos y los celos de todas; entre los varones, más de uno se atrevió a proponerle matrimonio y a diario era el blanco de todas las miradas femeninas que, tras la hipocresía de los visillos de las ventanas, la escudriñaban toda. La envidia era manifiesta y estaba justificada: nadie por ahí poseía la belleza y el aplomo de sus piernas, la elegancia de sus movimientos y la transparencia de su mirada, poco usual, entornada en unos grandes ojos color violeta.
Todas las tardes, y hasta bien entrada la noche, recogida en la seguridad de su hogar bordaba y confeccionaba a mano diferentes prendas que cada ocho días depositaba en un paquete bien embalado en la oficina de correos. Nadie sabía que hacía, sólo el administrador de la oficina de telégrafos tenía la certeza de que a ella semanalmente le llegaba una remesa de dinero y que, en ocasiones, dado lo exiguo del presupuesto de la oficina, no había para pagarle y tenía que esperar hasta dos o tres días para que se juntara el dinero. En un pueblo pequeño y sin mayores complicaciones, el pago por su trabajo era suficiente para llevar una existencia digna y sufragar los gastos de la casa que el desaparecido forestal le había dejado en propiedad. Mientras él estuvo a su lado, rara vez, salvo sus acostumbradas salidas, se le veía por la calle, sólo de noche solía acompañarlo en algunas ocasiones a tomar un café en el restaurante del Hotel San José, a un costado de la iglesia, donde acudía a hacer algunas llamadas telefónicas. Siempre de falda o vestido tres cuartos, a media pierna, de zapatillas de tacón, de abrigo largo y velo en la cabeza, era una imagen exquisita que salpicaba destellos de virtud y dejaba en el ambiente un melancólico rumor de misterio.
Al tiempo, para mitigar la orfandad del desamparo en la soledad de las noches estivales y ante la insistencia de Juan Antonio, quien a diario se hacía el encontradizo a toda hora, lo aceptó con reservas y le puso como condición que nunca más deberían verlos juntos. Él –le dijo ella– sabía cuál era su casa y sería bien recibido si aceptaba respetarla y jamás escandalizar o hacer gala de que era su mujer. Una vez que se introdujo en sus aposentos, primero hacía la visita y se retiraba a una hora prudente, perdiéndose en la penumbra del escaso alumbrado, utilizando siempre un atajo diferente entre los retorcidos callejones plagados de claroscuros y muros ennegrecidos por el moho. Después, pasaba las noches enteras a su lado; tantas, que al principio lo echaron de menos en su casa y las murmuraciones recorrieron el barrio como cuentas de rosario desprendidas. Dejó de ir una temporada para acompañar a su esposa que, tras una larga agonía, sucumbió a un cáncer que por años la mantuvo en el ostracismo y abandono total, con el lacerante estigma de la infertilidad. Terminados los rigores del luto, se aventuró de nuevo entre traspatios y callejones a deshoras de la noche y hubo semanas enteras en que no se le vio por el pueblo. Vivía para ella y de su casa no salió más. Estaba decidido a tener los hijos que había anhelado. Ella, con la misma exactitud de su rutina, envuelta en la magia de sus recuerdos, deslizándose por las aceras, continuó sus constantes idas y venidas, así como sus semanales visitas al correo y al telégrafo.
Decían las señoras de la “Adoración Nocturna” que era una bruja muy poderosa y que el mismo Satanás, disfrazado de mortal, la había llevado al pueblo y la había entronizado sin que nadie se diera cuenta. En su casa, contaban unos albañiles que habían realizado unas reparaciones en el tejado, no había una sola imagen sagrada de santos o vírgenes, ni tan sólo una cruz, nada, sólo las paredes lisas y blancas, muy blancas. Nunca, murmuraban los vecinos, la habían visto entrar en la iglesia, pero tampoco la identificaban como Evangélica o Testigo de Jehová porque en esos templos tampoco se le conocía. No escandalizaba, no hablaba mal de la gente y mucho menos se entrometía con alguien; en realidad hablaba poco y rara vez se le había visto acompañada por otras personas que no fueran sus hijos o el desaparecido forestal.
En la plaza, sus marchantes de toda la vida la apreciaban y solían conseguirle todo aquello que les encargara, por difícil que pareciera. De las carnes, el cordero era lo que más consumía, y cuando era posible y la ocasión se prestaba se iba a las rancherías circunvecinas a conseguir leche y queso de cabra.
Se murió de tristeza, muchos años después que Juan Antonio. Sus hijos, registrados únicamente con el primer apellido de su padre, incluido Andrés, el pequeño que llegó con ella y a quien Juan Antonio le dio su apellido, no encontraron nunca el acta de nacimiento de su madre. En la oficina del registro civil, el encargado tuvo que elaborar el acta de defunción con el certificado médico y lo que quedaba de un pasaporte raído y hecho trizas por los roedores, donde en letras del alfabeto griego parecía decir Alexa Iva… Y en el forro, debajo de un nombre ilegible, se alcanzaba a distinguir el contorno de un mapa borroso, dentro del cual se perfilaban los trazos de un río. Sus marchantes, y tanto en el correo como en la oficina de telégrafos, la conocían como la señora Alejandra Márquez.
En el borde inferior de una de las hojas intermedias de lo que quedaba de su pasaporte, con un sello deslavado decía Migración, Tampico, Tamps., 23 de enero de 1948. La llevaron al cementerio en una vieja carreta de grandes ruedas de madera. Al sepelio asistieron sus ocho hijos y los hijos de sus hijos y le dieron sepultura cumpliendo su última voluntad: amortajada con una gran sábana blanca y su violín entre las manos. La depositaron con suavidad sobre la tierra fresca de la fosa y la cubrieron de flores amarillas, al lado del ataúd de Juan Antonio, una tarde de noviembre en que el cielo, en forma de nubes, bajó a la tierra.